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Crítica: Evgeny Kissin en el ciclo de Ibermúsica

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
30 de octubre de 2017

EL KISSIN QUE SIEMPRE QUISE VER

   Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 25-X-2017. Ciclo de Ibermúsica. Evgeny Kissin, piano. Sonata n° 29 en Si bemol mayor "Hammerklavier" de Ludwig van Beethoven. Doce preludios de Sergei Rachmaninov.

   Hace casi tres años, asistí en el neoyorquino Alice Tully Hall a un extraordinario recital del genial pianista americano Garrick Ohlsson de músicos rusos: Prokofiev y Rachmaninov en la primera parte, mientras toda la segunda estaba reservada a estudios, sonatas y morceaux de Alexander Scriabin. Al terminar el recital, ocurrió una de esas cosas que solo pasan en Nueva York y que quizás nos convendría “copiar”. El Sr. Ohlsson y el Dean de la Juilliard School, subieron al escenario a mantener un diálogo de una media hora sobre el recital, al que nos quedamos más de la mitad de los asistentes. Garrick Ohlsson nos confesó un secreto: “Hasta hace muy poco tiempo, no me gustaba Scriabin. Lo tocaba pero no sentía nada con él”.

   Tras un nuevo recital en que volvió a experimentar la misma sensación, se quedó apesadumbrado:“¿Cómo puede ser que la música para piano de Scriabin, ante la cual habían quedado rendidos músicos de la talla de Vladimir Horowitz, Vladimir Ashkenazy, Heinrich Neuhaus o Sviatoslav Richter, no me diga nada? ¿Será que la he estudiado de manera superficial? ¿No la he prestado el tiempo adecuado?”. Tras estas reflexiones, decidió que no podía pasar un día más sin enfocarse en Scriabin y lo empezó a estudiar en profundidad, a tratar de entenderlo y a intentar captar lo que esos grandes pianistas del pasado habían encontrado en él. “Ahora puedo decir sin reparos, que también para mí, Scriabin es un compositor genial”.

   Salvando las distancias obvias entre el genial pianista americano y un servidor, con Evgeny Kissin siempre me ha pasado algo similar a lo de Ohlsson con Scriabin. Admiro su enorme calidad técnica, su sonido poderoso en ambas manos y su capacidad para construir obras complejas. Sin embargo, ciertos amaneramientos y muchas lecturas excesivamente “perfectas” que derivaban en excesivamente frías me han alejado de él. Hace poco yo también me hice una pregunta similar: “¿Cómo puede ser que no me guste un pianista de tan alto nivel, al que veneran colegas como la mítica Martha Argerich y a quien el mismísimo “Der Gott” definió a sus 17 años como el pianista de mayor nivel con el que había tocado?” Pero la memoria es tozuda. En los cinco recitales que le he visto –el primero fue en 1996-, por h o por b, nunca me ha convencido del todo. En unos casos, la interpretación de una obra era excepcional -Sonata en Si menor de Lizst - pero la otra no –Preludios de Chopin-. En otras, a unos brillantes y excelente Scherzos chopinianos les había precedido un Beethoven bastante ramplón. Hace tres años en el Beaux Arts de Bruselas, tras unos memorables Estudios de Scriabin, lo tiró todo por la borda en un solo bis, con una Polonesa heróica atropellada, confusa y ramplona. Una nueva sensación agridulce tras otro recital de Kissin.

   Sin embargo, cuando vi el programa que traía esta temporada a Madrid –y que también va a girar por Lisboa, Montecarlo, Paris, Lucerna o Ginebra– pensé que esta vez sí, tendría que ser el día de mi reconciliación con Kissin. El programa era todo un desafío, de una exigencia extrema. Para comenzar, la impresionante Sonata hammerklavier de Beethoven,y en la segunda parte la mitad de los Preludios de Sergei Rachmaninov, ciclo de enorme dificultad y que en nuestros días, si ya es difícil ver programado alguno de ellos de manera individual, el hecho de ver la mitad de la colección en un único recital, es una aliciente por sí solo.

   Y efectivamente, esta vez fue la vencida. En el Allegro inicial, el Sr. Kissin empezó a desplegar sus armas: unos acordes de sonido pleno, unas escalas de digitación prodigiosa, un uso preciso del pedal y una independencia de manos de gran altura. En el Scherzo posterior, puso los puntos sobre las íes tras dos escalas en forte –una hacia el agudo y otra hacia el grave– de perfecta digitación de claridad casi imposible. Confieso que mis reparos iniciales estaban en el Adagio, y sin embargo, fue ahí donde construyó el mejor momento de la noche. Tras unos primeros compases algo superficiales que no hacían presagiar nada bueno, el Sr. Kissin se centró y comenzó una preciosa labor de construcción, casi de orfebre, de una coherencia absoluta en que la exposición de ese Beethoven otoñal, incomprendido en su momento pero absolutamente genial,  era clara y precisa, y la resolución portentosa, ganando intensidad en cada frase. Lástima que ese momento mágico fuera roto por una catarata de toses extemporáneas con que parte del público nos obsequió al terminar el Adagio y justo antes de empezar el Largo con el que arranca el movimiento final. En él, de nuevo Evgeny Kissin volvió a desplegar sus armas iniciales, para dejarnos una Hammerklavier para el recuerdo.

   En la segunda parte teníamos una selección de los Preludios de Sergei Rachmaninov. Dice un gran amigo que a Rachmaninov no lo toca quien quiere sino quien puede. Y Kissin demostró que hoy por hoy es uno de los pocos pianistas –quizás con Boris Berezovsky y Denis Matsuev– que son capaces de tocar estas maravillosas piezas con el magisterio y los medios técnicos necesarios, y además son capaces de sacarles todo su jugo. Comenzó con el famoso Preludio en do sostenido menor, el op. 3 n° 2, donde consiguió un perfecto equilibrio entre poderío, dramatismo e introspección. Después vinieron los primeros siete preludios de la Op. 23. Hubo pulsación precisa y canto irreprochable en el primero, en fa sostenido menor. En el segundo –si bemol mayor- y en el quinto –sol menor– dibujó los ritmos endiablados, las octavas imposibles con una interpretación brillante, llena de poderío y de sonido pleno. Tercero –en ee menor– y cuarto –en re mayor– fueron intensos y con sentimiento. El sexto –en mi bemol mayor– estuvo lleno de un lirismo intimista apasionante, y la exposición y la construcción del séptimo –en do menor– fueron perfectas. Ahí cambió a la Op.32 y en el quinto –en sol mayor– pleno de intensidad y musicalidad se le vio contento, esbozando esa sonrisa que no hubo hasta ahí, pero donde se notaba que estaba gustándose. No bajó el nivel en los tres últimos, los n° 10, 12 y 13 – inolvidable la ejecución del N° 12 en sol sostenido menor donde la claridad y la precisión con que lo expuso nos recordaba a un manantial de agua cristalina fluyendo gota a gota –terminando el recital de manera apabullante.

   Tras el estallido del público y varias salidas a saludar, empezó lo que podemos considerar el tercer tiempo. Seis obras fuera de programa que en su fase inicial estuvieron elegidos de manera coherente a lo que había sido el recital: Beethoven y los rusos. La primera fue el Estudio en do sostenido menor, op. 2 n°1 de Scriabin que sirvió para relajar algo la tensión. Resuelto con serenidad y mucho gusto, las ovaciones nos llevaron a la Bagatela op. 126 n°4, otra miniatura otoñal del sordo de Bonn traducida con soltura y ritmo preciso. El momento cumbre de esta parte, otro más, fue cuando Kissin se lanzó sobre su propia Toccata, llena de ritmos jazzísticos -por momentos te recuerda al Gershwin de la Rapsodia in Blue y por otros a las danzas de Gayaneh de Khachaturian - y que puso el Auditorio boca abajo.

   Parecía que tanto público como intérprete estaban ya al límite y que tras dos nuevas salidas terminaba el recital. Sin embargo, parte del público apretó con los aplausos y el Sr. Kissin se volvió a sentar. Se abrió de nuevo la caja de pandora y desgranó una tras otra la Meditación de Tchaikovsky, el Vals del minuto de Chopin, y el Vals en la bemol de Brahms. Hubo un momento en que parecía que íbamos a seguir dos horas mas. Pero todo tiene un límite y al final nos pudimos volver a casa, tras un recital memorable, el mejor que quien suscribe ha visto jamás al Sr. Kissin, y que sin duda perdurará en nuestra memoria.

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