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Crítica: «La del manojo de rosas» de Pablo Sorozábal en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Raúl Chamorro Mena
12 de noviembre de 2020

Treinta años no son nada

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 10-XI-2020. Teatro de la Zarzuela. La del manojo de Rosas (Pablo Sorozábal). Carlos Álvarez (Joaquín), Ruth Iniesta (Ascensión), Vicenç Esteve (Ricardo), David Pérez Bayona (Capó), Sylvia Parejo (Clarita), Ángel Ruiz (Espasa), Milagros Martín (Doña Mariana), Enrique Baquerizo (Don Daniel), Cesar Sánchez (Don Pedro), Eduardo Carranza (Un inglés). Coro Titular del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Guillermo García Calvo. Dirección de escena: Emilio Sagi.

   Antes de terminar los saludos finales con un público que aplaudía enfervorecido, Carlos Álvarez reunió a su vera a Milagros Martín, la Ascensión del estreno en 1990 de esta emblemática producción y a Ruth Iniesta, que interpreta el papel –alternándose con Raquel Lojendio- en estas reposiciones del montaje de Emilio Sagi. Si los treinta años transcurridos no afectan en nada, al contrario, a la frescura, dinamismo, elegancia y factura visual de la puesta en escena con la que se consagró el director de escena asturiano, que siempre ha demostrado su especial amor al género, cuya impronta lleva en su ADN, qué decir del barítono malagueño Carlos Álvarez. De aquel jovencísimo cantante que debutaba en el Teatro de la Zarzuela como Joaquín, alternándose con el santanderino Manuel Lanza, en el estreno de esta producción, al barítono en plena y doradísima madurez artística que ofreció una soberbia interpretación ante un público como el madrileño que le adora y le ovacionó enfervorizado.


   Pablo Sorozábal, en su inmensa genialidad, toma un género tan típico y fundamental en la Zarzuela restaurada como es el sainete madrileño, agranda sus dimensiones y lo reviste de modernidad aplicando su honda formación musical labrada en Alemania durante años de estudio. El compositor donostiarra acoge, por supuesto, los ritmos populares, irrenunciables en el sainete. De los tradicionales pasodoble, chotis y mazurca a los más modernos Fox-trot, farruca y habanera. Asimismo encontramos motivos conductores, como esa fabulosa melodía de la romanza de Ascensión «No corté más que una rosa» que nos presenta el clarinete ya desde la introducción de la obra.

   No estamos ante la evocación de un Madrid nostálgico que ya no volverá, si no un Madrid de la época del estreno (1934), republicano, con todo su casticismo, en el que no falta la crítica social («que la ropa del obrero se hizo para trabajar y no debe un señorito mancharla para conquistar»), elementos como un feminismo embrionario, el espiritismo, el hablar exagerado e hiperbólico, simbolizado por el magnífico personaje de Espasa y los avances tecnológicos, particularmente los vuelos transatlánticos -uno de los protagonistas, Ricardo, es aviador e incluso decide dejar su relación con Ascensión centrado como está en un próximo raid-.

   La producción de Emilio Sagi, que durante estas tres décadas se ha respuesto en diversas ocasiones en el propio Teatro de la Calle Jovellanos, además de viajar por diversas ciudades españolas y presentarse en capitales europeas de la categoría de París y Roma, nos presenta el barrio de Madrid conforme a las indicaciones del libreto, con una magnífica escenografía de Gerardo Trotti que reúne realismo grandioso, belleza, funcionalidad y ni un resquicio para que nadie hable de cartón piedra ni «caspa». La calle madrileña, que incluye una placa que homenajea a Teresa Berganza –nada más merecido, por supuesto-, el taller mecánico, el bar y la floristería son tales. Algo que se ha convertido en insólito en la mayoría de montajes de las últimas temporadas del Teatro de la Zarzuela, pródigo en deslocalizaciones sin justificar, «adaptación de Fulano», «versión de Mengano». Emilio Sagi sirve a la obra, potencia todas sus virtudes, no se sirve de ella para encauzar extrañas ocurrencias, ni forzadas dramaturgias «paralelas». Elegancia, buen gusto, dinamismo teatral basado en un movimiento escénico bien trabajado y personajes impecablemente caracterizados, se valen de una espléndida iluminación de Eduardo Bravo, del vestuario de Pepa Ojanguren y la coreografía de Goyo Montero, los dos últimos ya desaparecidos, por lo que Nuria Castejón se encargó de la reposición de la misma. Hay que agradecer que ni siquiera la pandemia haya impedido la reposición de esta joya de montaje, cuya reposición periódica debería ser obligatoria. La representación discurrió sin descanso con unos 100 minutos de duración y aunque hubo cortes en los diálogos, fueron escasos, manteniéndose los hilarantes e imprescindibles de Espasa, de manera que se aseguró la perfecta comprensión de la trama.


   Carlos Álvarez, que no sólo participó en el estreno de la producción en 1990, también en una única función de la reposición del décimo aniversario, se mostró, como Joaquín (papel estrenado por Luis Sagi-Vela, a la sazón tío de Emilio Sagi) absolutamente dominador, pletórico y en total plenitud artística. El malagueño volvió a certificar que es un barítono imbatible hoy día en el panorama internacional. El timbre bello, de gran riqueza y tan atractivo como noble empaste baritonal, se paseó por la sala esplendoroso, apoyado en una dicción limpia, una emisión fluida y un fraseo bien calibrado, con acentos siempre nobles y efusivos. La culminación de su interpretación fue una excepcional «madrileña bonita» del acto segundo en la que el malagueño desgranó la exigente romanza, con una facilidad insultante, mientras se lía un cigarrillo, con legato de clase, entrega y rotundos ascensos que provocaron un alboroto en el teatro. Los gritos de «bravo» y peticiones desaforadas de bis continuaron durante una interminable ovación de más de 5 minutos. No hubo bis, pero sí saludos del barítono malagueño desde uno de los balcones del flamante decorado. Impecable también por parte de Álvarez resultó la evocación melancólica de «Qué tiempos aquellos, qué tiempo perdido…» en el sublime dúo-habanera del último acto, un fragmento al que podrán igualar en su sustrato músico-dramático algunos de las óperas más prestigiosas, pero jamás superar.

   Ruth Iniesta participó en el papel de Clarita en la reposición de esta producción en la temporada 2013-14. Recuerdo que la importante presencia sonora me llamó la atención, ya que dicho papel suelen afrontarlo cantantes muy ligeras, cuasi inaudibles. El ascenso a Ascensión, más allá del fácil juego de palabras, certifica la evolución de esta soprano aplicada, responsable y profesional. Si el timbre de la aragonesa mantiene frescura y corre generoso por la sala, no resulta especialmente bello ni personal. Por otro lado, la falta de remate técnico se aprecia especialmente en un registro agudo un punto duro y agrio, en el que el sonido no gira convenientemente a los resonadores superiores. El canto de Iniesta es correcto y se beneficia de una solvente musicalidad, aunque resulta ayuno de variedad y matices. Como intérprete, la soprano zaragozana muestra extroversión y un desparpajo que, sin embargo, conecta más con cierta vulgaridad, que con el garbo y chulería castiza del personaje. Sylvia Parejo se encardina en el tipo de cantante, procedente del musical, sin impostación de cantante lírica y escasa sonoridad, que tanto gusta e la actual dirección del teatro de La Zarzuela y que desde su campamento del «proyecto Zarza» se infiltra en el resto de producciones. Eso sí, en lo interpretativo Parejo transmitió la frescura, arrogancia y desenvoltura de Clarita y conformó una chispeante pareja cómica con el buen Capó de David Pérez Bayona. Aunque en el recuerdo de todos estén los Espasa de Raúl Sender y Luis Varela, hay que subrayar la espléndida creación de Ángel Ruiz, impecable en la dicción, en la intencionalidad de los descacharrantes diálogos de este redicho personaje de lenguaje ridiculamente aparatoso e hiperbólico. Tablas y experiencia sostienen el Don Daniel de Enrique Baquerizo. Solera y veteranía también le sobran a Milagros Martín, en esta ocasión Doña Mariana madre de Joaquín y que ejerce no sólo de nexo imprescindible junto a Alvarez y el propio Sagi del periplo de esta producción, también representa en cierto modo «el alma del género zarzuelístico». Cumplidor, tanto en lo vocal como lo interpretativo, Vicenç Esteve como Ricardo, el aviador más interesado en sus gestas transatlánticas, que en encadenarse a un matrimonio. 


   El rigor y seriedad musical de Guillermo García Calvo, a quien he visto dirigir en el coqueto Teatro de la Opera de Chemnitz una Valquiria con sólo 4 contrabajos y una orquesta limitada de efectivos, se impusieron sobre la desorbitada reducción de músicos en el foso, apenas 23, que obligan a imaginarse la cuerda y nos privan de disfrutar en toda su plenitud, de la magnífica orquestación de Pablo Sorozábal, pues en momentos daba la sensación que ocupaba el foso una especie de banda de Music Hall. Sin embargo, hay que valorar el trabajo del músico madrileño, pues a pesar de las limitaciones, ofreció hermosos y bellos detalles y supo expresar el lirismo evocador del motivo principal –«No corté más que una rosa», que expone el clarinete- ya desde la introducción, así como el tono nostálgico del dúo habanera, la ligereza del pasodoble y los ritmos danzables del Fox-trot y la farruca.  

   Una manifestación-concentración de trabajadores del INAEM tuvo lugar en las puertas del teatro antes del comienzo de la función.

Fotos: Javier del Real / Teatro de la Zarzuela

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