Crítica de Alba María Yago Mora del concierto ofrecido por la Orquesta de Valencia, con el pianista Behzod Abduraimov bajo la dirección musical de Roberto Forés
Una velada de contrastes sublimes
Por Alba María Yago Mora
Valencia, Palau de la Música. 14-II-2025. Orquesta de Valencia. Director: Roberto Forés. Behzod Abduraimov, piano. Obras de Ludwig van Beethoven y Serguéi Prokófiev.
¿Cuándo se convierte la música en una verdad incuestionable? El pasado viernes, el Palau de la Música nos ofreció una respuesta con una velada que conjugó emoción y maestría. La apertura estuvo a cargo del Concierto para piano n.º 1 en do mayor, op. 15 de Ludwig van Beethoven, una obra que, aun en su etapa inicial, ya destilaba la solidez estructural y el dramatismo que marcarían su trayectoria. Desde los primeros compases, la interpretación se manifestó con una claridad y solidez indiscutible.
El solista de la noche, Behzod Abduraimov, desplegó una maestría técnica y un lirismo embriagador, que atrapó al público desde el Allegro con brio, una apertura que exige una dialéctica entre la energía juvenil y la elegancia más refinada. Sus manos destilaban un virtuosismo sin fisuras, trazando arabescos de cristal sobre la arquitectura sonora que la orquesta, bajo la dirección impecable de Roberto Forés, modelaba con pulso firme. En el Largo, Abduraimov nos ofreció un oasis de introspección, donde el piano flotaba en un estado de suspensión casi mística. Los pianísimos, exquisitos y etéreos, parecían rozar la textura misma del silencio, sin embargo, en los pasajes más enérgicos se habría agradecido un punto más de temperamento, un golpe de audacia que acentuara los contrastes dramáticos con mayor fiereza. El Rondo: Allegro cerró con brío y soltura una interpretación magistral, aunque en ningún momento previsible. Como epílogo, el solista regaló al público un bis de una belleza conmovedora: el Preludio n.º 5 en sol mayor, op. 32 de Rachmaninov. En este instante, el tiempo pareció fragmentarse en delicadas pinceladas de luz y sombra. Sin embargo, los aplausos irrumpieron con rapidez, rompiendo en cierta medida la atmósfera creada por la sutileza del momento.
Tras la pausa, la tragedia de Romeo y Julieta cobró vida a través de la selección de movimientos del ballet de Serguéi Prokófiev, una obra que se desliza entre la crudeza de la fatalidad y la dulzura de un amor imposible. Desde los primeros compases de Montescos y Capuletos, la orquesta se adueñó del espacio con una fuerza arrolladora, con los metales imponiendo su carácter implacable y las cuerdas desplegando una tensión creciente que anticipaba el conflicto inevitable. La batuta de Roberto Forés, valenciano y de una musicalidad y trayectoria admirables, supo insuflar al conjunto una teatralidad vibrante, subrayando con inteligencia cada tensión armónica y cada irrupción orquestal. La joven Julieta rebosó frescura y encanto, contrastando con la solemnidad imponente del Minueto: La llegada de los invitados, donde la cuerda y los metales dialogaron con una precisión deslumbrante.
El pasaje de Máscaras fue una de las joyas de la noche, con una sección de viento madera que pintó con sutileza la atmósfera de ese primer encuentro entre los amantes, mientras la percusión aportaba un ritmo ligero y juguetón que sugería la efervescencia del baile. La Escena del balcón resultó arrebatadora, con la orquesta abrazando la melodía con un lirismo casi cinematográfico, donde las cuerdas tejían un delicado colchón sonoro sobre el que la flauta de Salvador Martínez y el clarinete de José Vicente Herrera parecían susurrar los anhelos de los jóvenes amantes. En la Muerte de Tybalt, la dirección de Forés alcanzó cotas sublimes, orquestando el dramatismo de la escena con una intensidad casi brutal. Los metales rugieron con fiereza, mientras Javier Eguillor a los timbales marcaba el pulso de la fatalidad con implacable determinación. Aunque en ciertos pasajes hubo leves desajustes, estos no empañaron la magnificencia de la interpretación. Finalmente, la Muerte de Julieta cerró el programa con un dramatismo irremediable, la orquesta suspendida en un último suspiro que se disipó en la acústica de la sala como un destino sellado por la fatalidad. La atmósfera de concentración fue tal que el público tardó unos instantes en romper el hechizo con sus aplausos, como si todavía flotara en el aire la emoción del último acorde.
El concierto no solo fue un despliegue de excelencia musical, sino un recordatorio de la riqueza y el talento que nuestra tierra engendra. La dirección magistral de Roberto Forés y la sensibilidad de Behzod Abduraimov conformaron un binomio de una belleza singular, donde la música no fue simplemente ejecutada, sino vivida. En un mundo cada vez más apresurado, noches como esta nos devuelven la certeza de que la música, en su esencia más pura, es el único refugio inmutable del alma humana.
Foto: Live Music Valencia
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