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Crítica: Anna Netrebko y Piotr Beczala brillan en la 'Adriana Lecouvreur' de la Ópera de Viena bajo la dirección de Evelino Pidò

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Autor: Raúl Chamorro Mena
22 de noviembre de 2017

"SCOSTATEVI, PROFANI! MELPOMENE, SON IO"

   Por Raúl Chamorro Mena
Viena. 18-XI-2017, Staatsoper. Adriana Lecouvreur (Francesco Cilea). Anna Netrebko (Adriana), Piotr Beczala (Maurizio, Conte di Sassonia), Elena Zhidkova (Principessa di Bouillon), Roberto Frontali (Michonett), Alexandru Moisuc (Principe di Bouillon), Raúl Giménez (Abate). Orquesta y Coro de la Opera Estatal de Viena. Dirección Musical: Evelino Pidò. Dirección de escena: David McVicar.

   Un papel como Adriana Lecouvreur tenía que atraer tarde o temprano a la diva de la ópera actual, Anna Netrebko, que después de “probarlo” en San Petersburgo lo ha presentado en la Opera de Viena, ya con toda la difusión que corresponde a una de las grandes casas de ópera del Mundo. El acontecimiento provocó la lógica expectación con entradas agotadas y una cola multitudinaria y de varias horas para conseguir las localidades de pie que la Staatsoper pone a la venta diariamente para cada función. Es difícil que una estrella sopranil del firmamento lírico se sustraiga a los parámetros “diva interpretando a una diva” en un personaje histórico como fue la gran actriz de la Comédie-Française envuelta en una trama de ficción plena de apasionamiento, celos, intrigas y venganza. Un papel de escritura central en lo vocal con puntuales y vibrantes ascensos al agudo, con piezas de gran lucimiento canoro, de alto vuelo melódico y momentos de intenso recitado. En definitiva, un gran papel para cantante-actriz, para lo que se llama una soprano lírico-dramática.

   Adriana Lecouvreur es una magnífica ópera, una obra singular, compuesta durante el apogeo del período llamado verista-naturalista, el de la Giovane Scuola italiana, movimiento que incluye a Puccini y los  denominados veristas. Bien es verdad que Cilea plantea una obra con elementos de la citada corriente, pero con otros muchos que la alejan de la misma, como sería el marco de gran refinamiento, el cierto toque de perfume francés, que combina perfectamente con las sugestivas melodías y ese calor, ese apasionamiento tan italianos. Todo ello, además,  con una orquestación exquisita, elaboradísima, muy inspirada, con abundante uso del leitmotiv. No debe olvidarse que el autor dejó la versión definitiva de la obra (estrenada en 1902) en 1930, cuando ya el verismo era, prácticamente, algo del pasado. Esta ópera no llegó a la Staatsoper hasta 2014, toda vez que en Viena (en lo que fue la premiére austríaca) no se estrenó hasta el año 1969 en la Volksoper.

   Los ditirambos “splendida, portentosa, musa, diva, sirena…” que se dedican a la protagonista después del recitado de su salida “Dell Sultano Ammurate” fueron adoptados por el público de la Opera Estatal de Viena y dedicados a Anna Netrebko, que fue generosamente vitoreada al final de sus arias y en cada final de acto, junto a sus compañeros, justo es decirlo, que sumaron, una vez terminada la representación, innumerables salidas a saludar ante las inacabables ovaciones de la audiencia.

   En opinión de quien suscribe, tras presenciar la última función de la serie, fue justificado tal entusiasmo, puesto que hubo cantantes de nivel en el escenario, una notable prestación orquestal y una producción conforme a libreto, fiel a la obra, bella a la vista, con vestuario suntuoso y sin necesidad de libro de instrucciones. Anna Netrebko con una voz cada vez más grande, ancha, opulenta y sombreada, pudo lucir a placer la belleza, riqueza, amplitud y singularidad de su timbre, el terciopelo de su centro y unos graves con cada vez más peso (algo exagerados, bien es verdad). Pródiga en sonidos restallantes, plenos de mordiente y expansión tímbrica, que llenan la sala y abonan el hechizo inigualable de una voz privilegiada en teatro. Cierto es, que ese fiato alicorto le impidió rematar algunas frases, por ejemplo en su famosísima aria de salida “Io son l’umile ancella”, pero la diva, inteligentísima, emitió un hermoso filado mantenido ad libitum en “che al novo dììì…” posterior silencio en que no se oye una mosca y conclusión con “morràààà” que puso el teatro boca abajo. Efusiva en su encuentro con Maurizio del primer capítulo, leona en su enfrentamiento con la Bouillon en el segundo, un pasaje magnífico, de incandescente intensidad teatral, en la que dos mujeres enamoradas del mismo hombre se enfrentan como panteras. En el recitado del monólogo de Fedra del tercer acto (después de un sonido en la frase “E Fedra sia!”, de esos que despeinan hasta a la dependienta de la irresistible Pastelería Aida, que se encuentra enfrente de la fachada principal de la Staatsoper), se puso de manifiesto la escasa naturalidad (lógica) en la articulación del italiano por parte de la rusa, que denotó una cierta artificiosidad y un punto de sobreactuación bien compensadas por el inmenso carisma y comunicatividad de la Netrebko. Esa cierta sensación de acomodamiento que a veces evidencia la rusa, aposentada en las privilegiadas condiciones de su material vocal y su personalidad en escena, afloró en la sublime aria del último acto “Poveri fiori” a la que le faltó una mayor profundidad en el fraseo y los acentos. 

   Desde ese punto hasta el final de la ópera, con el fallecimiento de la protagonista envenenada por un ramo de violetas que le envía su temible rival, la Princesa de Bouillon, su caracterización cautivó al público por magnetismo y emotividad. Piotr Beczala, después de un acto primero algo frío y con alguna nota rozada, lo que no impidió que delineara con la musicalidad y sentido del legato que le caracteriza el hit “La dolcissima efigie”, fue a más y completó una magnífica interpretación del papel de Maurizio de Sassonia, que fue encarnado en el estreno Milanés de 1902, nada menos que por Enrico Caruso, que en esos años sonaba más puramente tenoril y sin esa densidad y ribetes baritonales porteriores. Beczala alcanzó la cumbre con el aria “L’anima ho stanca” del acto segundo, más efusivo que nunca, con un fraseo bien trabajado y contrastado, larguísimas frases legato y bien resueltos reguladores dinámicos. Posteriormente sacó adelante con nota la complicadísima aria (la menos popular, además) “Il russo Mencikoff” del tercer acto y culminó con un notable último capítulo en el que combinó impecable sentido de la línea y fraseo aquilatado, dotando del debido lirismo a frases tan bellas como “No più nobile sei delle regine”. En definitiva, la mejor interpretación que el que suscribe ha visto al tenor polaco en vivo. Ni que decir tiene, que fue ovacionado con calor en sus arias y al final, fundiéndose en numerosos abrazos con su amiga Anna Netrebko en las incontables salidas a saludar. Incluso la rusa logró coger al  vuelo un ramo de flores que le lanzó un espectador. Buen nivel también, con garra y sin arredrarse ante la pareja protagonista, el que alcanzó la mezzo natural de San Petersburgo Elena Zhidkova, en el papel de la princesa de Bouillon, una auténtica tigresa de la clase alta parisina que no está dispuesta a que ninguna rival, por muy primera actriz que sea y al fin y al cabo, de clase más baja, le quite al hombre que ama y aún menos, que la humille públicamente. Emisión gutural, grave débil, pero agudo desahogado y rutilante, todo con un timbre carnoso y sensualísimo. En el debe, una pronunciación italiana deficiente, con mucho espacio para la mejora.  A pesar de lo ingrato de su timbre, Roberto Frontali compuso un Michonet muy humano y afectuoso, con mucha intención en los acentos y sentido en el decir, idiomático en la articulación, demostrando ser el único italiano del reparto. Entre los secundarios destacó el veterano Raúl Giménez, otrora tenor especialista rossiniano, que aprovechó cada frase del Abate y cada nota de las pocas que le quedan, para diseñar un personaje intrigante, taimado y cínico donde los haya. A menor nivel, Alexandru Moisuc, que engolado y duro en lo vocal, supo, sin embargo, dotar del adecuado carácter torvo al Principe de Bouillon. La vulgaridad y falta de fantasía de la batuta de Evelino Pidò resultó compensada por una gran actuación de la magnífica orquesta (la Filarmónica de Viena), de esplendoroso sonido, embriagador refinamiento tímbrico e inagotable gama dinámica. ¡Qué cuerda! Además, Pidó aseguró la apropiada tensión teatral y el buen acompañamiento a los cantantes. Curiosamente, el italiano tiene prestigio como director belcantista, sin embargo al que firma estas líneas le ha gustado mucho más en interpretaciones de obras como Gioconda, La Wally o la presente Adriana. La producción de David MacVicar con escenografía de Charles Edwards ya ofrecida, entre otros, en el Covent Garden y el Liceo de Barcelona, donde el que suscribe presenció tres funciones con otros tantos repartos distintos de la misma, tiene como principales y nada desdeñables virtudes, que respeta la época del libreto (fundamental para la trama), que cualquiera que mire al escenario deduce que estamos viendo Adriana Lecouvreur, que es bella a la vista, que no hay ninguna gabardina, al contrario, un vestuario espectacular y subraya que, cuando hay cantantes de altura sobre el escenario, sobran “dramaturgias paralelas”, Konzep y libros de instrucciones.

Foto: Wiener Staatsoper/Michael Pöhn

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