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Crítica: Maurizio Pollini cierra la temporada de piano del Carnegie Hall

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
28 de mayo de 2017

POLLINI Y CHOPIN, BINOMIO INCOMBUSTIBLE

   Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. Carnegie Hall.  21/5/2017. Maurizio Pollini, piano. Obras de Frederic Chopin: Dos nocturnos, Op. 27; Balada n° 3, Op. 47; Balada n° 4, Op. 52; Berceuse, Op. 57; Scherzo n° 1, Op. 20; Dos nocturnos, Op. 55; y Sonata para piano n° 3 en Si menor, Op. 58. Fuera de programa: Balada n° 1, Op. 23

   Si hace unos días hablábamos del neoyorquino Murray Perahia como uno de los nombres claves del piano en el último medio siglo, el Carnegie Hall ha subido un escalón más si cabe, cerrando su temporada de piano con Maurizio Pollini. Con el italiano no hablamos ya de un nombre clave sino de unos de los 5 pianistas más importantes de este tiempo. Aunque en sus 57 (se dice pronto) años de carrera ha interpretado una parte muy grande del repertorio, si hay un autor con el que automáticamente identificamos al milanés es con Frédéric Chopin.

   Su salto a la fama vino de la mano del compositor polaco, cuando en 1960 ganó en Varsovia el primer premio del Concurso Internacional de Piano que lleva su nombre, y otro polaco universal como Arthur Rubinstein, que presidía el jurado, dijo al resto de los miembros: “este chaval toca mejor el piano que cualquiera de nosotros”.

   Chopin ha estado presente en toda su carrera. Con él ha sentado cátedra y lo toca de manera continua. Solo a modo de anécdota, repasando mis archivos, ésta es la decimocuarta vez que le veo. De ellas, solo en tres ocasiones no ha tocado algo del polaco, y en dos fue porque en la gira traía dos programas, uno con música de otros compositores y otro con su  música.

   Con estos antecedentes, alguien se puede preguntar si Pollini tiene algo más qué decir sobre Chopin, que no haya dicho ya. Sobre todo en estas últimas temporadas, cuando los medios ya no son los que eran, y algunas de sus interpretaciones tienden a dejarnos algo fríos. Los recuerdos de sus años de plenitud siguen imborrables en nuestras mentas, e inevitablemente, por más que muchas veces tratemos de olvidarnos de ellos y simplemente disfrutar del momento, no es fácil. Pollini contra Pollini. Su ayer contra su hoy. Algo de eso pasó este domingo.

   Comenzó el concierto con los Dos nocturnos, Op. 27. Eran las primeras obras pero pasaron sin pena ni gloria. Bien tocadas, bien digitadas, pero algo ausentes, con poca alma. Sin embargo, en la Tercera y Cuarta Baladas, nos volvió el Pollini de las grandes noches. Su afinidad con estas obras es legendaria, y bien que lo demostró, sobre todo en la Tercera, en La bemol mayor, donde el contraste entre los dos motivos rítmicos  - el primero punteado, el segundo más suave y relajado, casi sincopado – que se encuentran tras varias octavas de la mano derecha fue de auténtico maestro. La Cuarta, muy bien construida, donde empezó acariciando el piano, tuvo una pequeña pega en la coda. Tocada a una velocidad endiablada, quedó algo borrosa.

   Tras una Berceuse de nuevo algo distante, terminó la primera parte con el Primer scherzo, op. 20, en si menor. Fue el momento del concierto donde el Pollini actual echó más de menos al Pollini de ayer. Los acordes iniciales y las primeras octavas no quedaron claras, y en el desarrollo del tema inicial, el pianista sudó tinta para mantener el enorme tempo que se había impuesto. La preciosa melodía de la sección central fue algo artificial, y en la repetición del tema inicial incidió en lo comentado anteriormente. Sin embargo, la coda donde ralentizó algo el tempo, fue estupenda y nos recordó al Pollini de abril de 2005 en el Auditorio Nacional de Madrid, que con una brillantez y una solvencia insultante, nos dejó una interpretación imborrable.

   Tras el descanso, nos percatamos que no era el día de los Nocturnos, en esta ocasión los Op. 55. El primero en fa menor volvió a sonar ausente, lejos del que sin ir más lejos, hizo el año pasado en este mismo recinto. Se le vio más implicado en el segundo, en Mi bemol mayor, mejor cantado, con más fantasía.

   A continuación, con la Tercera sonata en si menor, el pianista se encargó de demostrarnos que un Maurizio Pollini en decadencia y no al nivel de sus mejores tiempos, sigue siendo un pianista extraordinario y está por encima de la mayor parte de sus colegas. La emoción, controlada, llegó de manera natural. El rigor habitual en el pianista, que le permite edificar las obras con toda la solidez necesaria, surgió de manera pasmosa en una obra más larga que las anteriores, donde le dio tiempo a desarrollar su magisterio. Los tremendos acordes iniciales del Allegro maestoso prometieron, y la interpretación se fue haciendo cada vez más imperial, con un exquisito cuidado por el detalle. Fue especialmente conmovedor el paso de la tonalidad menor a la mayor al término del movimiento. El breve Scherzo fue elegante y límpido, perfectamente digitado, con un sentido de la estructura y de la construcción marca de la casa. En el Largo posterior, tras los acordes iniciales, poderosos y cerrados, Pollini cantó y fraseó de manera especialmente intensa, sin “rubatear” en exceso. Ya lanzado, atacó el Finale con energía desbordante. Acordes, arpegios y escalas salían naturales y el adecuado uso del pedal ayudaba a una ejecución que aunó claridad y trascendencia.

   La excelente interpretación fue correspondida con grandes ovaciones por el público puesto en pie. Pollini salió varias veces a saludar y aunque parecía reticente a dar ninguna obra fuera de programa, al final lo hizo, y ¡cómo lo hizo!

   La Balada en sol menor sonó al nivel de la Tercera que hizo en la primera parte del recital. Cantada con una emoción que casi le hace perder su característico control, y fraseada como en las grandes ocasiones, fue tremenda. Todo un excelente colofón a la enésima repetición del binomio Chopin – Pollini, que visto lo visto, intentaremos repetir cuando haya ocasión.

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