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Crítica: 'El holandés errante' en la Bayerische Staatsoper de Múnich

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Autor: Alejandro Martínez
12 de julio de 2014
Alan Held y Adrianne Pieczonka

SOBRE LOS LÍMITES DE LA PARODIA

Por Alejandro Martínez

11/07/2014 Müncher Opernfestspiele: Bayerische Staatsoper. Wagner: Der fliegende Holländer. Alan Held, Adrianne Pieczonka, Hans-Peter König, Stefan Vinke y otros. Gabriel Feltz, dir. musical. Peter Konwitschny, dir. de escena.

   Para esta edición del Opernfestspiele de la Bayerische Staatsoper de Múnich se recuperaba una coproducción de El Holandés errante llevada a cabo con el Bolshoi y que data de la temporada 2005/2006, con la firma de Peter Konwitschny, de quien ya habíamos visto en Múnich su Parsifal y su Tristán. Su propuesta es premeditadamente provocativa, pero no por ello deja de tener algunos atractivos.

   El primer acto comienza con una escenografía clásica, con un Holandés a la vieja usanza, con decorados de telones, etc. El espectador queda ya un tanto sobre aviso al verlo; resulta sospechoso. Todo el primer acto se desarrolla como si de un Holandés de 1940 o 1950 se tratase. Pero llega entonces la escena de Elsa que, sorpresa, se desarrolla en una sala de spinning, con todas las hilanderas esforzándose pedalada tras pedalada, transmutadas sus ruecas en bicicletas estáticas. Más allá de la carcajada inicial que suscita el cuadro, Konwitschny consigue recrear de forma extraordinaria el entorno frívolo y superficial en el que vive Senta, que aparece en escena como una auténtica outsider, portando consigo a la sala de spinning un retrato al óleo del Holandés. Comienza aquí lo que es por parte de Konwitschny una parodia, matizada, sin caer en la burla, del romanticismo exacerbado que representan obras arquetípicas como El Holandés errante. El encuentro entre los dos mundos de los protagonistas, el arcaico e irredento del Holandés, y el mundanal de Senta, depara golpes francamente cómicos, como la entrada del Holandés mismo en la sala de fitness, con sus ropajes del siglo XVI. El tercer acto se desarrolla en una escena que bien pareciera salida de un cuadro de Rembrandt, con esa masa coral de los holandeses sentados en la taberna. Konwitschny se revela aquí como un hombre de teatro con oficio, manejando a la perfección las dos masas corales y su confrontación, con una iluminación muy solvente.

   Por el camino Konwitschny desliza algunos recursos más manidos, como la idea de iluminar progresivamente toda la sala conforme avanza, in crescendo, el dúo entre Senta y el Holandés que corona el segundo acto; un recurso que el propio Konwitschny utilizaba ya en su Tristán. También introduce Konwitschny la figura muda del ángel que refiere el Holandés en su monólogo, personalizado en una estilizada y etérea figurante vestida de blanco, que aparece en varias ocasiones en escena, como un constante ir y venir de las fantasías de redención atesoradas pro el Holandés en su retiro.

   El remate final, ciertamente desconcertante, lo concreta Konwitschny al tomar al pie de la letra la inmolación de Senta, que se aproxima a un bidón de pólvora para hacerlo explotar. La explosión no sólo acaba con Senta sino que todo el teatro queda súbitamente a oscuras y en silencio, no interpretándose desde el foso los últimos acordes de la partitura, que se escuchan lejanos, como en sordina, al fondo de la caja, en una grabación radiofónica. De alguna manera todo termina con Senta, incluso la propia música.

  Sea como fuere, la propuesta de Konwitschny, más allá del punto superficial y provocativo que destila, ya un poco demodé, acierta al resaltar, con no poca ironía, ese corazón desenfadado, a veces cómico, que habita en este drama wagneriano. Un punto cómico y ligero que no en vano la propia música insinúa con parte de sus melodías. El resultado global es una muy lograda parodía, no una mofa, que podrá gustar más o menos, pero que tiene su coherencia interna. Por otro lado, el trabajo posee una muy buena factura en algunos aspectos básicos pero a veces descuidados, como la pura caracterización de los personajes, la dirección de actores y la elección de la escenografía, que no es casual o arbitraria en ningún momento.

   En el papel protagonista se encontraba el barítono Alan Held, a quien entrevistamos en estas páginas. Siendo el suyo un canto franco y solvente, le encontramos en general un tanto esforzado, con más intenciones que resultados, llegando algo fatigado al tercer acto y pasando ya factura en su emisión el exigente dúo con Senta hacia el final del segundo cuadro. Ofreció, eso sí, un magnífico monólogo en el primer acto.

   Fue no obstante Adrianne Pieczonka la solista más destacada de la noche, ofreciendo una Senta verdaderamente memorable, con un timbre fresquísimo, brillante, y un canto de los que se recuerdan, lleno de intenciones, plena de medios, desahogada y teatral. No sólo bordó su escena de entrada sino que dio una auténtica lección de canto wagneriano lo mismo en el dúo con el Holandés que en su intervención durante el tercer acto. Completaban el reparto Hans-Peter König como Daland, algo desgastada la emisión pero dueño todavía de un vozarrón y buen conocedor del estilo, y Stefan Vinke como Erik, en reemplazo del previsto Peter Seiffert. Sobre Vinke no cabe sino repetir lo ya dicho sobre su Siegfried, acerca de su emisión muscular y el estilo generalmente burdo de su canto wagneriano. Brillante el Steuermann de Kevin Conners, habitual de la Ópera de Múnich.

   En el foso destacó la espléndida labor de Gabriel Feltz, un maestro berlinés relativamente joven (1971), que a pesar de algún inicial descontrol en la obertura fue capaz de ofrecer una versión plena de intensidad, con gran dinamismo, teatral, muy atenta a las voces y muy meditada en su conjunto. La orquesta titular de la Ópera de Múnich respondió exultante, brillando lo mismo la cuerda, tersa e intensa, los vigorosos métales o el sonido, melancólico y ensimismante, de sus maderas. Lo mismo cabe decir del coro titular de la casa, que ofreció una batalla de auténtico lujo en el tercer acto. Brillantísimas las mujeres también en su escena con Senta en el segundo acto. Se interpretaba en esta ocasión la versión original, sin interrupciones, con la obertura primigenia, la llamada “de Dresde”, y sin el final redentor para el tercer acto que introdujese Wagner más tarde.

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