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Crítica: Anna Netrebko protagoniza 'La traviata' en La Scala de Milán

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Autor: Raúl Chamorro Mena
15 de marzo de 2017

APOTEÓSIS DE ANNA NETREBKO EN LA SCALA

   Por Raúl Chamorro Mena
Milán. 11-III-2017. Teatro alla Scala. La traviata, Giuseppe Verdi. Anna Netrebko (Violeta Valéry), Francesco Meli (Alfredo Germont), Leo Nucci (Giorgio Germont), Chiara Isotton (Flora Bervoix), Chiara Tirotta (Annina). Dirección musical: Nello Santi. Dirección de escena: Liliana Cavani.

   Gritos de “Brava! Stupenda! Splendida!”, vítores, lluvia de flores… certificaban la total entrega del Teatro alla Scala a Anna Netrebko, que después de sus triunfos en Don Giovanni y Giovanna D’Arco parece consolidarse como la diva favorita actual del gran templo milanés. Un público tantas veces tan terrible y hasta intransigente con tantos y tantos cantantes y más cuando se trata de Verdi, caía otra vez rendido ante una soprano no italiana y en un papel tan emblemático como Violetta Valéry, sobre el que hace no mucho tiempo pesaba una especie de “maldición” en este teatro, en el que permaneció La traviata sin representarse durante 26 años (de 1964 a 1990), pues el único intento posterior a la gran creación de Maria Callas se saldó con un escándalo. Resulta fundamental, desde luego, la calidad de la protagonista, -tanto en el plano vocal como el dramático-, para cualquier interpretación de esta ópera y eso ya, desde su estreno veneciano, toda vez que el maestro Verdi no estaba contento con Fanny Salvini-Donatelli, una soprano más bien de segunda en su época. Estaba seguro que el reparto y particularmente la protagonista asegurarían el fracaso y así fue, siendo una de las razones, -además de lo atrevido de la trama y su desafiante contemporaneidad en el tremendo retrato de la hipócrita sociedad burguesa de la época-, de la mala acogida de la obra en primera instancia.

   Netrebko, en una de sus últimas encarnaciones de la cortesana parisina, -ya que su carrera se encamina ya, claramente, hacia un repertorio inequívocamente dramático-, basó su gran creación, en opinión del que suscribe, en dos grandes pilares. En primer lugar, la calidad de su material vocal, que impacta desde el primer momento por su caudal, potencia, amplitud y resonancia, así como la belleza, terciopelo y singularidad del timbre. En segundo lugar, su enorme carisma, personalidad y magnetismo escénico. Ambas cualidades siempre apreciadas y fundamentales en la ópera y más cuando estamos ante papeles tan emblemáticos. El carisma, el magnetismo, la capacidad de sugestión, los han detentado divos y estrellas de todas las épocas; desde la Pasta y la Malibran, a la Callas y la Gencer, desde la Stolz y Gayarre, a la Muzio y la Varnay, de la Patti y Caruso a Del Monaco y Domingo.

   Ciertamente, la voz de la soprano rusa, cada vez más anchota y pesante y sostenida por un fiato muy justo, ha perdido flexibilidad, aunque aún es capaz de emitir filados apreciables –como pudo comprobarse en “Ah forse lui” y “Addio del passato”- pero ya sin la facilidad de antaño. En estas coordenadas, no puede extrañar que la diva rusa tuviera problemas en el acto primero. Nada cómoda con la agilidad del dúo “Un di felice eterea” y aún menos con la muy intrincada de la cabaletta “Sempre libera”. En esta última los ascensos a re bemol 5 sobreagudo se produjeron con el apoyo previo en una nota de octava baja -en lugar de atacarla directamente-, y se resolvieron en filados afalsetados escasamente timbrados. Por supuesto, renunció al sobreagudo conclusivo (no escrito). Ni que decir tiene que la rusa se hizo dueña de la escena nada más comparecer sobre las tablas, además de impresionar con su riqueza vocal y sonidos de gran impacto en sala. En el acto segundo, en su gran y fundamental dúo con Germont, el drama llegó al público con toda su fuerza. Convenientemente agitata en “Ah no! giammai! No, mai! Non sapete quale affetto” y expresando perfectamente, a continuación, el convencimiento inexorable -y el dolor- del sacrificio que va a asumir (“ È vero, è vero… Così alla misera, ch’e un dì caduta”), se mostró conmovedora en “Dite alla giovine”, sellando una gran escena de fuerza teatral y musical junto a la batuta y la siempre eficaz y dominadora presencia escénica del veteranísimo Leo Nucci. Por supuesto que Netrebko no desperdició las sublimes frases de Violetta en el gran concertato del final del acto segundo “Alfredo, Alfredo, di questo core” que quedaron grabadas a fuego en la audiencia. Y todo ello con un fraseo que no resulta especialmente variado ni trabajado, pero se impone por su calidez y arrollador poder de comunicación. En el  último acto y después de la atmósfera de desolación y malos presagios dibujada por la orquesta, la Netrebko apuntaló la conmoción con una muy sentida, emotiva y entregada interpretación de “Addio del passato” (las dos estrofas), después de recitar el contenido de la carta de Germont (en este caso, la solitaria y consumada Violetta no la lee, se la sabe de memoria). Cierto es que si se analiza en profundidad la interpretación del aria por parte de la rusa, el legato fue sólo correcto, con dificultades para rematar las frases a causa de la cortedad del fiato, y que no se prodigó en excesivas sutilezas y canto piano, pero no es menos cierto, que la entrega, la personalidad y la capacidad de sugestión de la artista funcionaron plenamente, ante una sala Piermarini totalmente conmovida ante el retrato de una mujer que se acaba; con ese silencio en que desaparecen las toses, los ruidos, no se oye ni una mosca, y que sólo consiguen los grandes. Un estallido de vítores, con gritos de “Splendida!”, Brava!”, acogió el final de la pieza.

   El papel de Alfredo Germont se adapta bien a las condiciones vocales de Francesco Meli, totalmente consolidado como tenor verdiano “oficial” del Teatro alla Scala. La belleza y seducción tímbrica de la voz, solar, luminosa, de generosa sonoridad ; la articulación limpia, genuina, el ardor juvenil, compensaron en cierto modo los problemas técnicos del tenor genovés con un registro agudo sin resolver, apretado y atacado siempre de manera muy esforzada. Cantó una estrofa de la cabaletta “Oh mio rimorso” (sin la puntatura al Do sobreagudo al final de la misma) y se apreció un fraseo menos escolar que otras veces (un ejemplo fue su intervención en el concertante del acto segundo: “Ah si che feci!, ne sento orrore, gelosa smania deluso amore”), quizás guiado y estimulado por la sabiduría de la batuta. El veteranísimo Leo Nucci con un timbre ya, lógicamente, muy desgastado y leñoso, pero un total dominio de las tablas, de los resortes dramáticos, del sentido teatral, compuso un Germont creíble, que logró –es preciso insistir- junto a Netrebko, un gran clímax dramático en el dúo del segundo acto. Su canto, que siempre fue avaro en sutilezas y con un legato lejos de ser de gran factura, afeado, cada vez más, por abundantes notas empujadas y portamenti, conserva una gran fluidez y un fiato aún generoso, que le permitió delinear sin problemas y con aparente facilidad la bellísima “Di provenza”, así como una estrofa de la subsiguiente cabaletta “No, non udrai rimproveri”. Los secundarios tuvieron la alta calidad que cabe esperar de un teatro de esta categoría.  

   Un grito desde el loggione “Grazie Maestro, della lezione”, saludó una de las salidas del experimentadísimo Nello Santi, que increíblemente llevaba sin dirigir en La Scala desde hace 45 años. Razón tenía el aficionado de la galería, toda vez que la sabia batuta de Santi ofreció una labor magistral. Ya desde el preludio del primer acto pudo escucharse una articulación nítida, transparente, refinadísima, genuinamente italiana. La orquesta de Santi no sólo sostuvo el canto sino que subrayó y potenció el drama. Los tempi fueron más bien lentos en algunos momentos, lo cual no tiene porque conllevar falta de tensión, que la hubo, así como progresión teatral y fuerza dramática. Sobresaliente la orquesta con una cuerda brillante y de gran tersura y unas maderas espléndidas (deslumbrantes en la introducción del aria “Di Provenza”). Magnífico, asimismo, el coro, del que no se sabe qué admirar más, si su singular empaste o la ductilidad y capacidad para regular el sonido. Unos cuerpos estables en su salsa –la verdiana- en la que se empeñan en demostrar orgullosamente no tener rival. Un auténtico placer, además de un regalo para la vista la producción de Liliana Cavani estrenada en 1990. No sólo es justo e importante resaltar la enorme belleza y elegancia de la escenografía de Dante Ferretti, con cuatro cuadros a cuál más deslumbrante, también incidir en el bien trabajado movimiento escénico con un tratamiento espléndido de las masas en el primer acto y el segundo cuadro del segundo. Un detalle de todo ello es cómo la dirección escénica es capaz de mostrarnos en el acto primero el acercamiento de Violetta y Alfredo entre las masas y la espectacularidad del decorado. Lo íntimo destacado entre lo grandioso. Fabuloso también el vestuario de Gabriela Pescucci. Gran éxito con ovaciones a los tres protagonistas, -especialmente a Netrebko- y al maestro Santi y desbordamiento tifoso en la salida de artistas en solicitud de firmas y fotografías.

Fotografía: Marco Brescia & Rudy Amisano

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