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CD: Krystian Zimerman graba las sonatas D959 y D960 de Schubert para Deutsche Grammophon

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
13 de octubre de 2017

"Quizá haya perdido la oportunidad de hacer, si no la grabación definitiva, sí su grabación definitiva de estas dos grandes cumbres del piano".

UNA OPORTUNIDAD PERDIDA

   Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Krystian Zimerman. Schubert piano sonatas D959 & D960. Deutsche Grammophon.

   Reconozco que, de un tiempo a esta parte, me vengo sintiendo fuertemente atraído por el arte de Franz Schubert. En algunas de sus obras, muchas veces inintencionada pero injustamente olvidadas por el gran público, hay algo a un tiempo tierno y trágico, una especie de serenidad luminosa y amable tras la que parece esconderse una profunda resignación y la acechante sombra de un fatal destino. Por su parte, el gran pianista Krystian Zimerman es siempre una referencia en cuanto a calidad musical, precisión técnica y pulcritud estilística se refiere. Sus grabaciones de Mozart, Beethoven, Chopin, Brahms, Liszt, Ravel y Debussy, por citar algunos, son siempre una garantía a la hora de acercarse a la obra de estos compositores, aunque luego podamos decantarnos por la interpretación de otros pianistas quizá más especializados en un repertorio concreto. Cabe, pues, esperar en este nuevo lanzamiento de Deutsche Grammophon una visión de Schubert que sepa hacer emerger los claroscuros de la obra del músico vienés, y más aún tratándose de sus dos últimas sonatas para piano, consideradas por muchos como una suerte de testamento musical y, –dejando a un lado tales consideraciones, más o menos esotéricas– a todas luces, la indiscutible culminación de su obra para este instrumento.

   Pero no. Bastan unos pocos segundos, unos pocos compases, si acaso unas pocas notas, para darse cuenta de que algo no va bien. El oyente encuentra desde el comienzo un ataque duro, un sonido seco, una escasez de pedal que deja al piano huérfano de armónicos, un acercamiento que quizá persigue la rotundidad, pero que consigue precisamente lo contrario, rudeza en lugar de redondez. Decididamente no es un comienzo muy prometedor para la monumental D959 en la mayor. El movimiento inicial se sucede en un clima de continuos contrastes muy poco sutiles, contrariamente a lo que suele ser costumbre en el pianismo de Zimerman. El segundo movimiento comienza mucho mejor, aunque su izquierda es tan portato que a veces es excesivamente seca. Los pasajes más líricos tienen algo de chopiniano –lo que no acaba de convenirles– quizá debido a un rubato demasiado acusado. El tercer movimiento, en cambio, exhibe una viveza desenfadada que Zimerman gestiona con solvencia y calidad. La luminosidad es aquí protagonista y no queda rastro de la rudeza inicial. Tampoco en el cuarto y último –en el que Schubert rescata el tema del segundo movimiento de su temprana D537 en la menor– percibimos agresividad. Es este, probablemente, el movimiento más logrado de los cuatro que integran la sonata. Las líneas melódicas fluyen con una naturalidad, una limpieza y una dicción que nos recuerdan a las del mejor Zimerman. Pese a todo, dos movimientos maravillosamente ejecutados no consiguen borrar un comienzo tan desasosegante como el que el músico polaco realiza en esta monumental cumbre pianística.

   Aunque uno guarda el secreto deseo de que la aproximación que hace el Zimerman sea diferente en la D960, pronto descubre que no es así y que las irregularidades siguen presentes en una versión cuyo inicio ya plantea algunas dudas. El comienzo del primer movimiento presenta un tema de gran placidez y serenidad, y así debe hacerlo sentir el pianista eligiendo el tempo adecuado –el Molto Moderato que reza al comienzo del movimiento debe sopesarse detenidamente, pues demasiado rápido pierde el carácter reposado y demasiado lento se hace agónico–. Con esta versión de Zimerman me sucede algo que no me había pasado nunca antes con este –ni con ningún otro– pianista: hay algo de embuste, de falacia. El tema parece sereno y calmo pero hay algo de fondo, probablemente un planteamiento rítmico excesivamente mecánico, que hace que esa serenidad sea sólo un trampantojo. Ni que decir tiene que eso minimiza –y mucho– el impacto del trino en el registro grave, como si ya viéramos venir la tragedia y la turbulencia en lugar de irrumpir éstas tenebrosamente en el plácido discurso inicial.

   Esta sensación de rigidez métrica no se limita al tema principal y se muestra con claridad a medida que avanzamos en la exposición del movimiento. Mientras su concepción del tempo es firme, incluso férrea, en pasajes donde podría –y quizá debería– ser algo más flexible, resulta excesivamente laxa en pasajes donde se impone un mayor rigor. La articulación parece variar a capricho del intérprete en lugar de aplicar éste un mismo criterio para idénticas situaciones pianísticas. El momento más sensible del desarrollo, en el que el tema se expone en modo menor sobre un colchón de acordes repetidos, es más una martilleante sucesión de corcheas que el rumor brumoso sobre el que construir una melodía antes serena y ahora mudada en un lamento. De nuevo, el murmullo trágico del trino en el registro grave se vuelve, en las manos del polaco, preciso y claro, lejos del carácter misterioso, casi tétrico, que se espera del momento.

   El segundo movimiento es mucho más coherente y el clima conseguido por Zimerman se acerca mucho más a ese ideal que se desprende del estudio de la partitura. La evocación de un paisaje desértico y monótono es aquí clara y transparente, mientras que en el tercer movimiento el juego y la galantería se entremezclan de manera excelente gracias al buen hacer del pianista. El movimiento final, sin embargo, vuelve de nuevo a discurrir por territorios un tanto veleidosos entre los que se incluyen la variación caprichosa del tempo y la aridez excesiva en según qué momentos. Sin ir más lejos, el comienzo del movimiento, caracterizado por esa nota tenida que actúa como angustioso interrogante, se vuelve casi cómico a causa del toque cercano al staccato empleado por Zimerman. El movimiento fluye en general a una velocidad excesivamente alta, aunque de forma técnicamente impecable. La coda, brillantemente ejecutada, cierra la sonata y con ella un disco que no deja indiferente por su irregularidad.

   Y es que sin duda es el calificativo que mejor define a este nuevo lanzamiento discográfico: irregular. Tan pronto hay momentos de maravillosa musicalidad como pasajes en los que el sonido se vuelve bronco y agresivo. En una grabación de un pianista de menos nivel esto puede ser comprensible, aunque no por ello deseable. Pero con Zimerman uno espera otra cosa desde el principio, y en este caso las expectativas no se ven cumplidas. Zimerman ha hecho memorables grabaciones pero esta no es una de ellas, y es difícil dejar de pensar que, con sesenta años recién cumplidos, quizá haya perdido la oportunidad de hacer, si no la grabación definitiva, sí su grabación definitiva de estas dos grandes cumbres del piano. Y es una pena perder esta clase de oportunidades.

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