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CRÍTICA: 'EUGENE ONEGIN' DE TCHAIKOVSKY EN EL COVENT GARDEN DE LONDRES. Por Alejandro Martínez

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Autor: Alejandro Martínez
16 de febrero de 2013
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REMORDIMIENTO Y NOSTALGIA

Eugene Onegin, Tchaikovsky. 09/02/2012, Royal Opera House, Londres


       Dos años después de haberse hecho cargo de la dirección artística de la Royal Opera House de Londres, Kasper Holten presentaba con este Eugene Onegin la que era su primera producción como director de escena para su propio teatro. El director danés, el más joven, en su día, en dirigir una casa de ópera en Europa (fue nombrado al frente de la Ópera de Copenhague con sólo 27 años), es ahora ya, a sus cuarenta años, un maduro dramaturgo y un meditado gestor. De ahí la expectación que había generado este Onegin, que iba a ponerle cara a cara con su público en su faceta de director escénico. Y lo cierto es que, a nuestro juicio, el resultado no casa en demasía con no pocas críticas vertidas sobre su propuesta. Y es que si bien hay pequeños desajustes y detalles que pueden convencernos menos, Holten propone al fin y al cabo una dirección netamente poética con un eje clarísimo, en torno a la nostalgia, que articula la historia de Onegin y Tatiana como un gigantesco flashback donde la realidad y el recuerdo se van mezclando, escena tras escena, y no sin alguna confusión, generando una densidad sentimental y emotiva que casa a la perfección con la partitura de Tchaikovsky.
      Para ello se vale de una escenografía única, a cargo de Mia Stensgaard, levemente modificada con elementos puntuales y proyecciones, y de unos actores, dobles de Onegin y Tatiana, que representan sus años de juventud, más o menos los años reales, de hecho, en los que se sitúa la acción narrativa. De este modo, Keenlyside y Stoyanova son la encarnación posterior de esos personajes; son ellos mismos en su madurez, recordando una historia pasada, en ejercicio de ese flashback que mencionábamos. En algún lugar hemos leído la hipótesis, tan verosímil como provocadora, de que Holten no ha encontrado otra forma que ésta, la de situar a sus dobles de juventud en escena, para articular la dirección escénica de un Onegin con cantantes no precisamente adolescentes sino más bien maduros como Keenlyside y Stoyanova. Sea como fuere, lo cierto es que el resultado general convence y sugiere una serie de juegos sentimentales de gran atractivo. Y es que esa distancia temporal introduce el remordimiento y la nostalgia como dos grandes abismos en los que se reflejan, una a una, las escenas de esta ópera. Esto sucede en varios momentos, pero tiene especial fuerza dramática en la resolución del duelo entre Lensky y Onegin. La propuesta de Holten, mimadísima en su dirección de actores, consigue también un momento de gran fuerza dramática al final de la ópera, con una afectada Tatiana que, tras su último desencuentro con Onegin, en lugar de abandonar la escena, cae al suelo y vuelve a retomar la lectura ensimismada de sus libros, como cuando Onegin la conoció en su juventud. En consonancia con esto, y aunque pueda antojarse incómodo o incongruente en algún caso, lo cierto es que la progresiva acumulación en escena de elementos como esos libros de Tatiana o la rama que recuerda a Lensky dan cuenta una vez más de esa memoria sentimental que Holten pretende que visualicemos con esa escenografía única que hace las veces, en última instancia, de un gran catalizador de nostalgias y remordimientos. Grata impresión, por tanto, en conjunto, la que nos dejó la propuesta de Holten. Meditada, de poética factura y siempre al servicio de la obra.
      En términos vocales la noche tenía un gran atractivo, pues reunía a dos grandes cantantes, Simon Keenlyside y Krassimira Stoyanova, en los roles principales. La segunda fue sin duda la gran triunfadora de la noche. Y eso a pesar de que no posee un instrumento suntuoso y denso, de cuerpo más terso y un color más caluroso y oscuro, como los que asociamos a menudo a este repertorio, al modo de una Netrebko. El de Stoyanova es un timbre más bien metálico y brillante, merced sobre todo a una colocación limpísima y que sitúa la voz siempre fuera, proyectada con ejemplaridad y sin atisbo alguno de esfuerzo muscular. Ya nos gustó mucho su Elisabetta de Don Carlo en Viena. Su canto nos recuerdó mucho, en esta ocasión, a los modos, elegantes y técnicamente intachables, de una Mariella Devia, si bien en otro repertorio. La grandeza de Stoyanova, sin embargo, no radica tan sólo en esa ejemplaridad técnica, sino en una capacidad dramática sobresaliente. Su trabajo con el texto, su mimetización teatral con el rol, su atención infinita al detalle, su matiz constante, en lo vocal y en lo escénico... Una grandísima Tatiana, en suma.

      Simon Keenlyside posee, qué duda cabe, el físico más apropiado que quepa imaginar entre los barítonos de hoy en día para el rol de Eugene Onegin. Y no hablamos sólo de su mera figura, sino de su actitud teatral. Él es Onegin, ese dandy seductor de modos elocuentes y ademanes condescendientes que ve en Tatiana una suerte de tentación prohibida. Es la suya una encarnación natural, casi asombrosa. Y servida, es cierto, por una recreación vocal más esforzada de lo que cabía imaginar, aunque lograda en última instancia. Y es que Keenlyside mostró, como es habitual en él, una línea de canto ejemplar, siempre teatral, alternando con idéntico dominio entre los momentos líricos y los enfáticos, pero algo lastrada por una dicción no todo lo impecable que debiera en ruso y por una emisión algo enturbiada por momentos, con sonidos duros en ocasiones. Y sin embargo, es un actor vocal consumado. De ahí que fuera, en términos general, de menos a más. No desmereció en modo alguno su aria del primer acto, tampoco su dúo con Lensky, ni mucho menos su notable dúo final con Stoyanova. Pero en todos los casos hubo alguna esporádica irregularidad vocal, algo más lejos, pues, de otras funciones vocalmente más logradas que le hemos visto este último año. En todo caso, un Onegin de altura, teatralísimo y vocalmente más que cumplidor.
      Completaban el reparto el Lensky de Pavol Breslik y el Príncipe Gremin de Peter Rose. El primero canta con un gusto evidente, sosteniendo una línea poética y ejemplar en su atención al texto, pero se nos antojó una voz en exceso ligera para este rol, adoleciendo de un agudo que sonó escaso, sin brillo ni despliegue. Nos quedamos en todo caso con unas medias voces de buena factura y con un "Kuda, kuda..." más que logrado. En el caso de Peter Rose, el problema fundamental vino de mano de un material vocal demasiado rudo para el rol, donde cabe esperar una voz más noble y añeja, si bien tuvo intención, en todo momento, de sacar adelante su aria con lirismo. Más que digna fue la colaboración de todos los comprimarios: la veterana Diana Montague como Madame Larina, una estupenda Elena Maximova como Olga y un teatral Christophe Mortagne como Monsieur Triquet. Sin duda a la altura de la representación.
      En el foso debutaba un jovencísimo director británico de origen italiano, Robin Ticciati (1983). En términos generales nos gustó mucho su labor. Al frente de la estupenda orquesta de la Royal Opera House, buscó siempre un sonido poético, matizado, intentando siempre regular, modular y sacar partido a la mórbida textura de la sección de cuerdas. Quizá adoleció, aquí y allá, de alguna carencia de entusiasmo y efusividad, no sonando a veces todo lo teatral y arrebatado que la partitura de Tchaikovsky dispone. Un resultado, así las cosas, que sólo cabe valorar como notable para provenir de una batuta tan joven y con no demasiado recorrido. En lugar de restar, sumó pues con su labor a un Onegin que disfrutamos en conjunto, sobresaliendo el trabajo vocal de una bravísima Stoyanova y la disposición teatral de un esmerado Holten.
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