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Crítica: Riccardo Chailly, con Anna Netrebko, Yusif Eyvazof y Luca Salsi en el 'Andrea Chénier' en La Scala de Milán

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Autor: Raúl Chamorro Mena
21 de diciembre de 2017

ANDREA "CHAILLY"

   Por Raúl Chamorro Mena
Milán. 16-XII-2017. Teatro alla Scala. Andrea Chénier (Umberto Giordano). Yusif Eyvazof (Andrea Chénier), Anna Netrebko (Maddalena de Coigny), Luca Salsi (Carlo Gérard), Annalisa Stroppa (La mulata Bersi), Mariana Pentcheva (La Contessa di Coigny), Judit Kutasi (La vecchia Madelon), Carlo Bosi (Un “incredibile”), Gabriele Sagona (Roucher), Constantino Finucci (Il Romanziero Pietro Fléville), Francesco Verna (Il sanculotto Mathieu). Gianluca Breda (Fouquier-Tinville), Manuel Pierattelli (L’abate). Cuerpo de baile, coro y orquesta del Teatro alla Scala. Director Musical: Riccardo Chailly. Director de escena: Mario Martone.

   Confieso que viví esta función especialmente emocionado al poder disfrutar en vivo de la magnífica orquestación de Andrea Chénier en todo su esplendor, así como una representación globalmente magnífica de esta gran ópera de Umberto Giordano en el teatro más legendario e importante del mundo.  Una obra que ha sucitado y suscita el desprecio de algunos sectores de la intelligentsia y, cómo no, del siempre irredento filosnobismo, algo que comparte con la mayor parte de la creación de la “Giovane Scuola”, excepto quizás Puccini, porque con Puccini no se atreven. Sin embargo, Gustav Mahler apreciaba mucho Andrea Chénier y la dirigió en Hamburgo en 1897, un año después de su estreno, e hizo lo propio con Fedora en Viena. De siempre, se suele encuadrar el Chénier en el repertorio llamado verista, pero en opinión de quien suscribe no es apropiado, empezando porque tampoco termina de ver claro el término verismo, aunque todos lo admitamos y nos entendamos con el mismo para englobar el período del melodrama italiano que va desde finales del siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX. Mucho más adecuada me parece la expresión “Giovane Scuola” en la que se encuadrarían Puccini y los llamados veristas. El asunto es más complejo de lo que parece y aunque hay unos elementos que claramente identifican este repertorio ligado a la literatura naturalista, hay muchos matices entre los distintos compositores y obras de este período. Concretamente, Andrea Chénier, es en opinión del que suscribe, un melodrama tardorromántico, que, efectivamente, tiene algunos elementos de los que se identifican con la llamada escuela verista-naturalista.

   El Maestro Riccardo Chailly volvía a enfrentarse en la sala del Piermarini a una obra que tanto ama, después de haber conducido en 1985 las últimas representaciones de la misma en el Teatro alla Scala, recinto donde vió la luz en 1896. En este retorno a la obra, el milanés, en plena madurez artística, depura totalmente su versión, desbroza la partitura y ofrece una labor deslumbrante, de una belleza y factura musical totalmente apabullantes, desde la convicción total de quien cree plenamente en sus calidades. De este modo, desde el más riguroso control, desde la más precisa organización, la orquesta, siempre vibrante, con un sonido refinadísimo, bellísimo y transparente (espléndida la traducción de los minuetos y gavottas del primer acto que evocan el settecento), narra y contrasta, expone con toda su intensidad, asimismo, los momentos de pasión amorosa, subraya los pasajes de despliegue melódico, acompaña, sostiene y estimula el canto; todo ello con una tensión teatral que no decae en toda la representación. Bien es verdad, que algunos momentos puntuales agradecerían un mayor “desmelene” y que el estrictísimo control puede antojarse demasiado inflexible cuando, incluso, no se permite aplauso alguno después de arias y dúos tan emblemáticos como los que colman esta ópera, que se representó en dos bloques, primero y segundo acto-descanso-tercero y cuarto, ofrecidos los actos de cada bloque sin solución de continuidad. Cierto es que con ello se aseguraba, como así ha expresado Chailly, el continuum dramático de la representación, pero no es menos cierto que el público debería ser soberano y que pueda liberar esa pasión tan propia del mundo de la ópera es siempre positivo y añade gran calor a cualquier función. Desde luego, no existirá en la historia de la lírica testimonio de un Chénier en que no se aplauda “Un dì all’azzurrio spazio”, “Nemico della patria” o “La mamma morta”.  En cualquier caso, peccata minuta ante labor tan fabulosa como la firmada por el actual titular del templo Scaligero.

   Desde que se anunciara la programación de la obra de Giordano como apertura de temporada y protagonizada por el tenor Yusif Eyvazof, esposo de la gran diva actual Anna Netrebko, afloraron dudas sobre cuál podría ser el rendimiento del tenor azerbayano en papel tan mítico, atribuyéndose su presencia a la influencia de su consorte. Sin embargo, el resultado final ha sido satisfactorio y es más, todo un ejemplo de lo que se puede lograr con trabajo, humildad y afán de superación. Una labor cincelada durante meses bajo la égida del maestro Chailly, siempre con las premisas de buscar la modulación, el sentido de la línea y alejarse de lo estentóreo y la exageración. De tal forma, Eyvazof completa una interpretación de mérito, jamás vocifera, nunca fuerza, en un Chénier siempre cantado. Desde luego que no estamos ante una voz seductora, aunque sí suficientemente timbrada, ni con esas notas con gran pegada y mordiente, ni esos agudos squillanti que impactan en sala. Tampoco el intérprete posee el carisma que uno espera en un protagonista de este calibre, pero delineó con gusto y sentido musical ese rosario de pasajes hermosísimos y frases memorables -que cualquier tenor sueña con cantar sobre un escenario- de su parte brillando más en los momentos de poeta que en los de soldado culminando en el último acto con un notable “Come un bel dì di maggio”

   Pletórica, por su parte, Anna Netrebko que se mostró muy sobrada en el papel de Maddalena de Coigny, con ese sonido estereofónico, envolvente, sombreado, puro terciopelo; de una belleza y singularidad tímbrica sin parangón hoy día. Hasta el último de los presentes en el teatro siguió absorto y embobado los relatos de Maddalena (“Eravate possente” y “La mamma morta”) narrados por Netrebko con ese carisma simpar, por no hablar de la conmoción creada por sus gritos desgarradores “Andrea! Andrea! Rivederlo!” en la escena del juicio cuando Chénier es condenado a muerte. Asimismo, vemos sobre el escenario esa evolución de la muchacha frívola de vida fácil y despreocupada del primer acto, a la mujer desvalida y atemorizada que ha conocido la miseria, pero también el amor, un amor que la situación histórica, la revolución, el terror, impedirá que pueda plasmarse en la tierra, haciéndolo en el más allá. Un amor en el concepto puro y metafísico, de filiación Tristaniana, no en vano Giordano realiza una referencia al famoso acorde de Tristán al final del tercer acto. Maddalena decide inmolarse con su amado condenado a muerte y marchar con él hacia esa dimensión donde podrá cristalizarse su pasión amorosa culminando la ópera con esa catarsis que supone el incandescente dúo final en el que una arrolladora Netrebko junto a Eyvazof lograron un final flamígero que puso el teatro boca abajo (“La nostra morte è il trionfo dell’amore” “Viva la morte insieme!”).

   El papel de Carlo Gérard es el más sustancioso psicológicamente de la ópera, con una evolución fascinante. De ese criado del comienzo que combina el odio a esa casa en la que ha servido desde que nació y el mundo que representa, con el amor por Madalena de Coigny, hija de la condesa, al revolucionario desilusionado, frustrado por esa espiral de terror a la que se ha llegado (“Ah, la rivoluzione i figli suoi divora!”) y que en su condición de “héroe del pueblo”utiliza su poder no para conseguir sus ideales de “Libertad, igualdad y fraternidad” si no para lograr su amor por Maddalena eliminando a su rival Andrea Chénier (“Ecco il nuovo padrone: il senso! Bugia tutto! Sol vero è la passione!”). Cierto es que se arrepiente sinceramente y realiza una encendida y gallarda defensa de su inocencia ante el Tribunal y el implacable acusador Fouquier-Tinvile, pero ya será tarde.

   El barítono Luca Salsi no es cantante que ni por medios, ni personalidad pueda encarnar satisfactoriamente y en toda su dimensión tan rico personaje, pero lo sacó adelante por entrega, buenas intenciones en el fraseo y franqueza en la expresión. A su centro, grato, pero un tanto abombado, le falta brillo y el agudo es problemático, forzado, sin la debida resolución técnica, que tiene como consecuencia sonidos apretados, taponados, sin la debida penetración tímbrica. Buen ejemplo de ese compromiso interpretativo y fraseo bien torneado fue la maravillosa escena del tercer acto con esa joya que es el aria “Nemico della patria” y el subsiguiente dúo con Maddalena a la que confiesa que la ama desaforadamente desde que siendo niños corrían por el prado, pero llegó un momento en que a él le dieron una librea y tuvo que rumiar su pasión espiando a la muchacha mientras ensayaba las gavotas y los minuetos. Ahora por fin ha llegado el momento que siempre soñó, Maddalena está en sus manos (“Io t’aspettava” Io ti voleva qui!”), por ello ha mandado apresar a su rival Chénier y acaba de extender la acusación contra el mismo. Sin embargo, Maddalena está dispuesta a entregarle su cuerpo si es el precio de la vida del poeta, por lo que Gérard comprende la grandeza de ese amor (“Come sa amare!”) y ve clara su vileza, por lo que decide intentar salvarlo, pero ya es demasiado tarde.

   De gran nivel la amplia galería de secundarios (un aspecto que esta ópera comparte con las llamadas veristas), empezando por la magnífica Bersi de esa cantante ejemplar que es Annalisa Stroppa, con la voz en su sitio, bien emitida, sana y equilibrada de registros, en una magnífica profesional siempre musical y fiable, tanto en lo vocal como en lo escénico. Un lujo para estel papel, de esos que se puede permitir un teatro de esta categoría. Como lujo fue la voz resonante, amplia, redonda y caudalosa de la mezzo Judit Kutasi como vecchia Madelon. De manual l’Incredibile de Carlo Bosi y sólido el Roucher de Gabriele Sagona. Por su parte, Mariana Pentcheva luce todavía un centro y grave consistentes como Contessa di Coigny, además de su dominio de las tablas sobre un escenario que ha pisado tantas veces. Espléndido el coro, capaz del canto mórbido y recogido en “Oh pastorelle addio” del primer acto y también de traducir la exaltación y gritos desaforados de la masa sedienta de sangre en la escena del juicio del tercero.

   Si hay una ópera que no admite cambio de época, ni Konzep, ni dramaturgías paralelas, esa es Andrea Chénier. Tanto compositor como libretista (Luigi Illica) se preocuparon de acentuar el elemento histórico como fundamental en la trama, añadiendo constantes alusiones al mismo incluidos cantos populares como La carmagnola y La marsellesa, la presencia de personajes históricos como Robespierre, Marat, Fouquier-Tinville... Asimismo, el desarrollo de la obra, su trama, las pasiones, los muchos momentos vibrantes, fogosos y expansivos se transmiten con inmediatez, dejando poco espacio a profundas filosofías o sesudas intelectualidades. Mario Martone, en esa línea, propone una puesta en escena impecable, conforme a libreto, respetando la época, por supuesto y las indicaciones de los autores, pero huyendo de lo vacuamente pomposo, falso o exageradamente abigarrado. Con algunas buenas ideas como ese pueblo empobrecido y hambriento que se vilsumbra en el primer acto, en segundo término, detrás del mundo “incipriato e vago” de una aristocracia a la que le queda un cuarto de hora. Asimismo, ese espejo en el que se mira Gérard en el tercer acto como no reconociendo en lo que se ha convertido ese hombre idealista, héroe del pueblo. Magnífico el vestuario, apropiada, grata a la vista y plena de buen gusto la escenografía de Margherita Palli y todo ello con un movimiento escénico y caracterización de personajes eficaz ytrabajado, porque como escribía el que firma el pasado mes con ocasión de la Adriana Lecouvreur en la ópera de Viena, cuando hay cantantes de nivel en el escenario y una sobresaliente prestación musical en el foso, sobran Konzep y demás inventos.

Foto: Marco Brescia & Rudy Amisano

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