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Crítica: Carlos Álvarez, Jorge de León y Ainhoa Arteta protagonizan una «Katiuska» 'estelar y expres' en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Raúl Chamorro Mena
6 de octubre de 2018

Una Katiuska estelar y exprés

   Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 4-X-2018. Teatro de la Zarzuela. Katiuska, la mujer rusa (Pablo Sorozábal). Ainhoa Arteta (Katiuska), Carlos Álvarez (Pedro Stakoff), Jorge de León (Principe Sergio), Milagros Martín (Olga), Emilio Sánchez (Boni), Enrique Baquerizo (Amadeo Pich), Antonio Torres (Bruno Brunovich), Amelia Font (Tatiana). Coro titular del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Guillermo García Calvo. Dirección de escena: Emilio Sagi.

   Gran expectación y un ambiente de estreno con muchas caras conocidas -incluidas algunas pertenecientes al llamado famoseo-, más propio, en principio, del Teatro Real que del de la Zarzuela, presidió esta apertura de la temporada del recinto de la Calle de Jovellanos. En cartel, una de las obras más populares del género, aunque ausente desde hace muchos años de este teatro, Katiuska (Barcelona, 1931), primera obra lírica de Pablo Sorozábal (1897-1988), último pilar –junto a Federico Moreno Torroba- del género lírico español durante el siglo XX. Sobre el escenario cantantes ausentes del Teatro Real en los últimos años como Ainhoa Arteta y Carlos Álvarez, que junto a Jorge de León formaban un trío de estrellas actuales de la lírica hispana en la única representación que coincidían los tres.

   Pablo Sorozábal había regresado a España después completar su formación musical en Alemania becado por la diputación de Guipúzcoa y haber desempeñado ya labores de director de orquesta. En contra de sus intenciones iniciales, asumió, que en la España de la época, la única manera de salir adelante era componer para el teatro, pero pretendió crear algo distinto con una música -dentro de la tradición y la tonalidad, por supuesto- con un acabado más moderno y que integraba esa honda formación académica con una destacada personalidad. Para ello, opta por una estructura de opereta ambientada en la Rusia revolucionaria y en la que se combina una orquestación exquisita, muy depurada, con una fecunda inspiración melódica en una escritura para la voz que reúne momentos de gran belleza e intensidad lírica con números cómicos que recogen danzas populares del momento como el Fox-trot o más tradicionales como el vals. Aunque el mensaje político y de crítica social fue importante para atraer público (junto al protagonismo de un fenómeno de masas dentro de la zarzuela como fue el barítono cordobés Marcos Redondo) en una España agitada a punto de proclamar la República, el mismo queda morigerado por la ligereza propia del tratamiento de opereta de la obra.

   Soy consciente de que aligerar las partes habladas de las zarzuelas puede ser necesario en algunos casos para captar público actual (cierto es que algunos pueden resultar chirriantes o caducos para oídos actuales), difundir internacionalmente el género y atraer los cantantes más reputados que normalmente se dedican a la ópera y a los que los abundantes diálogos pueden resultar un escollo importante. Sin ir más lejos, una producción de una obra tan emblemática del teatro lírico como el singspiel La flauta mágica de Mozart, a cargo de Barry Kosky –que pudo verse en el Teatro Real- y que suprime los diálogos, ha disfrutado de un gran éxito internacional.  Dicho esto, dejar Katiuska en apenas 80 minutos (sin intervalo) con amputación total de la mayoría de los diálogos me parece pasarse mucho de la raya, pues la trama deviene incomprensible, los personajes se quedan en meros esbozos y quien no conozca la obra tiene muy difícil enterarse de algo.

   Así las cosas, este montaje de Emilio Sagi en coproducción con varios teatros y ya visto en Madrid en el Teatro Español, discurre expeditivo, como una especie de sucesión de números musicales en cierto modo equiparable a una representación en concierto (con la diferencia respecto a La tempestad de Chapí ofrecida en dicho formato el pasado mes de febrero, que en esta ocasión no estaba Juan Echanove para narrar el argumento), sólo que encuadrada en una escenografía a cargo de Daniel Bianco, que presenta la taberna en la frontera ucraniana encuadrada por un dorado marco torcido y unos escombros, que simbolizan en ambos casos la caída del régimen zarista. Más allá de las ciertas dificultades para el movimiento de los artistas que provoca dicha morralla en el escenario, hay que subrayar que cantan siempre delante (como suele pasar, afortunadamente, con los montajes de Emilio Sagi, procedente de una ilustre dinastía canora) y que la producción sin mayores alicientes y con una dirección de actores somera –pues parece que la parte principal de la misma es la versión que se ofrece con la correspondiente poda de los diálogos- discurre por el camino de la decepción y lejos de los estupendos trabajos que el asturiano ha ofrecido en el campo de la zarzuela.

   El aspecto musical y vocal no decepcionó, aunque el veredicto del público por clamor de vítores y aplausos rubricó el justo triunfo, por encima de todos, del barítono malagueño Carlos Álvarez, que llenó la sala de la Calle Jovellanos con algo muy difícil de escuchar hoy día: sonido genuinamente baritonal, bello, noble y viril, además de canto gran clase, no especialmente variado de fraseo, pero siempre con empaque y fondo musical. La ausencia de Álvarez desde hace años en las temporadas del Teatro Real suscita que sus apariciones en el Teatro de la Zarzuela sean esperadas como agua de mayo por la afición madrileña. El malagueño supo exponer el lirismo evocador de la mejor ley en la romanza «Calor de nido», el arrojo noble y gallardo en «La mujer rusa»  y la lealtad y sentido del deber que se impone sobre el sentimiento amoroso en ese fabuloso dúo «Somos dos barcas» que constituye el clímax de la obra. Seguramente, además, se irá soltando más en el aspecto escénico en las próximas funciones.  

   Una voz muy diferente lució Ainhoa Arteta respecto a la –aún «sin hacer»- que escuchó el que suscribe en su debut en Madrid en 1993 en el propio Teatro de la Zarzuela con La Canción del olvido de Serrano y un subsiguiente Rigoletto de Verdi en el Festival de Otoño de dicho año. Permanecen inalterables el atractivo y personal timbre, la elegancia del fraseo y la esplendorosa presencia escénica, que ya cautivaron al público de la capital hace 25 años. En esta ocasión, la soprano tolosarra -bien es verdad que un tanto en plan «diva a su aire»-  en una de las dos únicas funciones que abordará en la serie, exhibió un sonido anchote y caudaloso, un punto pesante, pero que le sigue permitiendo emitir bellas notas filadas como las que remataron sus dos romanzas. Ambas son dos bombones para una soprano lírica y Arteta no los dejó escapar, aunque la clase, la elegancia y el aquilatamiento del fraseo brillaron especialmente en la segunda «Noche hermosa» por encima de «Vivía sola». Un tanto afectada se mostró en los pocos diálogos que le quedaron.

   La presencia de Jorge de León en un papel tan breve como el Príncipe (apenas dos intervenciones) se explica en el afán de redondear un reparto de estrellas internaciones de la lírica española actual para esta apertura de temporada. El material vocal del tinerfeño sigue sin tener apenas rivales como tenor spinto en el panorama actual, pero la emisión resulta cada vez más bailona y en el bellísimo cantabile de su salida «Es delicada flor» faltaron elegancia y delicadeza, si bien no se puede negar que lo delineó dignamente. Su mejor momento llegó en el enfrentamiento final con Pedro Stakoff –a destacar esa vibrante frase «Es princesa, es princesa de sangre imperial y en sus venas palpita orgullosa la sangre del Zar»- donde De León lució su timbre corposo, robusto y sonoro, así como esos sonidos percutientes en la zona alta marca de la casa.

   La delirante galería de personajes cómicos secundarios estuvo bien servida por un cumplidor Antonio Torres, la incombustible Milagros Martín, (exultante en «A París me voy») y el sentido del decir, veteranía y dominio de las tablas de Emilio Sánchez, Enrique Baquerizo y Amelia Font.

    Guillermo García Calvo volvió a demostrar que es un músico serio y riguroso, garantizó la factura musical del evento, destacó como se merece la rica orquestación de Sorozábal y si pudo faltarle cierta afinidad y vuelo en los fragmentos más ligeros, mostró una impecable concertación en los números de conjunto, cinceló un acompañamiento exquisito a las dos romanzas de Katiuska y diseñó una arrebatadora atmósfera nocturna en el final del primer acto. El coro, a su alto nivel de siempre. Éxito rotundo.

Foto: Javier del Real / Teatro de la Zarzuela

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