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Crítica: Antoni Wit dirige la 'Octava sinfonía de Dvorak' al frente de la Real Filharmonía de Galicia

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Autor: Beatriz Cancela
10 de febrero de 2016

TEMPERAMENTAL SUTILEZA POLACA

Por Beatriz Cancela
Santiago de Compostela. 4/II/16. Auditorio de Galicia. Temporada de la Real Filharmonía de Galicia. Director: Antoni Wit. Violín: Aleksandra Kuls. Obras de Panufnik, Karlowicz y Dvorak.

   Alrededor de este país se estructuró el eje sobre el que orbitaban todos los componentes de este primer concierto de febrero de la Real Filharmonía de Galicia: director, solista y repertorio (a excepción del "vecino" Dvoràk). Un magnífico concierto, un derroche de maestría, sin lugar a duda, que ya tocaba. Además del conocimiento de un repertorio autóctono, Antoni Wit tenía más motivos para sentirse cómodo: en primer lugar la orquesta. Ésta constituía la cuarta vez que afrontaba la dirección de la RFG, pese a que ya habían pasado cinco años desde la última. Por otra parte con respecto a la joven solista, Alexandra Kuls, que tan bien conoce y defiende su repertorio patrio y cuya colaboración tampoco era primicia para ambos.

   En primer lugar la orquesta reducida a la cuerda, con arpa incluida, interpretaba por primera vez en España Lullaby de Panufnik, resultado de un viaje a Londres en 1947. Tan pronto sonaron sus primeros acordes, vino a nuestra mente el final del Canto del viajero nocturno de Así habló Zaratustra de Richard Strauss, aunque pronto evidenciamos que Lullaby tiene carácter propio, algo que se encargó de enfatizar Wit. El director optó por una interpretación sutil y tranquila, manteniendo los acordes que subyacen como una bruma, en piano, tratando la partitura con suma delicadeza, creando una atmósfera donde las disonancias y el empleo de cuartos de tono se transformaban en quietud. El arpa con sus lentos arpegios aportaba un hipnótico y tranquilizante ostinato sobre el que emergería la melodía a cargo del violín. Aparentemente sencilla, se erigió en las cotas más agudas del instrumento, ejecutada por el concertino con total claridad, seguridad y expresividad. Tras los violines la melodía se desplaza primero a la viola, luego al violonchelo y finalmente a las notas tenidas en los contrabajos, recorrido que afrontaron homogéneamente todos ellos.

   Llegaba el momento del Concierto para violín en la mayor, op. 8 de Karlowicz compuesto en 1902, cuando el compositor contaba apenas 26 años, evidenciando un sólido conocimiento del instrumento solista y una próspera carrera compositiva que se truncaría por su prematuro  tan solo 7 más tarde. El primer movimiento constituye una exhibición de agilidades y expresividad, donde Kuls ejecutó pasajes con dobles, triples y hasta cuádruples notas simultáneas con absoluta escrupulosidad, escalas y arpegios con total claridad, fragmentos de tresillos con una arrolladora precisión y una melodía lírica con magna expresividad incidiendo en la sutileza que imprimía en las notas agudas con trinos. El segundo movimiento, la Romanza, en Andante, desbordó belleza a raudales. El director abogó por un tempo lento e incidir especialmente en los matices y en el realce de la parte expresiva que asumiría la solista con especial delicadeza. Tras ella, destacamos el papel de las trompas subyaciendo bajo el violín, en un auténtico alarde de belleza, antes de que el violín terminase revoloteando sobre los acordes de la orquesta y diluyéndose en un tenido fa en su registro más agudo. El Finale constituye el movimiento de mayor tensión y contraste de la obra donde tendrán especial presencia los metales con sus contundentes llamadas. Los cromatismos localizados, los pasajes nerviosos de semicorcheas de la primera sección que la solista asumió con total comodidad y precisión, se vieron contrastados con un breve tema tranquilo que aportó quietud antes de tornar a la agitación que anunciaba al auditorio la eclosión final con pasajes de semicorcheas donde la violinista mantuvo la intensidad, incluso intensificándola.

   Más habitual en las programaciones es la Sinfonía número 8 en sol mayor op. 88 de Dvoràk, compuesta en su retiro estival a la localidad de Vysoká en el año 1889. Obra de gran belleza y que persigue satisfactoriamente reafirmar el compromiso nacionalista del compositor. En busca de un ambiente bucólico, varios instrumentos se alzan sobre la orquesta, por ello destacó la precisión y claridad de la flauta, así como la calidez del oboe, que tuvieron un importante peso en la obra; o el clarinete y el fagot, asumiendo la melodía con especial cuidado y pulcritud; o en el caso de los metales, donde las trompas, perfectamente compenetradas aportaron ampulosidad, también las trompetas con un cariz más marcial coadyuvaron a añadir mayor elocuencia. Y en general el acoplamiento de toda la orquesta en los tuttis, alcanzando momentos de gran trascendencia.

   En definitiva, un concierto que no defraudó, al contrario, fue embaucador de principio a fin; resultado de la suma de un director y solista desenvueltos, conocedores y entregados al repertorio, del sumo cuidado a la hora de abarcar desde los aspectos más generales a los mínimos detalles, tanto del batuta como de la orquesta, que mostró total entrega y estuvo a la altura que las circunstancias requerían. El público por su parte respondió con sincera fervorosidad, especialmente tras el concierto, el momento más ovacionado de la velada.

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