CODALARIO, la Revista de Música Clásica
Está viendo:

Crítica: Las últimas 'Bodas de Fígaro' de Harnoncourt en Viena

  • Comparte en Facebook
  • Comparte en Twitter
  • txcomparte_whatsapp
Autor: Alejandro Martínez
9 de marzo de 2014

LAS ÚLTIMAS BODAS DE HARNONCOURT

Por Alejandro Martínez

08/03/2014. Viena. Theater an der Wien. Mozart: Le nozze di Figaro. A. Schuen, M. Eriksmoen, B. Skovhus, Ch. Schäfer, E. Kulman, I. Raimondi, Ch. Gansch, P. Kálmán, M. Peter, Concentus Musicus Wien. Dir. musical. Nikolaus Harnoncourt

   Nada más atacar la obertura de Las bodas Fígaro el oyente se sumerge en otro mundo, el de la música sublime, inefable, el de la comunicación universal que no conoce ni espacio ni tiempo. Puede que estemos ante la mejor partitura de la historia de la ópera. Palabras pomposas quizás, pero que dan cuenta de un hecho: la inquebrantable vigencia de la música más genial, como es siempre el caso de las partituras de Mozart. Todavía más cuando se escuchan bajo la batuta de un genio como Harnoncourt. El genial director austriaco decidió encerrarse con su orquesta y con un equipo de cantantes, algunos más jóvenes y dúctiles y otros con más oficio y aprendido estilo, para recrear en un solo mes y por dos veces, la trilogía Da Ponte de Mozart. Por desgracia no se han representado seguidas, al modo de las jornadas del Anillo wagneriano, por lo que sólo tendremos ocasión de acercarnos a uno de estos tres títulos. Antes de la función, pudimos ver los vídeos de los ensayos en una sala habilitada a tal efecto y volvimos a comprobar ese fascinante personaje que es Harnoncourt, desbordante de expresividad, derrochando siempre una pasión sin fisuras por estas partituras. Los cantantes, entre boquiabiertos y fascinados, parecían conscientes de estar recibiendo una gigantesca lección magistral. Pocos son los afortunados que pueden gozar del regalo de preparar estas tres partituras con Harnoncourt, que las conoce al dedillo desde hace décadas.

   La solución escogida no es exactamente la de una mera representación en concierto. Comenzando por la disposición de la orquesta, que no se sitúa semi-escondida en el foso, sino que se dispone a la misma altura que el patio de butacas, debajo de la boca del escenario. Además, en escena se dispone una somerísima escenografía (tres paredes con retratos de los personajes/cantantes), un levísimo atrezzo (apenas unas sillas) y un mínimo vestuario (cada personaje queda así mínimamente caracterizado, más allá de las convenciones de una gala en concierto). La solución en conjunto nos pareció bien lograda porque permitía una comunicación teatral muy natural entre los intérpretes, aunque no hubiera una concepción escénica de conjunto como tal. No nos encontramos pues ante una versión escenificada pero tampoco ante una versión en concierto en su más estricta expresión. Seguramente esta opción no nos hubiera convencido tanto de no tratarse de Mozart, un autor donde como nunca antes había sucedido, el texto y la música, la escena y el foso, se funden para ser una misma cosa. La reforma iniciada con Gluck llegó a su máxima expresión en este sentido con la trilogía Da Ponte, precisamente un conjunto de obras donde el enredo teatral, amalgamado con el desarrollo de temas y melodías, permitió ahondar en la consideración dramática de los personajes como nunca antes, sobrepasando convenciones y arquetipos y ofreciendo al espectador la sensación de asistir no a la representación fingida de un drama sino a una ejecución preñada de verdad, donde no hace falta aproximar la verosimilitud, porque gracias a esa música ya estamos más allá de ella. Sólo así se explica que pueda hacerse creíble el enredo de puertas y estancias del primer acto sin que ante nuestros ojos nadie se esconda de hecho detrás de puerta alguna.

   Esta obra, que había sido precisamente estrenada en Viena, en el Hofburgtheater, el 1 de mayo de 1786 y bajo la dirección del propio Mozart, encuentra en Harnoncourt no una aproximación jovial, fresca y desenvuelta, sino la de quien mira ya con unos ojos profundos, penetrantes y saltones como los suyos. Estamos ante unas Bodas cargadas de ironía, de melancolía, de desengaño, y plagadas de claroscuros. Comedia y tragedia se suceden con una naturalidad que asombra. Y todo eso lo consigue comunicar Harnoncourt sin aspavientos, con un gesto a veces adusto pero siempre inconfundible, firme y transparente. Por otro lado, hace mucho que superamos ya la sopresa ante la ejecución de estas partituras bajo criterios historicistas. De hecho, de algún modo fue Harnoncourt, junto a otros popes de la cuestión como su colega Leonhardt, el padre de esta criatura que llamamos historicismo, y que ha dejado ya hoy de ser una revolución en la ejecución musical para pasar a formar parte del canon interpretativo y asignatura obligada en la formación musical mejor reglada (no es el caso de España, dicho sea de paso). La versión musical que Harnoncourt sirve de las Bodas había sido un tanto discutida en anterior ocasiones. En concreto, fue polémica su dirección de este título en el Festival de Salzburgo en 2006, por recurrir a unos tiempos a veces caprichosos, demasiado lentos, en busca de una expresividad de la que sin duda Harnoncourt estaba, y está, convencido. No es su batuta tendente en modo alguno a epatar recurriendo al recurso fácil. Y tampoco se antojan sus dinámicas e inflexiones fruto del capricho. Un simple vistazo a la partitura anotada que quedó dispuesta en su atril durante el intermedio de la representación daba buena cuenta de lo estudiado y calculado de su enfoque, habida cuenta de la casi infinita sucesión de anotaciones, subrayados y recordatorios.

   En el foso se disponía, como no podía ser de otra manera, el Concentus Musicus Wien. Esta formación, fundada por el propio Harnoncourt allá por 1953. En esta ocasión los tiempos fueron menos extremos y en todo momento Harnoncourt derrochó arte desde el primer al último minuto. Ya en la obertura nos enganchó con un juego dinámico bien dispuesto, vibrante al tiempo que lírico, espléndido. En nuestra memoria quedarán, por ejemplo, la orfebrería con que manejó algunos concertantes, tanto el que cierra el segundo acto como el que remata la ópera, un concertante final donde se diría que Rossini habita ya, como agazapado. Harnoncourt brilló sobremanera en las páginas más líricas, como el acompañamiento a la página de Barbarina, el “Canzonetta sull´aria” de Susanna y Marcellina, las dos introducciones a las arias de la condesa (Porgi amor y Dove sono) o ese clímax absoluto que es el “Contessa perdono”. Toda la música ligada a Fígaro estuvo servida con idéntica maestría, resaltando ese tono marcial y cómico de “Non più andrai” y la envenenada ironía del “Se vuol ballare”. Impresionante versión musical de principio a fin, con una formación orquestal que respondió irreprochable y genial en todo momento. Por lo que pudimos saber al finalizar la representación, entre bambalinas el propio director se había dirigido a los miembros del reparto para hacerles saber que esa función iba a ser la última ocasión en que tomase la batuta para dirigir Las bodas de Fígaro. De tal modo que esta tanda de versiones en concierto de la trilogía Da Ponte suena a despedida y serán cada vez menos las ocasiones en las que Harnoncourt suba al foso para dirigir ópera. Todavía este verano podrá disfrutarse con él en Salzburgo, donde tomará las riendas de Fierrabras de Schubert.

   Dos voces jóvenes, Andrè Schuen como Figaro y Mark Eriksmoen como Susanna, dejaron lo mejor de la noche. El primero lo tiene todo para hacer una trayectoria importante si mide sus compromisos con inteligencia. A un material bien timbrado y de color apreciable, emitido con suma ortodoxia, se suma una notable desenvoltura para recrear con facilidad la compleja escritura vocal de Mozart, engañosa como pocas. Bordó tanto el “Non più andrai” como el “Se vuol ballare”. Un punto más de desenvoltura e intención en los recitativos y sería ya un cantante de primera. La segunda, la joven soprano sueca Marik Eriksmoen, si bien es cierto que dotada de un instrumento más propio para una Zerlina que para una Susanna, se mostró brillante durante toda la noche. La emisión es limpia y firme, si bien el timbre se antoja algo impersonal. Cantante muy musical, destaca sobre todo por la contrastada teatralidad con la que fue desgranando su papel.

   La pareja de condes no fue lo mejor de la noche, desde luego. Bo Skovhus siempre ha tenido un estropajo por voz, con esa colocación imposible y ese timbre constantemente destimbrado y hueco. Es cierto que tiene cogido el papel, a base de haberlo trabajado en repetidas ocasiones con Harnonocurt, pero es igualmente cierto que su dicción en italiano no ha mejorado un ápice en décadas, siendo todavía hoy ininteligible en buena parte de los recitativos. El destrozo en el “Vedró, mentr’io sospiro” fue más que notable. Christine Schäfer anunció una leve indisposición al comienzo y lo cierto es que mostró una voz irregular, algo agria en toda la emisión, titubeante aquí y allá, aunque con más fortuna en el tercio agudo de lo que cabía esperar. No tiene su instrumento la carnosidad, redondez y color que asociamos con una soprano lírica pura mozartiana. Schäfer es más bien una ligera que ha cumplido ya varias décadas de trayectoria y ha ganado algo de cuerpo en el centro, pero poco más. Como decíamos, resta el estilo, eso sí, aunque sorprendió que ejecutase toda su papel partitura en mano, recurriendo a ella una y otra vez. En contraste, seguramente la cantante más intachable, la más segura, la más madura y, en suma, la que mejor comunicación supo mantener con Harnoncourt, fue Elisabeth Kulman como Cherubino. Emocionante su diálogo con la orquesta en las dos páginas, llamémoslas joyas directamente, que Mozart escribió para su parte: “Non so più cosa son” y “Voi che sapete”. Supo además cargar de intención y expresividad sus intervenciones en los recitativos.

   Ildiko Raimondi, en la piel de Marcellina, aunque ya con un timbre generalmente desguarnecido, sorprendió para bien bordando la coloratura de “Il capro e la capretta”. La Barbarina de la joven Christina Gansch fue irreprochable. Hizo lo que se esperaba que hiciera: emocionar con esa joya que es el “L’ho perduta, me meschina”, aún más si cabe arropada por un Harnoncourt acariciador, sedoso, epidérmico. A pesar de unos modos un tanto toscos, resultó muy logrado y teatral Peter Kalman en su doble labor de Bartolo y Antonio. Su “vendetta” del primer cuadro fue ovacionada más por lo expresivo que por lo vocalmente descollante. Menos entusiasmos levantó el tenor Mauro Peter en su doble faceta de Basilio y Don Curzio. Habría que verle prestando voz a Don Ottavio, como hará próximamente, para abundar en un juicio más medido.

   Y es que con estas mismas voces reseñadas, salvo algún ligero cambio (Maite Beaumont se sumará como Donna Elvira), se interpretará en los próximos días Don Giovanni (17 y 19 de marzo) y Cosí fan tutte (27 y 29 de marzo). Así, por ejemplo, Andrè Schuen pasará de ser Fígaro a ser Don Giovanni, Christine Schäfer cambiará los ropajes de la Condesa por los de Donna Anna y Mari Eriksmoen hará lo propio pasando de Susanna a Zerlina.  

   Finalmente, permítanme comentar un detalle de la biografía de Harnoncourt que engrandece todavía más, si cabe, su trayectoria como músico. Todavía hoy su esposa, Alice Hoffelner, hoy Alice Harnoncourt, se sienta en los primeros atriles de los violines, sesenta años después de haber fundado con su esposo esta formación. ¿Se imaginan compartir sesenta años de vida al lado de un genio como Harnoncourt? Seguramente no sería tal genio sin la presencia de esa violinista a su lado.

Foto: Werner Kmetitsch / Theater an der Wien

  • Comparte en Facebook
  • Comparte en Twitter
  • txcomparte_whatsapp

Compartir

0 Comentarios
Insertar comentario

Sólo los usuarios registrados pueden insertar comentarios. Identifíquese.

<< volver

Búsqueda en los contenidos de la web

Buscador

Newsletter

Darse alta y baja en el boletín electrónico