La primera sensación que se percibe es la de cierto desconcierto, un no saber a qué atenerse en particular, como si la orquesta se encontrara afinando todavía, cada atril a su más completo albedrío, sometido el oyente al carácter cambiante e imprevisible del acontecimiento sonoro, que adquiere tintes de atemporalidad, como un paisaje nevado de tierras nórdicas. El compositor somete primeramente al conjunto a sus registros más agudos, con oleadas de percusión, eterna compañera de este cuasi eterno y brumoso viaje (con especial predilección por toda la gama de xilófonos, tanto de madera como laminares, incluido el glockenspiel), que como castañeteos salpican constantemente la pieza, incluidos los dos pianos, usados de forma percutiva y armónica. La sugerente sonoridad ascendente y descendente de la flauta de émbolo ayuda a crear un ambiente burlón, en el que también participa el flautín con sus estridencias. Se percibe cierto amago de texturas disonantes en las cuerdas, pero el continuo cambio de rumbo en este bajel sin timonel no permite tregua a levar el ancla en concreción de pasajes. Nunca parece llegarse a tierra firme. Como un náufrago, el espectador no tiene un punto de referencia en que apoyarse. En este universo sonoro carente de estructura y repleto de ambigüedades, el compositor en cierto momento detiene las sacudidas de la ola orquestal y levanta de sus atriles a parejas de trompetas o flautas, que en sus breves y heráldicos trémolos dan nuevos pistoletazos de salida a esta constante carrera de obstáculos, la cual concluye con un diminuendo de la cuerda. El público congregado recibió la Sinfonía 240 con respetuosos aplausos, quizá revestidos de cierto alivio ante tanto esfuerzo auditivo.
Utilizando un símil del psicoanálisis freudiano, podemos considerar que la segunda parte del concierto osciló entre Eros y Tánatos (la pulsión de vida frente a la pulsión de muerte). Convocaba a dos obras sinfónicas alemanas que no difieren ni en temática (la redención conseguida a través de la muerte) ni en estilo, ya que el lenguaje orquestal del bávaro Richard Strauss en sus primeros poemas sinfónicos y posteriormente en sus óperas debía demasiado y era en alto grado heredero de los planteamientos desarrollados por Wagner en sus dramas musicales, sobre todo a raíz de la disolución de la tonalidad dominante en Tristán e Isolda. Precisamente de esta ópera, el "Preludio y la muerte de Isolda" (dos caras de una misma moneda) encontraron una calmada lectura, sin hallarse esa voluptuosidad que sugiere el encrespamiento de la tensión armónica e instrumental a medida que se desarrollan los crescendos de ambos números musicales; en suma, Segerstam no alcanzó en ocasiones el sonido tan inequívoco de la orquesta wagneriana. Aun así, estuvo bien logrado el tratamiento cuasi camerístico de la orquesta en los primeros compases del preludio, con el especial protagonismo de las maderas. El finés supo mostrarse mayormente inspirado en la interpretación del filosófico poema sinfónico Muerte y transfiguración de Strauss (basado en unos versos de Alexander Ritter) a la hora de recrear el clima idóneo en la sala para traducir la historia de un moribundo que rememora toda su vida pasada (las victorias, las decepciones, las pasiones) antes de que, tras un combate encarnizado con la muerte, ésta se lo lleve para siempre. Momento subliminal en el que los acompasados sones del gong preludian la transfiguración del personaje, el sugestivo crescendo final donde toda la orquesta de RTVE brilló en armónica conjunción alcanzando el pathos en un victorioso y apoteósico ascenso hacia la luz.