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Crítica: Miguel Ángel Gómez-Martínez dirige «La rondine» de Puccini en la temporada de la Orquesta Sinfónica y Coro de RTVE

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Autor: Raúl Chamorro Mena
27 de mayo de 2019

Culmina la trilogía pucciniana de Gómez Martínez al frente de la ORTVE

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 24-V-2019. Teatro Monumental Cinema. La rondine-La golondrina (Giacomo Puccini). Elena Mosuc (Magda de Civry), Roberto Iuliano (Ruggero Lastouc), Olena Sloia (Lisette), Marius Brenciu (Prunier), Juan Manuel Muruaga (Rambaldo). Orquesta Sinfónica y Coro de Radiotelevisión Española. Dirección: Miguel Ángel Gómez-Martínez. Versión concierto.

   Con esta interpretación de La rondine, el ya director titular saliente de la Orquesta de RTVE, Miguel Ángel Gómez-Martínez, ponía broche a un mini ciclo Puccini en el que ha ofrecido las tres óperas menos conocidas y representadas (Edgar y Le Villi son las otras dos) del genio de Lucca, por descontado, uno de los más grandes compositores para el teatro que han existido. Obligado es, por tanto, el agradecimiento al maestro granadino por tal iniciativa, que junto a otras propuestas líricas, ha enriquecido la programación de la Orquesta de RTVE durante su titularidad poniendo, con ello, de manifiesto su especial afinidad con el mundo de la ópera.

   Si bien la escasa presencia en los escenarios de Le Villi (Milán, 1884) y Edgar (Milán, 1889) se explica por ser sus primeras obras para la escena y en las que aún el genio creativo de Puccini no se había consolidado, sin embargo, La rondine (Montecarlo, 1917) pertenece a su período de absoluta madurez artística y ya con un buen número de obras maestras en su acervo compositivo. Las complejas vicisitudes de su proceso creativo pueden explicar, siquiera en cierto modo, la escasa popularidad y reducida presencia de esta ópera en las programaciones de los teatros.

   En 1912 fallece Giulio Ricordi, figura clave en la carrera de Giacomo Puccini, pues al frente de la legendaria Casa editorial italiana confió incondicionalmente en sus capacidades contra viento y marea. A Giulio le sucede su hijo Tito, cuya relación con el músico Toscano fue más turbulenta o «menos fácil» que la que tuvo su padre Giulio, el más dotado de toda la saga familiar y que llevó a lo más alto a Casa Ricordi. Durante un período de desencuentro entre Puccini y Tito Ricordi, el Maestro atiende una oferta –muy bien recompensada económicamente- de los dirigentes del Karltheater de Viena para que musicara un puñado de números de un libreto de la pareja Alfred Maria Wilner y Heinz Reichert, libretistas habituales de Franz Léhar. La adaptación del texto con pasajes hablados, como es norma en el género de la opereta, fue encargada a Giuseppe Adami. Enseguida Puccini, no sin antes componer un par de números musicales, entre ellos la famosa aria «Chi il bel sogno di Doretta», asumió que el mundo de la opereta no era el suyo y decidió renunciar.


   Los Vieneses no aceptaban resolver el contrato con lo que se acordó transformar lo que iba a ser una opereta en una ópera lírica de carácter ligero. Los problemas de la transformación del texto a lo que se añadió el estallido de la primera Guerra Mundial, conflicto en el que Italia entra en el año 1915 convirtiéndose en enemigo del Imperio Austrohúngaro complican aún más el asunto, toda vez que la comunicación con los libretistas vieneses devino imposible y el contrato con los editores austríacos, ahora enemigos, todo un inconveniente. Finalmente, La Rondine se estrena en el Principado neutral de Mónaco, Opera de Montecarlo, con un elenco de relumbrón, Nada menos que la soprano Gilda dalla Rizza, el tenor Tito Schipa y el director de orquesta y compositor Gino Marinuzzi. Inicialmente la obra tuvo mucho éxito, pero fue inmediadamente decayendo (en Italia no levantó el vuelo) y quedó lejos de entrar en el repertorio habitual de los teatros, si bien en los últimos años está disfrutando de cierto renacimiento.

   Cierto es, que el resultado final se resiente de su origen híbrido, la permanencia de elementos operetescos, especialmente en el acto segundo, terreno poco afín al maestro, también de la forzada transformación del libreto de un género a otro y la renuncia –por supuesto a un final trágico- pero tambien al final feliz. Puccini tenía claro que los protagonistas no podían terminar juntos, pero nunca estuvo contento con el desenlace (de hecho realizó transformaciones y pueden contarse hasta tres versiones de la obra), por resultar la separación de la pareja un tanto precipitada y sus razones poco sólidas e insuficientemente evidentes para el público, además de no corresponder ese triste final con la tinta ligera y desenfadada de la obra hasta ese momento. Dicho esto, se antoja injusto el arrumbamiento que sufre La Rondine, puesto que la orquestación refinada, elegantísima y colorista del Maestro y su inspiración melódica, que aparece en no pocos momentos, merecerían mucha mejor suerte, por no hablar de lo tremendamente injusto que es ese sambenito que le colgaron de «Traviata de los pobres», dada la similitud argumental con la obra maestra verdiana. Fragmentos como la citada aria de Magda (la más popular de la obra), el aria de Ruggero del acto primero «Parigi! É la città dei desideri», el gran cuarteto con coro del segundo acto «Bevo al tuo fresco sorriso» y el espléndido dúo final son impecables ejemplos del talento Pucciniano.

   Miguel Ángel Gómez Martínez puso en juego sus indudables oficio y experiencia en una dirección musical competente, de buena factura, pero que no logró resaltar en todo su esplendor las primorosas tímbricas, el colorido, los detalles, de tan exquisita orquestación.


   Una introducción un tanto aparatosa y acelerada, momentos de exceso de decibelios -especialmente en las escenas festivas y de masas del acto segundo, así como en el espléndido cuarteto «Bevo al tuo fresco sorriso», de brillante ejecución, pero con demasiado aparato sonoro, excesivo para los cantantes- junto a otros en que afloraron sus capacidades como acompañante y concertador, así como su sentido teatral, sellaron una dirección musical solvente pero no más allá. Cumplidor el coro en sus intervenciones del segundo acto.

   La estrella del reparto vocal era, sobre el papel, la soprano de origen rumano aunque afincada en Suiza, Elena Mosuc, con presencia habitual, hasta hace nada en los grandes teatros. Con mucha diferencia fue la mejor, pues aunque su voz acusa claro desgaste con un centro muy erosionado y un grave inexistente, la zona alta conserva, no sin cierta acritud y alguna oscilación, timbre y proyección. Asimismo, demostró ser una cantante de escuela, que mantiene control y capacidad para filar y flotar el sonido como demostró en «Chi il bel sogno di Doretta», que obtuvo una importante ovación del público. Sus modos de vocalista distanciada, su falta de variedad en los acentos y escaso dominio del canto conversacional pucciniano rebajan la nota, pero no se puede negar el fraseo compuesto, las dinámicas, el concepto de la línea y la musicalidad de Mosuc, que culminó la ópera con un la agudo filado mantenido varios compases, una nota, quizás no perfecta, pero de valía. La repentina cancelación del tenor previsto, Carl Tanner, fue solventada por el milanés Roberto Iuliano, absolutamente desimpostado, esforzadísimo y muy tensionado en los ascensos y de línea de canto dislocada, pero que salvó la representación con entrega y profesionalidad. Mejor colocada la voz del también tenor Marius Brenciu como el poeta Prunier, aunque no demostró un canto muy refinado, además de prodigar algún falsete que atentó contra el oído. Tanto él como Elena Mosuc fueron los únicos que cantaron sin apoyo de partitura. Hay que acabar de una vez con los cantantes «leyendo la cartilla» en las versiones en concierto, incluidos secundarios que apenas tienen dos o tres frases y no levantan la vista de la partitura. Por su parte, Olena Sloia ofreció sonido muy limitado de presencia y alguna nota desabrida en una Lisette de escaso relieve. Opaco, engoladísimo y sin proyección alguna el Rambaldo de Juan Manuel Muruaga. Muy flojos los secundarios.  

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