Por Alejandro Martínez
Salzburgo, 06/04/2015. Osterfestspiele. Mascagni: Cavalleria rusticana. Jonas Kaufmann (Turiddu), Liudmyla Monastyrska (Santuzza), Ambrogio Maestri (Alfio), Stefania Toczyska (Lucia), Annalisa Stroppa (Lola). Dirección musical: Christian Thielemann. Dirección de escena. Philipp Stölzl
Salzburgo, 06/04/2015. Osterfestspiele. Leoncavallo: Pagliacci. Jonas Kaufmann (Canio), Maria Agresta (Nedda), Dimitri Platanias (Tonio), Tansel Akzeybek (Beppe), Alessio Arduini (Silvio). Dirección musical: Christian Thielemann. Dirección de escena. Philipp Stölzl
A nadie extrañará que nos deshagamos en elogios hacia Jonas Kaufmann, como uno de los tenores más sobresalientes no ya de la actualidad sino de las últimas décadas. Lo relevante en esta ocasión, tras su Radames (Aida) en Roma y su Andrea Chénier en Londres, es constatar que ha hilado dos nuevos debuts de no poca envergadura, con el Turiddu de Cavalleria rusticana y el Canio de Pagliacci. Kaufmann asienta así una trayectoria admirable, cabal y casi sin límites. En el horizonte, para 2017, se dibuja ya su debut como Otello en el Covent Garden, con Pappano, y poco a poco vuelven a aparecer en su agenda los compromisos wagnerianos, como ese anunciado Siegmund en Baden-Baden con Gergiev. La clave en su caso, amén de una inteligencia evidente, radica sobre todo en un control primoroso de la respiración que le permite cantar con seguridad y confianza, sin forzar un ápice su instrumento y sin malgastar ni un gramo de su energía. El resultado, así, es de una facilidad insultante y de una admirable madurez, cuando se trata no lo olvidemos de su debut con ambos papeles. Pocos pueden hacer gala de un debut con semejante poderío y autoridad. Kaufmann además es un actor espléndido (monumental el largo primer plano tras el aria de Pagliacci, durante varios minutos, en el que sostiene la mirada sin pestañear un ápice) lo que redunda en un espectáculo con gran tensión escénica. El único inconveniente que cabe plantear a su estreno con estos dos papeles, más acusado en el caso de Canio, es que su canto tan controlado y seguro deja poco margen a ese punto de despliegue verista que en el fondo pide el temperamento de estos dos personajes. Digamos que Kaufmann se desmelena poco o al menos con mucha cautela. Kaufmann es, por así decirlo, el arte entendido como inteligencia y así su capacidad de convencimiento pasa siempre por la mesura, por el control y por una atención minuciosa al detalle. Quien busque agitaciones truculentas y encarnaciones desmelenadas, se equivocó de ventanilla.
El resto del reparto reunido para la ocasión tenía notables garantías, aunque a decir verdad sólo las dos protagonistas femeninas destacaron en cada caso. Liudmyla Monastyrska fue una Santuzza con empuje y con lirismo, algo aterida en la expresividad a veces, como si le costase encontrar el punto justo donde medir su natural tendencia a una expresividad más extrovertida. Monastyrska convence en su conjunto, si bien la parte, escrita para mezzo, resulta algo grave para su extensa, amplia y dotada voz de soprano dramática. Por otro lado, Maria Agresta fue una Nedda absolutamente ejemplar, resuelta en la parte más belcantista del rol (Stridono lassù), plausible en escena y con la dosis justa de temperamento en su fatal enfrentamiento con Canio al final de la ópera.
El Tonio de Dimitri Platanias tuvo muy poco estimable, con una emisión rebuscada y plebeya y una gama de matices ciertamente básica, poco elaborada. Renunció, por cierto, al agudo que corona habitualmente su monólogo inicial a modo de prólogo. Como Alfio encontramos esta vez a Ambrogio Maestri un tanto apurado con la franja aguda y poco esmerado con el texto, aunque muy convincente en escena. Espléndido el trabajo de todos los compromisarios, desde la ascendente Annalisa Stroppa en la pequeña parte de Lola al estimable y entregado barítono Alessio Arduini como Silvio, pasando por la hermosa voz del joven tenor Tansel Akzeybek como Beppe.
La nueva producción de Philipp Stölzl fracasa sobre todo por no ajustarse al gran espacio del Grosses Festspielhaus de Salzburgo, que dispone de un escenario singularmente ancho y alargado, y que sin embargo el regista decide dividir en seis pequeños casetones en los que sucesivamente va transcurriendo la acción. El resultado es que ese gran espacio se ve reducido a apenas unos metros, perjudicando la acústica y la visibilidad a partes iguales, y sin añadir ciertamente nada a la acción propiamente dicha, obligando más bien a los cantantes a esforzarse una y otra vez con las limitadas dimensiones de la escenografía. La producción resulta así demasiado compleja en su resolución para lo poco que realmente aporta en términos de dramaturgia, quedando como mucho como un atractivo viraje estético, más allá de las representaciones más clásicas y tradicionales que a menudo acompañan a estos títulos de Mascagni y Leoncavallo. En esta ocasión la caracterización de los personajes es estupenda, el vestuario está muy logrado y todo el código estético a medio camino entre el cómic y el cine clásico y con guiños a la obra de Otto Nückel que arma la escenografía resulta igualmente atractivo, pero no hay nada más allá de todo ese escaparate. Y todos los guiños apreciables de la producción de Stölzl se quedan en anécdotas que no conducen a ninguna parte. Como sucede con el hecho de que Cavalleria rusticana se desarrolle en blanco y negro, mientras que Pagliacci se representa en color. ¿Por qué? ¿Para qué? Nadie lo sabe. Mamma Lucia es una suerte de capo mafioso. ¿De qué? ¿Para qué? Nadie lo sabe. Turiddu y Santuzza tienen un hijo de varios años de edad que pulula también por el escenario. ¿Qué nos aporta esto? Realmente nada, y es una anécdota que resume perfectamente la vacuidad dramática de la, por otro lado, atractiva propuesta estética de Stölzl. Para colmo de males, la acción se refuerza con el recurso constante a la realización en vídeo, que no hace otra cosa que duplicar, en otro de esos citados casetones, lo que ya estamos viendo en alguno de los otros. Redundante a todas luces.
Christian Thielemann, maestro consumado en el repertorio romántico alemán, no termina de entenderse con este otro repertorio italiano, brindando un enfoque en el que prima la distancia intelectual sobre el calor teatral. La disección de la partitura es nítida, de una transparencia elogiable y brillante sobre todo en los momentos de mayor lirismo, pero la articulación es blanda y un tanto anónima en los momentos que requieren más empuje y adrenalina. La brillante pátina de sonido que la Staatskapelle le permite exponer adolece a menudo de un tono contemplativo en demasía, como recreándose Thielemann más en su enfoque de la partitura que en lo que sucede en el escenario. El resultado es pues, menos para Cavalleria que para Pagliacci, un tanto descafeinado y levemente somnoliento.
(c) Matthias Creutziger
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