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Crítica: «Peter Grimes» de Britten en el Teatro Real bajo la dirección de Ivor Bolton

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Autor: Raúl Chamorro Mena
24 de abril de 2021

Se consolida el pedigrí britteniano del Teatro Real

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 22-IV-2021, Teatro Real. Peter Grimes (Benjamin Britten). Allan Clayton (Peter Grimes), Maria Bengtsson (Ellen Orford), Christopher Purves (Capitán Balstrode), Catherine Wyn-Rogers (Auntie), Clive Bayley (Swallow), Rosie Aldridge (Mrs, Sedley), John Graham-Hall (Bob Boles), Jacques Imbrailo (Ned Keene), Barnaby Rea (Hobson), Rocío Pérez (sobrina primera), Natalia Labourdette (Sobrina segunda). Coro y orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. DIrección de escena: Deborah Warner.

   En un año tan emblemático como 1945 y apenas un mes después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, llegó el arrollador despertar, pasados tres siglos de irrelevancia, de la ópera inglesa con el estreno de Peter Grimes de Benjamin Britten, compositor que se convertiría en una absoluta referencia del teatro lírico del siglo XX. La obra plantea fundamentalmente el desprecio, condena y aniquilación por parte de la sociedad del distinto, del marginal. El propio Benjamin Britten lo era, en primer lugar como antibelicista y objetor de conciencia en plena conflagración Mundial, en la que su país tuvo protagonismo esencial y en segundo lugar, como homosexual, conducta que estuvo tipificada como delito en Gran Bretaña hasta los años 70 del siglo pasado. Cierto es que en Peter Grimes no hay ni alusiones homosexuales ni políticas, pero es evidente la identificación del autor con ese carácter diferente del protagonista y su enfrentamiento con la comunidad del pueblo imaginario de Borough -procedente del texto de George Crabbe en que se basa el libreto de Montagu Slater-. Una localidad costera de pescadores muy similar a las del condado de Suffolk de donde era originario el compositor.

Elemento fundamental también en la obra es, por tanto, la dura vida de los pescadores y, asimismo, la importante circunstancia, que ese marginal acosado por la masa no es un personaje precisamente simpático y con el que se identifique el público. Al contrario, es un hombre huraño, desagradable, solitario y amargado, obsesionado con ganar mucho dinero en sus labores de pescador como medio de reafirmación frente a la comunidad que le desprecia y que no duda en valerse de niños procedentes de hospicios como aprendices que, por si fuera poco, perecen bajo su tutela. Poco importa que no sea condenado por la justicia, pues la masa ya lo ha hecho y va a ser implacable. Algo que parece de total actualidad hoy día y de ahí la transposición temporal al presente que plantea la puesta en escena de esta nueva producción. 


   En los últimos años el Teatro Real había alcanzado una «especialidad» en el corpus britteniano, al encadenar grandes éxitos en las representaciones de algunos de sus títulos, pero faltaba la joya de la corona, pues Peter Grimes se había representado en 1997, en la temporada de reapertura del Teatro, pero por parte de las huestes del Teatro Real de la Moneda de Bruselas bajo la dirección musical de Antonio Pappano y escénica de Willy Decker en unas representaciones que alcanzaron un destacado nivel. Para rematar esa especie de «pedigrí britteniano» que ha alcanzado el coliseo madrileño, nada menos que la Royal Opera House Londinense en coproducción con el propio Teatro Real y Operas tan importantes como la Nacional de París y la de Roma, le han confiado el estreno de esta nueva producción de Peter Grimes a cargo de Deborah Warner y su escenógrafo habitual Michael Levine.

   Sin alcanzar el gran nivel de la premiada puesta en escena de Billy Budd (2017), la producción del tándem Warner-Levine funciona perfectamente y no se conforma con exponerlas, pues potencia las cualidades de la obra y su intenso sustrato dramático. Ejemplos de ello son el tono farsesco del prólogo, tan presente en la música, y acentuado con el coro pertrechado de linternas en el jucio de un Grimes postrado en la oscuridad; la resolución de la magnífica escena de la taberna, así como un espléndido acto tercero que culmina con la conmovedora escena final en la que todo parece volver a la más cruda e inhumana normalidad después del suicido de Grimes… Todo ello mediante un muy trabajado movimiento escénico –fabuloso el del coro- y una apropiada caracterización de los personajes.  

   El papel protagonista de la ópera fue destinado, como casi todos los de las óperas de Britten, a su compañero sentimental el tenor Peter Pears, que dejó para la posteridad una inalcanzable creación por inmensa variedad de matices y absoluta interiorización del personaje. En este montaje lo asume el también británico, como casi todo el elenco, Allan Clayton, que proyectó en sala un sonido suficiente, sin especial belleza ni singularidad tímbrica, pero manejado con musicalidad y adecuados acentos. Intensa y muy bien trabajada, sin asomo de histrionismo ni exceso alguno, resultó la conmovedora creación dramática del desdichado protagonista por parte de Clayton, que fue justamente ovacionado por el público. Ellen Orford, la maestra del pueblo, también es distinta y se enfrenta al colectivo, pero sin ese instinto de autodestrucción de Peter Grimes, del que está enamorada y defiende con vehemencia frente a la comunidad, hipócrita e insensible, de Borough. La soprano sueca Maria Bengtsson demostró ser una cantante sensible y comprometida dramáticamente en una caracterización muy creíble y entregada del personaje. En lo vocal destacó su registro agudo, límpido y bien posicionado, si bien afectado de cierta fijeza, por encima de un centro muy justo y un grave totalmente desguarnecido. Su interpretación del aria de filiación pucciniana «Embroidery in childhood» en el tercer acto ejemplificó bien las virtudes de su interpretación y puso adecuado remate a la misma.

   Los secundarios, todos ingleses como ya se ha subrayado, completaron una irreprochable caracterización de sus personajes, plenamente idiomática y con total implicación teatral en la producción, aunque hay que destacar el inusitado relieve, tanto vocal como interpretativo, que le dota Christopher Purves a su Capitán Balstrode. Igualmente, la Auntie de Catherine Wyn-Rogers, de emisión un punto bailona, pero presencia sonora y registro grave muy respetable y que no deja escapar en lo interpretativo ni una sola de sus intervenciones como dueña de la taberna «El jabalí».  


   Apropiadamente odiosa resultó la Mrs. Sedley de Rosie Aldridge y mejor en lo interpretativo que en lo vocal, el Swallow de Clive Bayley que supera los engolamientos y desigualdades de su emisión con una impecable caracterización del hipócrita y taimado personaje. Impecables, asimismo, John Graham Hall y Jacques Imbrailo, que encarnó a Billy Budd en la espléndida producción de 2017.

   Las dos únicas cantantes españolas del elenco fueron unas compenetradas Rocío Pérez y Natalia Labourdette como las dos presuntas «sobrinas» de Auntie, apropiadamente juveniles, sensuales y descaradas, tan insolentes como casquivanas, y que, en lo vocal cumplieron bien en el hermosísimo cuarteto con Ellen y Auntie del segundo acto.

   Notable la dirección musical de Ivor Bolton, especialmente porque creó atmósferas, algo fundamental en esta ópera, garantizó la progresión dramática y la debida temperatura teatral. Cierto es que no pudo superar las carencias de la orquesta y que el sonido de la misma fuera, en general, más bien tosco y vulgar –es probable, además, que los brotes de Covid afectaran a los ensayos-. Esta falta de refinamiento tímbrico, apenas atemperada por una apreciable actuación de las maderas, se puso de relieve especialmente en los prodigiosos interludios marinos y en la passacaglia del último acto. Efectivamente, se perdieron las sutilezas y primorosos detalles de la orquestación de Britten, pero Bolton, que es un maestro sensible, pero sobre todo, profundo conocedor y devoto de la creación de su compatriota, es consciente que la tensión teatral, la carga emotiva y la imbricación entre foso y escena como base del mecanismo teatral Britteniano son absolutamente imprescindibles y deben colocarse por encima de todo,  pues cuando se asiste a una función de esta obra maestra, se debe salir del teatro sobrecogido.

   Espléndida la actuación del coro que, ataviado con mascarillas, asumió convenientemente su protagonismo fundamental como masa cruel y deshumanizada, mediante un sonido poderoso, que llega a ser debidamente amenazante y un titánico trabajo escénico en un montaje que le exige mucho. Buen ejemplo de todo ello resultó la magistral escena de la taberna del primer acto en la que, después de un canto poético y ensoñador por parte de Grimes – «Now the great bear and pleiades»- , la masa entona el fabuloso y vibrante canon «Old John has gone fishing» al que, no sólo es incapaz unirse el protagonista, sino que se vuelve totalmente amenazador contra él.

Fotos: Javier del Real / Teatro Real

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