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'Voces hispanas'. Un artículo de Arturo Reverter

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Autor: Arturo Reverter
12 de marzo de 2016

VOCES HISPANAS

Por Arturo Reverter
El pasado verano se estrenó en San Lorenzo de El Escorial una nueva producción de Don Carlo de Verdi ideada por el siempre imaginativo y conspicuo Albert Boadella, que trataba de ajustar la acción a la realidad histórica. En otras columnas ha expresado el firmante su opinión al respecto, destacando los logros del montaje y, al tiempo, señalando sus incongruencias. Este artículo va a centrarse en un breve estudio de las voces que han intervenido en la reposición madrileña, que tuvo lugar días atrás en los Teatros del Canal. Tres funciones a sala llena. Un análisis que parte de un hecho positivo: todos los cantantes eran españoles, lo que, considerando la dignidad general de sus prestaciones, ha de congratularnos.

   Y ha de hacernos pensar en lo errados que están a veces los responsables de seleccionar a los protagonistas de según qué óperas. El caso más flagrante fue, por supuesto, el del Teatro Real durante el mandato del extinto Gérard Mortier, que se mostró enemigo acérrimo de todo lo que oliera a español, particularmente, para no adentrarnos en terrenos más pantanosos, en lo referido a títulos y a voces. En esa época era normal que en una temporada de nueve o diez óperas, ninguna procedente de nuestro importante patrimonio antiguo, para la que habría que contar, por dar una cifra, con 150 cantantes, solamente diez o doce eran nacidos a este lado de los Pirineos.

   Hoy, y la realidad lo demuestra, gracias a la mejoría de la enseñanza, a la purificación de la raza, al acrecimiento de las vocaciones, al estudio más serio, a las becas para perfeccionarse en centros o con profesores foráneos, el nivel de nuestros artistas ha mejorado notablemente. Ya no son sólo tres o cuatro los que triunfan por ahí. Eso lo ha sabido entender Joan Matabosch, actual director artístico del coliseo de la Plaza de Oriente. Una línea que desde hace tiempo –y en ello intervenían también razones presupuestarias- trabajaron algunos teatros de provincias, el Villamarta de Jerez, por ejemplo, ahora en peligro de extinción por falta de apoyos oficiales y sobre cuya Fundación ha recaído el galardón especial del jurado en la última convocatoria de los Premios Líricos Campoamor.

   Hace unas décadas o incluso unos lustros habría sido impensable contar con un reparto netamente español capaz de afrontar con ciertas garantías una ópera tan compleja y exigente como Don Carlo. Vamos a practicar un breve examen de esos instrumentos vocales hispanos, alguno de bastantes quilates. Empecemos, así lo demanda la buena educación, por las féminas. Elisabetta, que en principio requiere una soprano lírico-spinto, fue María Rey-Joly, una cantante ya experta pese a su relativa juventud y cultivadora de los repertorios muy variados. Posee una formación musical de primer orden, es dispuesta, caleidoscópica, inteligente y vivaz. La voz es la de una lírica de timbre penetrante, de franca emisión, extensión suficiente y vibrato justo. Hizo cosas muy bellas, así en el aria de despedida a su dama de compañía o en partes de la tan compleja Tu, che la vanità, su gran número del último acto. En contrapartida, revela insuficiencias en la zona grave, donde falta consistencia, y algunos apuros en la franja más aguda. No domina el arte del filado, tan adecuado para esta parte. Como actriz es resuelta, convincente. Supo otorgar la conveniente introspección a muchas de sus intervenciones. Evidenció en todo momento un sano y transparente lirismo, su mejor baza.

   A Nancy Fabiola Herrero, cantante exquisita, le falta tinte dramático para servir un papel, tan feroce a veces, como el de Eboli. Es una mezzo lírica, de timbre muy bello, carnoso, de tersa emisión y de consumado arte de canto, pero no posee el metal del aguerrido personaje y anda un poco justa en la zona superior, algo que se puso de manifiesto en su gran aria O don fatale, una página que pide arrestos, volumen, extensión y dulzura, aspecto este último que sí plasmó con eficacia la artista, que en contrapartida llegó al exigente y agudo final un tanto corta de fuelle. En todo caso, incorporó a una Eboli creíble, con frases de clase. En la Canción del velo dominó con seguridad la peligrosa coloratura.

   Pasemos a los varones. Era una tremebunda prueba, auténticamente de fuego, para Simón Orfila enfrentarse al papel de Felipe II, uno de los más importantes, quizá el que más, que Verdi escribiera para bajo cantante. Lo pide todo: medias voces, sonoridades rotundas, graves sólidos –hasta el fa 1-, agudos contundentes –fa 3-, concentración expresiva, vigor en las réplicas, sentido del cantabiley una enorme cantidad de matices. Su famosa aria, con el recitativo inicial Ella giammaim’amò, es prueba de fuego para cualquier bajo. Orfila la salvó con mucha dignidad, con introspección, elevación, refinamiento y amplios resortes. Dicción muy ajustada, control de dinámicas, variedad de registros. La planificó estupendamente, graduando y coloreando, estableciendo la necesaria diferencia entre el sigiloso comienzo y el más arrebatado final, con los mi agudos en su sitio y los graves audibles. Ha estudiado la parte con Joan Pons. Se nota que ha trabajado duro hasta conseguir que su voz, la de un bajobaritonal de magnífico centro, potente y redondo, a veces estentóreo, quedara recogida muy musicalmente, capaz incluso de descender a zonas abisales con cierta soltura en busca de la necesaria dimensión dramática. Es cierto que al timbre le falta nobleza, atractivo tímbrico y que no se ve libre de alguna que otra aspereza y desigualdad y que ha de penetrar todavía en la rugosa psicología del monarca. Pero lo conseguido es mucho. Está en buen camino.

   Don Carlo, en este montaje de Boadella, que lo retrata como un epiléptico, un contrahecho y un aparente subnormal, fue cantado valientemente y a veces destempladamente por Eduardo Aladrén, un tenor que viene realizando una importante carrera en Alemania y que cuenta con un instrumento de rotundo y pleno lirismo, manejado de manera muy práctica. El vigor, la fuerza emisora, la entrega son indudables, como la penetración de un agudo fácil, virulento, no exento de brillo, a veces un poco fijo y no siempre del todo bien proyectado. Pero es sonoro, impetuoso, demoledor; algo que puede jugar en contra de la contención y matización expresivas, aquí orilladas en busca del impacto directo, de la dinamita instantánea, sin el reposo, el tacto, el lirismo delicado que en ocasiones se pide. Tenor trompeta que hay que seguir y al que convendría serenarse un poco en orden a encontrar una mayor gama de claroscuros.

   Agradable sorpresa la de Damián del Castillo, un barítono que está despegando gracias a una técnica bien aprehendida, perfeccionada en los últimos tiempos con Carlos Chausson. La voz es de tinte lírico y posee atractivos reflejos aterciopelados. Grave suficiente, centro amplio y agudo bien trabajado, aún falto de redondez, de total proyección, de mayor desahogo. El metal es relativo, lo que viene compensado por una línea de canto de notable pureza, a veces ligeramente alterada por episódicas y pequeñas desafinaciones. Frasea con elegancia y donosura y reproduce, y este es el caso, adornos con refinamiento, como en su primera y grácil aria ante Elisabetta. Expresa con sinceridad, lo que le llevó, aun sin estar del todo sobrado, a brindar una muy loable interpretación de sus dos exigentes arias de despedida. Por momentos, y este es un elogio por supuesto, nos recordó al gran Fischer-Dieskau, aunque Del Castillo consigue colocar mejor, con algo más de brillo, los fa y fa sostenidos 3.

   Rubén Amoretti ha encarnado bastantes veces a Felipe II, y lo ha hecho con adecuación, carácter y excelente compostura. Aquí se ha metido en la piel del desagradable Gran Inquisidor, que sólo tiene tres intervenciones en la ópera. La primera, la más importante, en su dúo con Filippo, la segunda en el gran conjunto que cierra el tercer (o cuarto si se da la partitura entera, que no es el caso) acto, aquí suprimida, y la muy breve tercera al final de la ópera. La voz pétrea, oscura, berroqueña, granítica en verdad de este cantante burgalés, a la que, por pedir, le falta un punto de rotundidad, de amplitud, quizá de ricos armónicos y que hizo sus primeras y sorprendentes armas como tenor ligero, se amolda ahora estupendamente al siniestro clérigo porque cuenta con un fa agudo bien proyectado y con mi grave claramente audible. Amoretti, cantante seguro, solvente, sólido, sabe dar aquí ese toque lóbrego y funerario a su intervención.

   La breve parte del Frate exige un bajo de cierta amplitud para su canto, solo y con coro, del primer (o segundo) acto. Francisco Crespo es aún muy joven para otorgar total presencia vocal a la parte, pero está en camino, ya que posee, aún por desarrollar, una voz oscura, bien timbrada, bien emitida, sabiamente enmascarada (aquí también ha jugado la guía de Chausson), de extensión apreciable, de igualdad manifiesta y muy grata de color. Auxiliadora Toledano, grácil soprano lírico-ligera, volvió a mostrarse segura y resplandeciente en la Voz del cielo, Belén López, con su pequeña figura, solventó sin problemas el papel de Tibaldo y Pedro Adarraga hizo lo propio como Conde de Lerma. Todos estos cantantes actuaron bajo la comprensiva batuta de Manuel Coves al frente de la Orquesta de la Comunidad. Nuestro análisis se detiene aquí.

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