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Crítica: Leo Nucci interpreta a Rigoletto en el Teatro Real, bajo la dirección de Nicola Luisotti

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Autor: Raúl Chamorro Mena
4 de diciembre de 2015

EL RIGOLETTO DE NUCCI

Por Raúl Chamorro Mena
Teatro Real. Madrid. 3-12-2015. Rigoletto, Verdi. Leo Nucci (Rigoletto), Olga Peretyatko (Gilda), Stephen Costello (El Duque de Mantua), Andrea Mastroni (Sparafucile), Justine Gryngite (Maddalena), María José Suárez (Giovanna), Alex Sanmartí (Marullo). Dirección musical: Nicola Luisotti. Director de escena: David MccVicar. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intemezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)

   Son conocidos los problemas que tuvo con la censura veneciana el libreto y argumento de Rigoletto basado en Le roi s’amuse (El rey se divierte) de Victor Hugo, obra teatral que resultó inmediatamente prohibida después de su primera representación. Esta inmortal creación, destinada en un primer momento a titularse La maledizione (Verdi siempre defendió que la maldición de Monterone era la clave de la trama), constituye en palabras del gran musicólogo italiano y experto Verdiano Massimo Mila, el logro por parte del maestro, después de hallazgos anteriores en ese camino, de la llamada unidad dramática.

   A Verdi le daba igual la época y el lugar, pero no admitió que le tocaran la esencia de los personajes, de los que logró extraer su fundamento más humano para crear una obra maestra absoluta, un monumento al melodrama. Poco le importaba si el rey fuera tal, o bien príncipe, duque o gobernador, el caso es que fuera un “padrone assoluto”, un libertino que abusa despreocupadamente y sin escrúpulo alguno de su tiránico poder, caiga quien caiga. Fundamental por encima de todos, el protagonista absoluto, el padre, el bufón deforme, que detrás de su fachada cínica, de su lengua afiladamente sarcástica, con la que encauza su amargura y le sirve de autodefensa en un entorno hostil, esconde el amor paternal más profundo y humano, además de acentuadamente sobreprotector respecto a su hija. En definitiva, uno de los personajes más grandiosos de la historia de la lírica, lleno de aristas, de matices psicológicos, a la par que exigentísimo vocalmente. “¡Un  jorobado que canta! ¿Por qué no?... Hará un gran efecto” proclamaba Verdi ante el acoso de la obtusa censura.

   En esta tercera producción de Rigoletto que llega al Teatro Real desde su apertura, este grandioso personaje es asumido en el llamado primer reparto por el veteranísimo Leo Nucci, que en los últimos años ha logrado la identificación con el papel y que para muchas generaciones de aficionados sea el mejor Rigoletto visto en vivo. Ello en parte gracias a la falta de competencia y en parte por sus cualidades. Su longevidad vocal ahí está y mientras sus rivales de primera época iban desapareciendo, él ha alcanzado 42 años cantando el papel y más de 500 representaciones, que se dice pronto. La falta de barítonos verdianos de mínimo fuste y credibilidad, el oficio y habilidad del cantante, su entrega en escena, sus tablas y dominio del efecto teatral, además de infalible conexión con el público, han ido engrandando su figura y compensando o haciendo olvidar sus defectos.

   En este contexto, Nucci abona la polémica, algo que siempre ha existido en la ópera y tanta vida le confiere. Sus declaraciones contra los dislates de los directores de escena actuales y su excesivo protagonismo, el proclamar que ninguno le va a enseñar a él nada sobre el personaje y que no le hacen falta largos ensayos, su ritual ya habitual desde hace años de bisar “la vendetta” sí o sí,  le granjean críticas de muchos sectores, aún más enfurecidos al ver como la mayoría del público está con él y sus éxitos son incontestables allá donde va.

   Efectivamente, desde que el barítono italiano aparece en escena estamos, como no podía ser de otra forma, ante “su Rigoletto”. Sus gestos reconocibles, sus tics, su inmediata comunicatividad. Hoy día, también y lógicamente, su timbre es cada vez más gastado y leñoso, aunque aún bastante asumible para la edad y años de trayectoria, además de sonoro y con un registro agudo todavía fácil aunque no siempre resuelto de manera canónica. Un personaje, como siempre, basado más en la teatralidad sumaria, en la inmediatez, en ciertas dosis de truculencia, que en la variedad de matices y en la traducción de toda la complicación psicológica del mismo.

   Asimismo, desde el punto de vista vocal, no existen medias voces, ni matices dinámicos, ni variedad alguna, todo se resuelve en un constante forte consecuencia de un técnica sin pulir. Momentos como el dúo con su hija del acto primero le plantean ya problemas irresolubles. El fiato cada vez más corto no le permite rematar las largas frases “(Deh, non parlare al misero”; “Ah veglia o donna, questo fior”), el legato, que nunca fue de gran clase, se ve penalizado por ello, y por la profusión de portamenti di sotto, notas empujadas y martilleadas, otras engoladas y sin liberar.

   En el acto segundo el hombre de teatro toma definitivamente la riendas, la personalidad, la intensidad y entrega luchan por compensar un “Cortigiani” basado en una altisonante declamación en la invectiva que constituye la parte inicial del aria -con una voz aún sonora y con expansión a pesar de la inexorable erosión del timbre- culminada con un agudo de efecto y una segunda parte (“Miei signori perdono”)  absolutamente maltratada, sin asomo de medias voces, de piani, de reguladores dinámicos, en definitiva, de canto legato de verdadera factura, como pide la pieza.

   El dúo de la vendetta dio paso al ritual habitual del barítono que interpreta el bis alterando la excepcionalidad que debería presidir tal práctica, pero que forma parte hace ya tiempo del “Rigoletto de Nucci”, del que él ofrece al público y al fin y al cabo, es un acto de generosidad que la audiencia agradece. Si tantas veces asistimos a ceremonias de la confusión en que la mayor parte del público se aburre, pero tres o cuatro proclaman a los cuatro vientos que lo presenciado ha sido fabuloso, ¿por qué molesta tanto que el público disfrute con lo que un cantante ya setentón y con la carrera hecha lleva ofreciendo tantos años? La ópera, tradicionalmente, ha sido más de esto, que de salir del teatro con la cara fruncida y aires pseudointelectuales.  

   Olga Peretyatko encarna uno de los casos típicos de la lírica actual. Soprano joven, guapa, de estupenda presencia escénica, pero vocalmente decepcionante, tanto por el material, de soprano ligerísima, nada bello, sin cuerpo, sin esmalte, de una gran pobreza tímbrica y muy justita proyección, como por la falta de técnica. Incomprensible que una soprano ligera se supone puntera actualmente, exhiba un registro agudo abierto, desimpostado, sin correcto apoyo y sin expansión (el mi bemol del duo de la vendetta resultó inaudible, se quedó en el escenario, mientras el agudo del veterano Nucci superó la orquesta y se expandió por el teatro), además de una coloratura tan deficiente. Prueba de ello fue el escasamente brillante “Caro nome” donde se escucharon notas picadas forzadísimas, duras, imprecisas, trinos borrosísimos, agudos atacados por las bravas, alguno realmente desagradable y cercano al grito. Mejor no hablar de la ininteligible dicción. En el aspecto interpretativo, difícil encontrar una expresión, carácter y fraseo más inanes e insulsos. Brillaron por su ausencia tanto la Gilda candorosa e inocente del inicio, como la que alcanza de sopetón la madurez y decide entregar su vida por el hombre que ama, aunque sea un desalmado.

   El tenor estadounidense Stephen Costello compartió con la soprano rusa la articulación nada idiomática y la pobre dicción del italiano, con la presencia, incluso, de algunas palabras extrañas e incomprensibles (“beiata” se llegó a escuchar en el aria “Parmi veder le lagrime”). Lució una voz de cierto cuerpo, pero sin tener debidamente resuelto el pasaje de registro es imposible salir airoso de un papel como el Duque de Mantua, de escritura espinosísima, muy aguda. Una parte destinada a un virtuoso. En este contexto, si bien el tenor se mostró ardoroso en el dúo del acto primero con Gilda (ejemplo Verdiano de expresión apasionada del amor juvenil, cualidad que el maestro conservó hasta el Falstaff) y en el recitativo “Ella mi fu rapita”, si bien con un fraseo ciertamente vulgar, todas las notas de pasaje y agudas, constantemente exigidas en este papel,  fueron un recital de sonidos abiertos, duros, forzadísimos, apretados, donde el sonido se estrechaba de manera inmisericorde, sin la debida posición ni colocación. Un aria como la ya citada  “Parmi veder le lagrime”, de las más difíciles que existen y que el maestro Alfredo Kraus no se cansaba de decir que su maestra se la hacía cantar todos los días para afianzar su técnica, deja en evidencia a cualquier tenor sin los papeles técnicos en suma regla.

   Buena impresión casó Andrea Mastroni como Sparafucile, mucho mejor que la Maddalena de Justine Gryngite, desguarnedida de graves y de pobre sonoridad. El sublime cuarteto “Bella figlia dell’amore” pareció un terceto.

   La dirección musical de Nicola Luisotti, más expeditiva que elegante, tuvo buen pulso, sentido narrativo y  tensión teatral, además de resultar muy contrastada en tempi y dinámicas. El vibrante preludio nos introdujo adecuadamente en el drama, flamígero resultó el agitato de introducción al “Cortigiani”, además de recrearse en el solo de oboe previo a “Tutte le feste al tempio”.  Sin embargo, el sonido orquestal adoleció de exceso de decibelios, de aparato, además de falta de refinamiento y claridad en las texturas.  

   Escaso interés la producción de McVicar, ayuna de ideas y alicientes, también de belleza, aunque, al menos sirve para seguir la obra y no introduce extrañas y confusas dramaturgias que alteren el fundamento del drama. La orgía del primer acto era prácticamente la misma que la de la producción de Graham Vick que se viera en el Real hace años, sólo que con trajes más coloridos y vistosos. Hubo que agudizar la visión para apreciar algo en la casa donde vive Gilda o la posada del último acto. Oscuras y lúgubres hasta decir basta y donde los cantantes deambulan sin una dirección de actores digna de tal nombre.

   Tremendo el caos que se vivió a la entrada del recinto debido a las medidas de seguridad adoptadas por mor de la amenaza yihadista. La entrada sólo podía realizarse por la entrada principal y los arcos de seguridad provocaron atascos de espectadores.

Fotografía: Javier del Real

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