Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera Don Carlo en La Scala de Milán, bajo la dirección musical de Riccardo Chailly y escénica de Lluís Pasqual
El profundo vínculo de Don Carlo y La Scala
Por Raúl Chamorro Mena
Milán, 16-XII-2023, Teatro alla Scala. Don Carlo (Giuseppe Verdi). Versión en 4 actos en italiano, Milán 1884. Francesco Meli (Don Carlo, Infante de España), Michele Pertusi (Rey Felipe II), Anna Netrebko (Reina Isabel de Valois), Elina Garança (Ana de Mendoza, Princesa de Eboli), Luca Salsi (Rodrigo, Marqués de Posa), Jongmin Park (Un monje/El Gran inquisidor), Elisa Verzier (Tebaldo), Rosalía Cid (Una voz del cielo). Orquesta y Coro del Teatro alla Scala. Dirección musical: Riccardo Chailly. Dirección de escena: Lluís Pasqual.
La relación del Teatro alla Scala con la ópera Don Carlo es realmente intensa, como corresponde a una de las grandes óperas del gran tótem de la ópera italiana, Giuseppe Verdi. Se trata, probablemente, de la más monumental de sus creaciones. 204 representaciones, 22 producciones, 9 inauguraciones de temporada -5 desde que la misma se celebra el 7 de diciembre, día de Sant’Ambrogio-, además de albergar el estreno de la versión en 4 actos, cuidadosamente preparada por Verdi -«Più concisione e più nerbo» en sus propias palabras-, que incluso se ocupó de la dirección escénica, 17 años después de la presentación parisina de la originaria versión francesa. Todo ello certifica este especial vínculo del templo operístico milanés con esta obra maestra.
Si en el melodrama italiano protorromántico, cuyas más destacadas figuras serían Vincenzo Bellini y Gaetano Donizetti, la base fundamental de las tramas de sus óperas era la pasión amorosa, Verdi se zambulle, ya desde la temprana I due Foscari en el asunto político. El acceso, ejercicio y mantenimiento del poder. Y en este ámbito, la ópera Don Carlo es un ejemplo paradigmático. La razón de Estado, baza esencial del absolutismo, el conflicto del individuo frente al poder tanto político como religioso, la confrontación entre poder temporal y poder eclesiástico… son elementos fundamentales de esta grandiosa creación y que se imponen al asunto amoroso, también presente en forma de la relación, imposible, entre el infante Don Carlos y su madrastra la reina Isabel de Valois. Verdi, en un principio, se ve abocado, por encargo de la Opera de París, a componer una Grand Opera, pero el Maestro Italiano sólo asume algunos de los aspectos de esta corriente tan importante e influyente en el teatro lírico del siglo XIX. Entre ellos, la tendencia a la espectacularidad, de la que es buen ejemplo la escena del Auto de fe, ausente en la obra de Schiller en la que se basa el libreto de la ópera. Sin embargo, en Verdi, al contrario de lo que ocurre en las creaciones de la Grand Opera, el drama interior de los personajes -complejos, de gran profundidad psicológica -nunca se diluye en el aspecto externo, en la grandiosa espectacularidad. No hace falta subrayar que el rigor histórico brilla por su ausencia, en la misma manera que en las óperas dedicadas a la monarquía inglesa, obra de Gaetano Donizetti, pero es algo que no les importaba a los compositores de melodrama, centrados en la fuerza teatral, el efecto dramático que captara la atención del público en un momento de enorme competencia, con una gran cantidad de estrenos, uno detrás de otro.
Se interpretó la versión en cuatro actos, Teatro allá Scala 10 de enero de 1884, más concisa que la originaria, que prescinde el primer acto, el de Fontainebleau y de los ballets. Verdi, obsesionado con la falta de unidad de la obra, que llegaba a calificar de «mosaico», prepara esta versión, más concisa y con mayor cohesión dramática. Apenas dos años después, recuperará el acto de Fontainebleau en la llamada versión de Modena en cinco actos.
El gran personaje de la ópera es el Rey Felipe II, al que Verdi, de prodigiosa intuición teatral, no describe meramente como un monarca absolutista cruel y sanguinario, como hace la leyenda negra, que recoge Schiller, si no que le confiere una gran humanidad, ejemplo de la amargura, tristeza y soledad de quien detenta el poder, Por cancelación del inicialmente anunciado Renè Pape, asumió tan monumental personaje, el ya veterano bajo Michele Pertusi, cuyo material vocal nunca destacó por especial rotundidad ni caudal, además de resultar débil en el zona grave. Asimismo, el timbre suena ya desgastado, pero el fraseo de Pertusi se impuso por su nobleza en un Filippo siempre bien cantado y nunca gruñido como ocurre en tantas ocasiones. Impecable el legato y musicalidad del bajo parmesano en el cantabile «Dormirò sol» de su monumental aria «Ella giammai m’amò», la nobleza del declamado que destiló toda la noche en un monarca pleno de señorío y dignidad real en su dolor interior. Ciertamente y teniendo en cuenta que el canto operístico italiano, con todo merecimiento, ha sido incluido recientemente en lista de patrimonio inmaterial de la UNESCO, ha sido Pertusi el único italiano del reparto que ha hecho honor a tal distinción.
Desde el comienzo, se apreció que el tenor Francesco Meli continúa son su obsesión de sonar cada vez más ancho y con mayor volumen, todo ello con una técnica precaria, que obvia el pasaje de registro, por lo que se escuchan ascensos atacados «por las bravas», muy esforzados, con la consecuencia de sonidos abiertos y constantemente calantes. Sólo por citar un ejemplo de ello, el fallido ascenso a Si natural 3 en la frase del auto de Fe «Sarò il tuo salvator popol fiammingo io sol». Asimismo, el fraseo de Meli carece de clase y fantasía alguna, por lo que sólo queda lo grato de su timbre italiano y una concitazione (ardor, apasionamiento) constante y genérica, que a veces logra cierta comunicatividad.
Anna Netrebko sigue coleccionando inauguraciones de temporada del Teatro alla Scala y sumando éxito tras éxito. Cierto es que la rusa también es un caso de centro hinchado y cada vez más oscuro, pero no le impide seguir viajando al agudo sin problema, además de conservar la capacidad de filar y regular la intensidad del sonido y todo ello con tres décadas de carrera a sus espaldas. Por tanto, hay que subrayar de una vez, que la Netrebko dispone de una gran técnica, particular y «propia» si se quiere, pero ahí está. Cierto es que los agudos atesoran más timbre y plenitud que squillo, que ese centro cada vez más ancho y oscuro unido a su fonación eslava de origen perjudican la articulación y revelan una dicción muy borrosa del italiano, pero su carisma y magnetismo se mantiene imbatible en una Isabel de Valois más aguerrida que resignada, más rebelde que señorial. En las muy graves frases del terceto del primer acto con Posa y Eboli es de las pocas veces que he escuchado a la Elisabetta, pues la Netrebko mostró una franja grave más sonora y guarnecida que la mezzo de la función. En la bellísima aria «Non pianger mia compagna» brillaron la belleza y singularidad tímbrica de la voz de Netrebko, así como los hermosos filados. El «Tu che le vanità», una de las más monumentales arias verdianas, fue apabullante en una demostración de vigor y extensión vocal, dinámicas, control de las intensidades -ese «Francia!» con doble regulador- y recibió una de las ovaciones más largas y clamorosas que recuerdo en mis muchas funciones en el Teatro alla Scala. Para concluir su exultante interpretación, la Netrebko alargó a placer su agudo del final de la ópera, de tal manera que dio la sensación de querer emular el alarde de Caballé en el MET 1972 cuando llevó la nota hasta el último acorde de la orquesta. No fue así.
Elina Garança aprovecha la tesitura de Eboli, más propia de la llamada soprano Falcon o de una seconda donna, que de mezzo neta, para tapar su debilidad en la franja grave. Eso sí, su bello timbre, impecablemente emitido y la clase de su canto lucieron en la canción del velo y en «O don fatale», en la que el cantabile «Oh mia regina» fue delineado con legato de alta escuela por la letona, logrando al final de la misma que se le cayera el teatro. En el final de esta última aria y en el terceto del jardín le faltó algo de garra, demostrando una vez más, que se trata de una gran vocalista, falta de un mayor temperamento.
Escribía el gran musicólogo italiano Massimo Mila - también el propio Verdi - que un personaje tan noble y de actuar tan desinteresado como Posa no es propio ni creíble en el siglo XVI. Luca Salsi, otro habitual junto a Meli y Netrebko en las inauguraciones de temporada de La Scala, carece de nobleza tanto en su timbre -tampoco suntuoso, ni brillante en los extremos-, como en la línea canora para hacer justicia a la bellísima escritura que, una vez más, Verdi dedica al barítono. Salsi acreditó fiato generoso, pero eso no significa legato de factura, ni ostentar los modos patricios que pide el papel, por lo que sólo cabe apreciar su intención en algunos acentos derivada de su capacidad como caracterizador.
Dada la cancelación de Ain Ainger, el bajo coreano Jongmin Park dobló como Un frate y como Gran inquisidor. En el primer caso cumplió sin más y en el segundo, personaje fundamental, se encontró sobrepasado por la tremenda escritura, por lo que faltó relieve a su grandioso dúo con el Rey, que simboliza el eterno conflicto Iglesia-Estado y cómo el trono se pliega ante el altar -como lamenta el monarca- y la razón de Estado que enarbola.
Espléndida la participación de la soprano española Rosalía Cid en esta ópera de inauguración de la temporada Scaligera, pues sorteó la empinada tesitura de su intervención como voz del cielo en el auto de fe, con pasmosa seguridad. La soprano gallega, con una naturalidad envidiable, emitió agudos bien timbrados, con brillo y metal, además de lucir un timbre muy atractivo. A sus esplendorosos 27 años esta soprano atesora un gran futuro de cara a sumar más lustre a la gran escuela de voces españolas.
Magnífica la dirección orquestal de Riccardo Chailly al frente de unas huestes del Teatro allá Scala a altísimo nivel, que volvieron a demostrar que son imbatibles en Verdi. Chailly con total control sobre la orquesta, que sonó esplendorosa, capacidad para el matiz y el detalle, rigor y transparencia expositiva -se oyó todo- puso de relieve toda la calidad de la orquestación verdiana, pues por primera vez un compositor italiano de melodrama coloca la armonía por encima de la melodía. Cierto es que la fabulosa partitura orquestal favorece que un gran director se recree en diversos momentos, como así ocurrió en este caso con algunos pasajes demasiado lentos y algún silencio quizás excesivo, pero cuánta belleza surgió del foso, con momentos memorables como el preludio al terceto del jardín o el del acto cuarto. La tensión teatral fue más inexorable y bien planificada, sin afectar a la arquitectura global, que acuciante o flamígera. Realmente abrumador y deslumbrante el coro del Teatro alla Scala, de imponentes empastes y sonoridad, con ascensos que quitan el hipo, pasajes graves suntuosos, todo ello combinado con una admirable flexibilidad.
Lluís Pasqual, prudente y hábil, se cuidó mucho de «meter la pata» o «dar la nota» en una inauguración de temporada Scaligera con, nada menos que Verdi y su Don Carlo como protagonistas, por lo que no arriesgó un alamar en su puesta en escena. También es verdad, que en esta ópera es casi imposible una deslocalización temporal, de hecho nunca la he visto en mis más de veinte representaciones de esta ópera vistas en vivo y que después del Rigoletto visto en el Real, uno agradece ver una producción sin ocurrencias, «dramaturgias paralelas», invocación de la ecología, el cambio climático o el «empoderamiento femenino», además de resultar muy grata a la vista. A destacar el vestuario espléndido de la gran Franca Squarciapino, negro, como era propio en la corte española porque era signo de lujo y opulencia, como bien explica el propio Lluìs Pasqual en su artículo del libreto-programa editado por el Teatro alla Scala. La escenografía de Daniel Bianco se basa en una torre circular giratoria de alabastro, con un auto de fe que alterna un altar esplendoroso que aparece en contados momentos con la parte trasera de dicho decorado que muestra la preparación del acto. Me gustó el detalle de los enanos, tan típicos de la corte española de la época representando el relato de la canción del velo. Asimismo, el montaje expresa con claridad la relación entre el Rey y Eboli y que es ella la que le entrega el cofre de joyas de la Reina en el que conserva el retrato de Carlo. En fin, la dirección de actores fue somera, dejando mucha libertad a los mismos, que casi siempre cantan delante y sin tener que adoptar extrañas posturas ni tener alrededor una turba de figurantes bailando la yenca, practicando el contorsionismo o con un ataque de espasmos. No deja de ser tan sorprendente como inquietante que tenga que celebrar algo que debería ser lógico. A esto hemos llegado en la ópera actual.
Fotos: Teatro alla Scala
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