Por Aurelio M. Seco / @AurelioSeco
Valery Gerviev ha conseguido un milagro sonoro con la Orquesta del Mariinsky, un conjunto extraordinario se mire por donde se mire. Algún mérito tiene también la tradición musical rusa, en la que está embebido el propio Gergiev y la orquesta. «Lo ruso», frente a «lo europeo» va ganando terreno —y no sólo en música— por su ideas claras y un respetuoso sentido de la tradición, en la idea de que buena parte del pasado es importante, incluso mejor, y hay que darle continuidad y no romperlo ni darle carpetazo ni disfrazarlo con ingenuidades ni modernidades, historicismos restrictivos, conceptos equivocados de lo políticamente correcto, burdas metafísicas e ingenuos espiritualismos. Es la Rusia de Vladimir Spivakov, de la Filarmónica de San Petersburgo, de Yuri Temirkánov, de Mikhail Pletnev, que es un genio absoluto del piano, de Sokolov; también de Denis Matsuev, Evgeny Kissin, Boris Berezovsky, Sergey Dogadin, Nikolai Lugansky y Daniil Trifonov. Entre «lo ruso» y, con sus diferencias, está hoy buena parte de lo mejor si hablamos del arte de poner en sonidos las partituras.
En su gira española la Orquesta del Mariinsky visitó las Jornadas de Piano «Luis G. Iberni» con su director titular y un programa difícil y de gran enjundia sinfónica, en el que se interpretó el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy y Una vida de héroe de Strauss, partituras muy conocidas y trabajadas por los músicos y el director, algo que siempre viene bien en gira, ya que no sólo hace más fácil la preparación de los numerosos conciertos sino que permite al público disfrutar de versiones refinadas con los años de experiencia.
No todas las orquestas suenan igual. ¡Por supuesto qué no! Es justo lo contrario, pero algunos sonidos son meritorios y otros vulgares, por diversos motivos, a veces técnicos, otros ideológicos. Hay principios sonoros que resultan imposibles de conseguir para ciertas orquestas, incluso de gran nivel, y que ésta del Mariinsky lleva incorporados como base de forma natural. Decía Barenboim hace un tiempo que dirige pocas orquestas porque cuando se pone delante de una necesita que ciertos preceptos estén claros antes de que comience el ensayo, en el que ya se trata de pulir los detalles más difíciles, de poner el toque maestro. Porque no es cierto que dé tiempo a todo en la vida. Hay que administrarlo con inteligencia, sobre todo el de grandes músicos como Daniel Barenboim o Valery Gergiev. Aldo Ceccato me confesó un día, hablando de Herbert von Karajan, al que conoció personalmente, que el maestro alemán, uno de los más importantes de la Historia, no había perdido ni un solo segundo de su vida hablando de cosas triviales o desenfocado de su trabajo como director de orquesta. En los años en que mantuvieron relación nunca le vio hablar del tiempo, de fútbol o de cualquier otra cosa que no fuese su trabajo.
Gergiev es uno de los pocos maestros capaces de realizar hoy una obra personal, propia, algo difícil cuando hay que lidiar con egocentrismos, vanidades, intereses y opiniones de músicos, gestores, políticos, críticos…; y lo fundamental: enfrentarse a la partitura con conocimiento de causa. Qué enorme elocuencia muestra la Orquesta del Mariinsky en manos de su titular, y qué sonoridad tan enérgica y densa, profunda, sedosa y atractiva.
Se notó mucho la diferencia con la blanquecina y, aunque entusiasta, un tanto insípida y hasta cierto punto superficial sonoridad de la Joven Orquesta Gustav Mahler. Se pudieron comparar ambos sonidos y calidades en pocos días, al coincidir en gira por nuestro país, y no pudimos evitar hacer la analogía con la situación política actual, en la que Rusia se muestra cada vez más poderosa y segura de si misma, mientras Europa parece estar diluyéndose en sus complejos, ineficacias e inseguridades. La Gustav Mahler es una orquesta de jóvenes, claro está, pero las inconsistencias de afinación e interpretativas nos sorprendieron en un conjunto fundado por Claudio Abbado. La versión de Jonathan Nott de la Tercera sinfonía de Mahler, de un innegable mérito, no fue tan exigente como hubiéramos deseado. Nott parecía conformarse con la energía y entusiasmo que los numerosísimos jóvenes componentes del conjunto ofrecían de forma natural y generosa, pero para nosotros no fue suficiente. ¡Diez contrabajos tenía la Gustav Mahler!, que no sonaron ni la mitad de consistentes y expresivos que los de la rusa, orquesta muy bien situada incluso sobre el escenario, con los contrabajos y trompas a la derecha, como Celibidache manda, con razón. Qué maravilla de sonido el de los violonchelos del Mariinsky. En toda la orquesta se respira una disciplina férrea y respeto absoluto por la figura del maestro y, ni el director pone los ojos en blanco ni los músicos miran al cielo buscando el espíritu de la música ni se invoca otro espíritu que el propio sonido y su materialización, emanado de los sonoros y expresivos resoplidos de Gergiev, que nada tienen que ver con la inspiración sino con el lenguaje. No sobran gestos, ni sonrisas, ni posturas. En el Mariinsky la música parece un arte serio, un arte en fin, sin ornamentos vacuos: música de partitura hecha sonido a través del criterio de un gran maestro constructor y su equipo de grandes artesanos del sonido, empezando por el concertino, Lorenz Nasturica-Herschcowici, director él mismo y solista de enorme prestigio que, Stradivarius en mano, dio una lección de cómo tocar el violín, con el gesto justo y un sonido fulgurante, pleno, poderoso, en Una vida de héroe de Strauss.
En el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy el sonido de la cuerda, penetrante como pocos, difuminó de forma maestra las ansiedades del fauno griego. La versión tuvo además el mérito de la lentitud, que es un grado en la dirección de orquesta muy difícil de conseguir. Les recomiendo escuchar la Novena sinfonía de Bruckner que Gergiev ha grabado con la Filarmónica de Múnich. Se nota la mano de un director sabio que tiene mucho que decir en un repertorio tan difícil como el bruckneriano. Después está cómo se dicen las cosas lentamente, sin que decaigan. Y el uso del vibrato sin complejos, afectaciones ni contemplaciones. La energía y el fraseo del Mariinsky no decaen. La música suena siempre viva y enérgica, y aunque los músicos, por ejemplo el oboe principal, lleven sus respiraciones al límite, sus melodías se sienten consistentes, expresivas y vividas con pasión. En la segunda parte, Una vida de héroe, op. 40, de Richard Strauss, vino a corroborar todo lo expresado hasta aquí. La impresión general de la versión fue de una brillante solvencia, dejando momentos estelares en unos metales de impresión. Qué fuerza desprende Rusia a través del Mariinsky, una fuerza aplastante, de referencia.
Daniil Trifonov transmitió sensaciones algo diferentes y, hasta cierto punto, contrastantes. Desde que obtuvo el Gran Premio en el Concurso Internacional Chaikovski (entre otros importantes galardones) su carrera no ha parado de crecer, en un vertiginoso ascenso internacional que le ha situado en la cima de los pianistas del presente, a nivel mediático y por calidad, aunque a veces su carrera nos parece que va un poco precipitada. Observamos esto al ver su versión de la Sonata nº 18 de Beethoven ofrecida este año en el Carnegie Hall, a nuestro juicio excesivamente nerviosa y poco apropiada para el genio de Bonn. No es tan delicada, pizpireta y nerviosa esta música, que aquí parece un poco cogida por los pelos. En general, Trifonov toca con admirable precisión, pero no pocas veces con un fraseo un tanto aséptico, convencional.
Lo mismo sucede con el concepto sonoro ofrecido en su interpretación del Primero de Rajmáninov, un tanto excitado, alejado de la profundidad y de la dialéctica -magistral- de Pletnev, de la poderosa homogeneidad de Matsuev, de la magia, el volumen y calidad de sonidos y creativo fraseo de Jorge Luis Prats, o de la feliz unión entre poesía y virtuosismo que hay en el pianismo de Josu de Solaun. Trifonov toca apasionadamente, aunque por su técnica el sonido no emane con la misma intensidad del piano. Sí emanaba el de la orquesta, que a veces parecía el solista. Pero no nos equivoquemos por las comparaciones establecidas, el Primero de Rajmáninov es obra dificilísima, y el pianista ruso lo tocó sin mácula, como un auténtico virtuoso del instrumento, de forma enérgica, brillante, eficaz.
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