Crítica de José Antonio Cantón del recital ofrecido por el pianista Boris Giltburg en el Festival Rafael Orozco de Córdoba
Excelso recital de Boris Giltburg
Por José Antonio Cantón
Córdoba, 14-XI-2024. Teatro Góngora. XXII Festival de Piano ‘Rafael Orozco’ de Córdoba. Recital de Boris Giltburg. Obras de Frédéric Chopin y Sergei Rachmaninoff.
Uno de los conciertos más esperados de la presente edición del Festival Rafel Orozco de Córdoba ha sido el protagonizado por el pianista moscovita Boris Giltburg que en 2002 quedó primero entre los tres concursantes que optaban a obtener el premio del Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O'Shea de aquel año, que a la postre quedó desierto. Desde entonces su trayectoria ha sido creciente en solidez artística como ha quedado confirmado en esta actuación en la que interpretaba obras de dos de sus compositores preferidos, Chopin y Rachmaninoff.
Inició su intervención con la en su época controvertida Segunda Sonata en Si bemol menor, Op. 35 del primero, que afrontó con esa madurez de los grandes intérpretes que saben integrar sus cuatro movimientos desde la diversidad de cada uno de ellos. Así demostró enorme vitalidad en la agitación y apasionamiento que caracteriza al primero, desarrollando una técnica prodigiosa que le permitía llegar a sus contrastes con absoluta seguridad en los sentimientos que el autor quiere expresar de lucha y sufrimiento, que quedaron demostrados con una calidad lírica extraordinaria. Otro acierto supuso su versión del Scherzo subsiguiente, al que dio un poemático sentido de ímpetu y audacia hasta llegar a recrearse en la lentitud expresada en su Trío, aflorando su mejor vena romántica con un acentuado fraseo en su mano izquierda, antes de recordar la agitación de su apertura, que repitió con un aire más controlado, disfrutando de su estructura armónica. En la famosa Marcha fúnebre supo transmitir esos sentimientos de tristeza y dolor que caracterizan esta pieza única en la historia de la música para piano, semejante a lo que para el género sinfónico significó el segundo movimiento de la Heroica, Op. 55 de Beethoven que Liszt trasladó al teclado de forma magistral en su S.464/3. El momento álgido de la interpretación de la sonata estuvo en el presto Finale que Giltburg, con especial efecto fantasmal sin perder en momento alguno ese ímpetu que requiere la genialidad poemática de su contenido, construyó desde la misteriosa esencia de esta pieza única del repertorio pianístico. Quedaba así de manifiesto cómo ha estudiado este pianista todas las posibilidades que brinda este turbulento pasaje que se adelanta décadas al pianismo que habría de venir, haciendo una interpretación verdaderamente asombrosa por su concepto estilístico y sutileza de mecanismo.
Siguiendo con el compositor polaco, ofreció a continuación la Cuarta Balada, Op. 52 y el Cuarto Scherzo, Op. 54. En la primera extrajo su contrastada belleza dominando el canto que propone Chopin con verdadera delectación, hasta, después de intrincadas modulaciones y dinámicas, desembocar en una entusiasta conclusión en la que quedó demostrado cómo se sentía cómodo el pianista con las prestaciones que tenía el instrumento, del que obtenía todo su potencial tímbrico, cromático y dinámico con fascinante sentido musical. Otro tanto ocurrió en el scherzo que Giltburg tocó buscando la elegancia que concentra esta obra en su preciosa parte central resaltada por las ondulaciones de su prodigiosa mano izquierda antes de llegar a la inquietante progresión de su piú presto final que realizó con creciente intensidad y apasionamiento.
Siete obras de Rachmaninoff ocuparon la segunda parte del recital: Una selección de seis preludios y la Segunda Sonata, Op. 36. La identificación que tiene Giltburg con el pensamiento musical de este compositor es verdaderamente digna de admiración. Sólo cabe valorar su recreación de la música de este autor como de una perfección que recuerda a los grandes pianistas rusos del siglo XX, que hicieron de este repertorio uno de sus temas recurrentes como determinante referente de su valía como intérpretes. Es el caso que nos ocupa. Haciendo uso de su portentoso virtuosismo, engrandeció la estructura tonal del Op.32/3, jugó con la línea melódica que permite el Op.32/5, brilló en el famoso Op.23/5 haciendo que el piano cantara literalmente en su parte central, un lirismo armónicamente muy controlado desarrolló en el Op.32/10 para dejar de manifiesto un poderoso martellato en su parte central. La claridad de articulación en su mano derecha y el sugestivo sustento armónico de la izquierda quedaron perfectamente fusionados en el Op.32/12, cualidades que se repitieron en el Op.23/7 que cerraba la selección, en la que destacó el alternante orden emocional escogido por el pianista.
Desarrollando todo su potencial técnico, Boris Giltburg atrapó al auditorio con la grandiosa cinética del arpegio descendente con el que se abre la Segunda Sonata en Si bemol menor, Op. 36, para generar un clima de resplandeciente armonía en su segundo tema, motivando su posterior desarrollo en el que un virtuosismo desbordante se apoderó del auditorio. En el allegro central de la obra volvía a destapar nuevamente las esencias líricas de su toque expresadas con un control absolutamente admirable, que iba creciendo hasta el ansioso final que desgranó con especial y tensionada pulcritud de articulación antes de abordar el Allegro molto que cierra la obra. Lo transmitió con esa vitalidad con la que había iniciado su actuación al acentuar la visceralidad que pide el compositor, percibiéndose como la música palpitaba en su plexo solar antes de llegar a las manos, culminando así una actuación que cumplía sobradamente las expectativas que la presencia de este pianista en Festival había suscitado entre los aficionados.
Como obsequio a un público entusiasmado con su enorme capacidad pianística, puesta siempre al servicio del concepto musical, ofreció hasta tres bises empezando con el exquisito Liebeslied de Fritz Kreisler que transcribió Rachmaninoff, el Estudio Op.25/5 de Chopin, para terminar con la Arabesque en Do, Op.18 de Schumann en la que Boris Giltburg volvía a ofrecer sus mejores esencias románticas con preciosa elocuencia a la vez que sutil delicadeza.
Foto: María Cariñanos
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