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Crítica: Recital de András Schiff en el Palau de la Música Catalana

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Autor: Xavier Borja Bucar
15 de abril de 2021

Meditaciones musicales sobre el lenguaje y la creación

Por Xavi Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 8-III-2021. Palau de la Música Catalana. Ciclo Palau Piano. András Schiff. Obras de Johann Sebastian Bach y Ludwig van Beethoven.

   En medio de una temporada diezmada por las cancelaciones pandémicas, ver entrar a András Schiff, por el acostumbrado flanco izquierdo, al escenario del Palau de la Música Catalana fue una alegría incalculable. Las circunstancias han cambiado las condiciones. El toque de queda impone la abreviatura de los programas de concierto, lo que a su vez propicia la abolición de las pausas, y, en obediencia a estas condiciones, el insigne pianista húngaro ofreció el pasado día 8 de abril algo poco menudeado como son dos sesiones de concierto con un mismo programa, breve, pero intenso y, sobre todo, armado con una bellísima coherencia musical. Un programa que el propio Schiff, antes de sentarse ante el piano, presentó, micrófono en mano, con detalle, pero sin morosidad.

   De Bach a Beethoven, de Beethoven a Bach y vuelta, finalmente, a Beethoven. De entre el catálogo inabarcable de estas dos B capitales, Schiff presentó, por este orden, el Capriccio sopra la lontananza del suo fratello dilettissimo, en si bemol mayor, BWV 992, la Sonata núm. 26, en mi bemol mayor, op. 81a, «les Adieux», el «Ricercar a tres», de La ofrenda musical del maestro de Leipzig y la Sonata en do menor núm. 32, op. 111 del de Bonn. Cuatro obras que trazaron una clara continuidad en distintas líneas. Temáticamente, todas orbitan alrededor de la noción de la despedida como de la del reencuentro, programáticamente las dos primeras e implícitamente las otras dos, lo cual, a su vez, evocó un viaje hacia dentro, hacia la esencia finalmente desnuda de los dos compositores. Musicalmente, las cuatro obras se hermanan en la incurrencia en formas fugadas, tan caras a sus dos autores, y no solo eso, sino que hay en todas ellas una tendencia al cromatismo, especialmente evidente en el tema del «Ricercare a tres», como también en algunas de las variaciones del segundo movimiento de la Sonata núm. 32.


   Ante ese programa que no dejó un solo detalle al azar, uno no puede sino reconocer la exquisita seriedad de un pianista como Schiff, un intérprete que no menoscaba su deber ante el público enfrascándose –como, por ejemplo, Sokolov– en conciertos para sí mismo y que, lejos de hacer la más mínima concesión al espectáculo fácil y artificioso, se acerca siempre a cada obra y autor con el respeto irremplazable e inconfundible de quien los conoce de veras. El concierto del pasado 8 de abril no fue sino un nuevo ejemplo de todo ello.

   Schiff ofreció las dos primeras obras del programa, de carácter más ligero que las dos siguientes, con una línea elegantísima, clara y etérea. A nadie escapa que Bach y Beethoven son acaso los dos autores más amados por el pianista húngaro y su interpretación fue referencial, atenta, como es preceptivo, a la textura polifónica de las obras, que Shiff supo presentar siempre de manera distinguible, con una articulación inmaculada y no exenta de relieve. Un relieve que Schiff destaca especialmente en su lectura beethoveniana, muy personal y que rehúye, por un lado, la ampulosidad de cierta tradición romántica, como también la interpretación metronómica. El Beethoven del pianista húngaro es claro y límpio, pero también libre, maleable hasta el arrebato, si es necesario, pero sin desbarrar.

   Obedeciendo a su actitud sacerdotal, Schiff, tras la obra inicial de Bach, prácticamente sin interrupción atacó «les Adieux» de Beethoven, reprimiendo así el aplauso del público, que debió aguardar hasta el final de la sonata, cuando Schiff sí levantó, al fin, sus manos del teclado y permitió una breve distensión antes de adentrarse él y adentrarnos a nosotros en las dos obras de madurez de los dos compositores alemanes que habrían de completar el concierto.

   En el «Ricercar a tres», Schiff siguió la estela de la interpretación de las dos obras precedentes, si bien aquí la anterior ligereza empezó a densificarse con el ya avanzado cromatismo del tema fugado. La intrincada polifonía de Bach se convirtió, entonces, en un prolongado descenso hasta la hondura de la Sonata núm. 32 en do menor que debía cerrar el concierto.


   La última sonata que Beethoven escribió para piano no es un lugar en el que pueda adentrarse cualquier intérprete. Es el final de un ciclo, la culminación de un viaje y, por tanto, el testamento –pianístico– de un espíritu creador ya despojado de máscaras y ropajes superfluos. Pese a la dedicatoria a ese archiduque Rodolph, Beethoven escribe aquí para sí mismo, él es su interlocutor, y eso es algo que, sin ir más lejos, se delata –en esta como en algunas sonatas precedentes– en la tendencia característica hacia una divagación indagadora de las distintas sonoridades del instrumento, como el niño que escudriña con fascinación las posibilidades de un objeto nuevo o que no conoce por completo. Sin embargo, lejos de regodearse en un ejercicio de solipsismo, Beethoven alumbra una música que en el nadie encuentra al mundo como destino. La simplicidad del tema de la Arietta del segundo movimiento de la sonata da cuenta de hasta qué punto el maestro de Bonn busca y encuentra una música que es esencia despojada de todo elemento contingente. Si el opus beethoveniano es una carrera heroica hacia una voz propia y distinguible entre todas, aquí, en la sencillez de un tema de textura prácticamente coral, el maestro ofrece una imagen sonora pura, unidad mínima de pleno significado, con anverso y reverso en esas dos partes que la conforman, la de tonalidad mayor y la de tonalidad menor, y de esa simple pureza, desde ese verbo primero, Beethoven desarrolla el lenguaje, en esas seis variaciones que no son sino sucesivas formas de una misma metáfora que es esa palabra primera, cada vez menos explícita, más latente, más soterrada o más completada. Escribe Borges, en unas páginas de juventud, que «lo grandioso es amillonar el idioma» («El idioma infinito»), esto es, buscar, descubrir y ensayar nuevas formas –de entre un infinito de posibilidades– para decir lo que trágicamente no puede ser sino siempre mismo. No es otro el empeño que respira hondamente debajo de toda la obra de Beethoven, pero de manera única en este segundo y final movimiento de su última sonata para piano.


   Un empeño que requiere la madurez y la flexible rigurosidad de un intérprete como Schiff, quien supo dar vida a la partitura beethoveniana en su verdadera condición, es decir, no la de un orden más o menos complejo de sonidos eufónicos, sino la de una verdadera reflexión sobre el lenguaje e indagación sobre el hecho poético. Ahora bien, la interpretación –y la musical más que ninguna otra– supone siempre la incurrencia de una autoría de segundo grado, a saber, la del propio intérprete, y, por supuesto, el Beethoven de Schiff es el suyo propio, liberado, como ya había anticipado en «les Adieux», de los grilletes que tradicionalmente lo atan a una solemnidad un tanto plomífera. Ello fue notorio en la sutil ligereza del tempo con el que abordó la Arietta, algo que reveló la afinidad del pianista húngaro con la tradición musical que culmina en Beethoven, mayor que con la tradición que sucede al maestro. En ese sentido, el de Schiff se opone a otro Beethoven maravilloso, como fue el de Claudio Arrau, cuya interpretación, más explícitamente trascendental, nunca escondió su filiación eminentemente romántica. Al hilo de ese contraste interpretativo con Arrau, no pasó inadvertido el rigor de Schiff para con la escritura de la variación II, que el pianista chileno –entro otros– tendía a acentuar hasta confundirla ligeramente con un ritmo punteado; tendencia, esta última, que quizás haya contribuido a la consideración –exótica, pero no estúpida– de esta segunda variación como un anticipo del jazz y de los ritmos swingados. Schiff, artista ajeno a las moderneces populares del siglo XX, borró en su lectura todo rastro de esa especulación arriesgada y culminó una interpretación jovial, impetuosa sin abandonar la serenidad y llena de una honestidad majestusa.

   En la presentación, el pianista húngaro ya había avanzado que, después de la Sonata núm. 32 en do menor, nada más puede añadirse. El tema de la Arietta es la metáfora sonora de una despedida, del perderse en el silencio y en una oscuridad ya serena, en la que ya no hay angustia porque todo ya ha sido dicho. No obstante, el calor de la ovación del público arrancó de Schiff una palabra más, que no pudo ser otra: el aria de las Variaciones Goldberg. De nuevo, Bach y, después de un final, un nuevo inicio. Volver a empezar.

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