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Crítica: 'Die Zauberflöte' en la Bayerische Staatsoper de Múnich

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Autor: Alejandro Martínez
8 de diciembre de 2014

CLÁSICOS Y TÓPICOS

Por Alejandro Martínez

06/12/2014 Múnich: Bayerische Staatsoper. Mozart: Die Zauberflöte. Hanna-Elisabeth Müller, Charles Castronovo, Nikolay Borchev, Ana Durlovski, Günther Groissböck y otros. Dan Ettinger, dir. musical. August Everding, dir. de escena.

   Convendría rastrear el momento en el que La flauta mágica se convirtió en una ópera “para niños”. La función que nos ocupa formaba parte no en vano del programa para público infantil de la Bayerische Staatsoper. Lo cierto es que cabe una lectura anecdótica, y a decir verdad superficial, del libreto de Die Zauberflöte. Una lectura muy asequible a los ojos curiosos del público más joven pero que no deja de ser un cierto espejismo que dista mucho de acercarse al núcleo duro de lo que se ventila en esta partitura. Seguramente un cierto tipo de puestas en escena, muy realistas, casi decorativas, literales, ha contribuido a asentar este tópico por el cual La flauta mágica sería algo así como un amable cuento de príncipes y princesas con final feliz. No somos netamente contrarios a este hecho, pero sí nos parece que supone todo ello una elusión continuada de lo que verdaderamente anida en el corazón de esta genial obra de Mozart.

   En este sentido, se reponía en escena la producción de August Everding, con decorados y telones de Jürgen Rose, estrenada ni mas ni menos que en 1978, aunque restaurada y reconstruida en 2004. Circula por ahí de hecho el DVD de unas funciones de 1983 con esta producción, con Sawallisch a la batuta y con un reparto lleno de primeras figuras: Moll, Gruberova, Popp, Araiza, Brendel, etc. Lo cierto es que el trabajo de Everding es una pequeña joya en su estilo, con sus evidentes limitaciones, con un par de instantes grotescos, pero también con algunas genialidades y con un par de estampas imponentes, como la que pone fin a la representación. Si asumimos el código, es una producción con encanto. Si nos ponemos estupendos, no es menos cierto que se antoja ya un tanto vetusta y que el cartón piedra de los decorados resulta ya caduco y trasnochado. Cabe apuntar asimismo, en el debe, una dirección de actores que brilla por su ausencia, dejada en manos de la intuición de cada solista. No es éste asunto achacable al bueno de Everding, por supuesto, sino a la rutina de reposiciones de estos grandes teatros centroeuropeos, en los que a menudo no hay el más mínimo margen para afinar este tipo de detalles.

   Habíamos elogiado en estas páginas a la soprano alemana Hanna-Elisabeth Müller al hilo de su Zdenka en la Arabella de Dresde. En esta ocasión no llegó su labor a tal punto de redondez, pero volvió a mostrar no pocos credenciales de un trabajo bien hecho. A pesar de lo modesto del instrumento, es Müller una cantante que mima el fraseo, busca pulir la emisión y consigue convencer en escena sin histrionismos.

   La soprano macedonia Ana Durlovski, de quien habíamos leído entusiastas referencias tras su Reina de la Noche en el Met, no nos pareció sin embargo tan descollante. Aunque con un material idóneo para la parte, por extensión, el timbre es un tanto impersonal y la emisión abunda en algunos sonidos agrios. El canto de agilidad es solvente pero no brillante. Aunque buena actriz, el temperamento en su caso reside más en la actuación en escena que en el acento sobre el texto.

   Charles Castronovo planteó un Tamino fraseado con esmero y deleite, pero ardoroso en demasía, llevado por un ímpetu casi heroico. No es menos cierto que lo sombreado de su timbre, con un centro firme y terso, inclina inevitablemente su enfoque por esos derroteros. Aunque a decir verdad el intérprete tampoco se afanó en demasía en buscar un lirismo hecho de matices y construido sobre una emisión variada. El agudo, en su caso, aunque está ahí, sigue siendo duro y falto de brillo, como si la voz no acabase de girar al subir.

   En reemplazo del previsto Christian Gerhaher interpretó la parte de Papageno el barítono ruso Nikolay Borchev. Nos encontramos en su caso a un intérprete de medios modestos, comunicativo, simpático y con capacidad de generar casi de inmediato la complicidad con el público que todo Papageno aspira a encontrar. El resultado vocal no pasó de lo voluntarioso, claramente limitado el intérprete por unos medios modestos y una técnica por aquilatar.

   Nunca nos había convencido tanto el bajo Günter Groissböck como en esta ocasión, en la piel de un Sarastro de emisión limpia, acentos solemnes y presencia plausible. Completaban el reparto el discreto Monostatos de Alexander Kaimbacher, y una solvente Mária Celeng como Papagena. Mención aparte merece el excelente trío de damas, con Okka von der Damerau, Tara Erraught y Golda Schultz.

   En el foso de la Bayerische Staatsoper volvía a estar Dan Ettinger, cuyas Bodas de Fígaro comentásemos ya allí este verano. El resultado fue bastante semejante: un sonido limpio, compacto y una dirección entusiasta y clara. Sin genialidad, sí, pero asimismo sin reproches evidentes que puedan ponerse sobre la mesa.

Fotos: Wilfried Hösl

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