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Crítica: «Benamor» de Pablo Luna en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Raúl Chamorro Mena
19 de abril de 2021

Enrique Viana acapara la reposición de Benamor

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 15 y 16-IV-2021, Teatro de la Zarzuela. Benamor (Pablo Luna). Miren Urbieta-Vega/Vanesa Goicoechea (Benamor), Cristina Faus/Carol García (Darío), César San Martín/Damián del Castillo (Juan de León), Irene Palazón (Nitetis), Gerardo Bullón (Rajah-Tabla), Amelia Font (Pantea), Emilio Sánchez (Babilón), Francisco Javier Sánchez, (Alifafe), Gerardo López (Jacinto de Fiorelia-Eunuco-Elohim), Enrique Viana (Abedul-confitero-pastelera). Coro titular del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Director musical: José Miguel Pérez-Sierra. Dirección de escena: Enrique Viana.

   En la línea de lo que solía ocurrir en el melodrama protorromántico belcantista italiano, en el que Bellini y Donizetti componían sus óperas para las grandes divas Giuditta Pasta, Maria Malibran, Giulia Grisi, Giuseppina Ronzi de Begnis, Henriette Méric-Lalande… Benamor es una obra creada para la gran estrella de la opereta Esperanza Iris, soprano mexicana originaria de Tabasco, que fue una popularísima diva del género, tanto en Hispanoamérica como en Europa, de tal modo, que incluso, un importante teatro de México DF lleva su nombre. En plena gira por España al frente de su compañía junto a segundo marido el barítono valenciano  Juan Palmer y al objeto de presentar una novedad junto a las obras habituales de su repertorio, proyectó una nueva obra sobre el modelo de Kismet, pieza teatral orientalizante de Edward Knoblock.

   El compositor aragonés Pablo Luna era una elección lógica para poner música a la nueva creación -sobre libreto de Antonio Paso y Ricardo González del Toro- pues su inclinación por la opereta, particularmente la de clima oriental, estaba plenamente acreditada en títulos de tanto éxito como El niño judío o El asombro de Damasco –de la que, asimismo, realizó una adaptación en inglés para los teatros británicos, My first kiss. Respecto a todo ello, así como sobre la gestación de Benamor, resulta imprescindible el muy trabajado y documentado artículo del libreto-programa editado por el Teatro de la Zarzuela a cargo de Ignacio Jassa Haro.


   El estrellato absoluto de Esperanza Iris, las prentensiones de pura diversión, el tono erótico, la ambigüedad sexual del texto con travestismo y doble travestismo en el caso del protagonista Benamor, la ironía y, a veces alocada comicidad, no compromenten en modo alguno la gran altura como compositor de Pablo Luna. Al contrario, el talentoso músico se vale de todo lo expresado para encauzar su depurada orquestación, la inspiración melódica, vuelo y efusión lírica de su escritura para el canto, todo ello con una fascinante combinación de su admiración por la música de la opereta vienesa, la de los grandes maestros europeos del momento y la música popular hispana.

   En esta reposición de Benamor, obra inédita en el Teatro de la Zarzuela desde su estreno en 1923, la dirección del teatro ha fiado totalmente la base y fundamento del espectáculo, incluida la adaptación del texto original, al tenor, director de espectáculos y showman Enrique Viana, bien conocido por los aficionados más veteranos de la capital por sus diversas intervenciones en las últimas temporadas del recinto de la Calle de Jovellanos.

   Conviene resaltar, que el montaje se beneficia de una adecuada y vistosa escenografía de Daniel Bianco, evocadora del espíritu orientalizante de la obra y que, al mismo tiempo, deja espacio suficiente para que fluya con desenvoltura el movimento escénico de los personajes y las coreografías. Igualmente valioso, el suntuoso y colorista vestuario de Gabriela Salaverri, con algún exceso, apropiado, en cualquier caso a este género. Por su parte, Enrique Viana pergeña una dirección de escena dinámica, apropiadamente cómica, en la que él mismo se integra interpretando a un hilarante Abedul, el gran visir, que compone cómicos y divertidos diálogos con los expertos Emilio Sánchez y Amelia Font, quienes saben decir muy bien el texto, con la apropiada intención, innegociable en este repertorio. Sin embargo, Viana cruza la línea del exceso y de la vanidad - pues no se conforma con ser adaptador del texto, director de escena e interpretar un importante papel- y con la complicidad del teatro, nos endosa dos largos monólogos supuestamente cómicos, uno al comienzo de la obra y otro antes del segundo acto, que seguro hacen las delicias de sus partidarios -de hecho una parte del público se rió con ganas- pero al que escribe estas líneas dichas intervenciones le parecieron absolutamente fuera de lugar y no le hicieron gracia alguna. Por lo demás y a pesar de que la asfixiante presencia de Viana, como una especie de omnipresente demiurgo, lastra en cierto modo el espectáculo, es justo subrayar que la producción funciona en su globalidad, hace justicia al género de opereta oriental, así como a su carácter cómico, desenfadado, de pura diversión, tan necesario ante la melancolía que nos invade con esta pandemia que parece no acabar nunca. Efectivamente, podemos decir que, como sucedía en la decada de los años 20 del pasado siglo: «Es lo que demanda el público».


   Lo que, sin duda, no hizo justicia a la magnífica música de Pablo Luna fue la dirección musical de Jose Miguel Pérez-Sierra, que ofreció una labor de sonido borroso y de trazo muy grueso, sin articulación ni dinámicas, ni detalle alguno, que unida a una total falta de calor, chispa y vivacidad, dejó la inspirada orquestación del compositor aragonés convertida en una especie de fondo musical plúmbeo y anodino. Un tanto falto de pujanza sonora, pero bien empastado e implicado en escena el coro titular. Impecable la coreografía de Nuria Castejón para la magnífica Danza del fuego, que estuvo lastrada por una dirección musical mecánica y sin vida.

   Los personajes in travesti han sido habituales en el teatro lírico de todas latitudes, por lo que el género lírico español no iba a ser menos. En esta opereta, la protagonista encarna un doble travestismo, pues nació hombre, le educaron como mujer y lo interpreta una fémina. En esta reposición, dos sopranos guipuzcoanas de modos refinados y buena escuela de canto afrontaron el papel de Benamor y, en ambos casos, su prestación vocal estuvo por encima de la interpretativa. Por un lado, en la función del día 15, Miren Urbieta-Vega lució su atractivo timbre de soprano lírica con cierto cuerpo, bien emitido y homogéneo, así como un canto correcto, pero poco imaginativo y un registro agudo con cierta tensión. Vanesa Goicoechea el día 16, con un material de menor calidad, desgranó un canto elegante y con más detalles, de lo que fueron apropiados ejemplos un filado de buena factura y un regulador final bien resuelto en la canción de Benamor del primer acto. Sin embargo, les faltó a ambas sopranos protagonistas sensualidad, picardía, esa vis cómica, esa ironía, en definitiva, una mayor capacidad para entrar en harina tanto en la comicidad disparatada, como en el doble sentido y la ambigüedad sexual que plantea la obra. Igualmente, el Sultán Darío, hermano de Benamor es otro personaje travestido, pues nació mujer y le educaron como hombre, de tal manera que cree serlo y asume su cargo como tal. En este caso, frente a una desimpostada y tremolante Cristina Faus el día 15, resultó claramente preferible al día siguiente, Carol García, de timbre firme y bien emitido, aunque su canto sea monocorde y resulte tan sosa en los diálogos.  

   De parecido corte, timbres modestos, justos de mordiente, brillo y caudal, ambos barítonos, César San Martín y Damián del Castillo, a los que salva el buen gusto de su fraseo. Si bien los dos lo pasaron canutas en la tan espléndida como exigentísima romanza «País del Sol» - de la que el gran Marcos Redondo dejó una grabación insuperable-, aún fueron mayores las dificultades para San Martín, debido a un registro agudo nada desahogado, con el sonido siempre retrasado y sin expansión alguna. El madrileño Gerardo Bullón, por su parte, mostró un timbre de mayor belleza, riqueza y sonoridad que el de los dos barítonos protagonistas, además de bordar escénicamente el disparatado papel de uno de los pretendientes de Benamor, el principe Rajah-Tabla. El erotismo, la frescura y el desenfado, que les faltó a las protagonistas, lo puso Irene Palazón, como una Nitetis de espectacular presencia escénica. Una odalisca plena de sensualidad y desenvoltura. Ya he subrayado más arriba el sentido del decir y las intenciones en los diálogos tanto de Amelia Font como de Emilio Sánchez, a los que se unieron Gerardo López y Francisco José Sánchez, que compensaron su limitada dimensión vocal con una buena actuación escénica.

Fotos: Javier del Real / Teatro Real

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