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Crítica: 'Cavalleria rusticana' y 'Pagliacci' en la ABAO

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Autor: Javier del Olivo
26 de abril de 2015

DONDE HAY AGRAVIOS NO HAY CELOS

Por Javier del Olivo

Bilbao.25/04/2015. Palacio Euskalduna. Pietro Mascagni: Cavalleria Rusticana. Ruggero Leoncavallo: Pagliacci. Daniela Barcelona (Santuzza), Gregory Kunde (Turiddu), Luca Grassi (Alfio), Nuria Lorenzo (Lola), Annie Vavrille (Mamma Lucia).Gregory Kunde (Canio) Inva Mula (Neda) Luca Grassi (Tonio) José Manuel Zapata (Beppe) Manel Esteve (Silvio). Coro de Ópera de Bilbao. Dirección musical: Alessandro Vitiello. Orquesta Sinfónica de Navarra. Dirección de escena: Joan Anton Rechi.

   El título de esta comedia del escritor del Siglo de Oro Francisco Rojas Zorrilla resume someramente el argumento de las dos obras que el pasado sábado 25 de abril subieron al escenario del Palacio Euskalduna dentro de la 63 temporada de la ABAO (Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera): Cavalleria rusticana y Pagliacci. Porque, realmente, no son los celos (que podemos decir que entran en el plano de lo imaginario) sino reales y comprobados agravios los que provocan los trágicos desenlaces de ambas. Dos óperas, por cierto, que siguen ocupando un lugar preeminente en las programaciones operísticas mundiales (el mismo día que las veíamos en Bilbao se representaban en el MET de Nueva York y a principios de abril eran el plato fuerte de la programación del Festival de Pascua de Salzburgo) y que forman un tandem ( “esas almas gemelas perennes” las llamaba estos días un crítico neoyorquino) que hace que difícilmente se vean por separado. Y está unión no viene solamente por tradición sino que hay claros nexos que las unen y que justifican su programación conjunta: Ambas forman piedra angular del llamado verismo, ese movimiento un poco difuso actualmente (ya se discute si muchas de las obras englobadas en este movimiento cumplen los supuestos cánones del mismo), son coetáneas (Cavalleria estrenada el 1890, Pagliacci en 1892), ubicadas en el Sur profundo italiano y alrededor de una festividad religiosa (Sicilia  y Pacua en Cavalleria, Calabria y la Virgen de agosto en Pagliacci), con una temática muy similar (las traiciones amorosas que  decíamos que son más agravios que celos y que llevan a finales trágicos) y una estructura musical con ciertas similitudes.

   También son evidentes sus diferencias. Cavalleria es una obra, a mi juicio, más irregular, donde un joven Pietro Mascagni, que había ganado con ella el segundo concurso (organizado por el editor Edoardo Sonzogno) de óperas en un acto para compositores italianos de menos de 30 años, adapta la obra teatral del mismo nombre de Giovanni Verga. El melodrama de Verga (con su dramatismo pesimista, con su crudeza) se desdibuja un poco al ser adaptado por los libretistas  Guido Menasci y Giovanni Targioni-Tozzeti a los modos operísticos. Sí es verdad que la figura de Santuzza, víctima y a la vez en parte verdugo del mujeriego Turiddu, está muy bien definida teatralmente y también resulta acertada la inclusión en medio del preludio de la “siciliana” que canta Turiddu entre bastidores y que nos da las claves del comienzo del drama, pero también hay números de difícil comprensión dramática como el coro que acompaña a la entrada de Alfio, el marido engañado, y donde se hace un canto un poco forzado a la vida del carretero. Es en los dúos entre los protagonistas y sobre todo en todo el desenlace final donde la música y el drama se unen para crear los momentos más impactantes. Aunque musicalmente siempre destaca el coro de Santuzza con los aldeanos que cantan en la puerta de la iglesia y el maravilloso intermedio musical.

   Ruggero Leoncavallo se hizo cargo tanto de la música como del libreto de sus Pagliacci. En eso parece que quiso emular a su admirado Wagner y aunque no vamos a decir que Pagliacci rezuma influencias wagnerianas, sí que podemos asegurar que Leoncavallo piensa de otra manera a la hora de crear música y texto en comparación a Mascagni. Hay en esta ópera un sustrato dramático mejor trazado, más constante y que tiene un hilo conductor claro y preciso desde el principio. Es acertado (además de muy bello musicalmente) el prólogo donde el barítono (Tonio en el drama posterior) nos presenta la obra y nos prepara para la mezcla de ficción y realidad, para ese teatro dentro del teatro,que tanto juego da y que es tan del gusto de algunos compositores. Desde el principio se nos dibuja claramente cada uno de los principales personajes y se presiente ya el trágico final. La naturaleza humana es visible en toda su crudeza y ni música ni texto ahorran medios que nos sumerjamos en el absoluto verismo de Pagliacci.

   No es raro que cuando se pone en escena estas dos óperas haya nexos de unión entre ellas en la producción. La que presenta Joan Anton Rechi para esta nueva puesta de ABAO ahonda en este camino. E incluso va más allá utilizando un acertado nexo dramático entre las dos piezas que no voy a revelar para que sea una sorpresa para los que acudan al Euskalduna en próximas representaciones. No es el único acierto de Rechi. La escenografía (de Gabriele Moreschi) es de corte clásico y realista (toda la producción, incluido vestuario, nos lleva a la Italia de mediados del S. XX y nos recuerda al neorealismo cinematográfico). Se nota que es una producción creada para el Euskalduna (y que ha pensado en público y cantantes)  porque cuida dos detalles. Uno el cerrar el escenario (se crea una típica plaza de un pueblo del sur italiano cuyo fondo es una escalinata y una iglesia) lo que lleva a que las voces no se pierdan ni en laterales ni fondo y se proyecten hacia el amplio auditorio sin pérdidas sonoras. Y el otro hacer que los personajes canten casi siempre en el tercio delantero del escenario, en el proscenio, para que el esfuerzo para traspasar la orquesta y llegar a todos los rincones del Euskalduna sea menor. En Pagliacci la escenografía se completa con un antiguo carromato circense que aparca en la plaza del pueblo. Ayudado, seguramente, por unos cantantes colaboradores y un coro entusiasta, el movimiento escénico casi siempre es acertado y con el ajustado dramatismo. Sólo habría que perfilar mejor los movimientos de un coro a veces excesivamente deambulante. La iluminación, responsabilidad de Bogumil Palewicz, se centra adecuadamente en marcar los momentos dramáticos y el vestuario de Mercè Paloma se ajusta perfectamente a ese aire neorealista que se comentaba más arriba.Muy acertados también detalles que pueden pasar desapercibidos pero que dotan de un hilo conductor lógico a la historia y que a la vez la clarifican, como fue el juego con el anillo de compromiso que supuestamente da Turiddu a Santuzza y que simboliza la palabra dada por el amante infiel. También el cambio de el reto al duelo entre Alfio y Turiddu que en la omertà siciliana (y en la representación original) se simboliza con un mordisco en el lóbulo de la oreja y que Rechi sustituye por el mordisco de ambos hombres a una manzana. En resumen, una producción que se adapta perfectamente a un espacio tan traidor como el Euskalduna y que se ajusta, con buen criterio, al gusto del público de ABAO.

   Mucho se habla en revistas y medios musicales de las incursiones de Plácido Domingo en territorios baritonales y del mérito que tiene este esfuerzo dada su edad y su gran carrera artística. Pero se habla menos (aunque quien sigue su trayectoria no puede más que sorprenderse positivamente) de la evolución del tenor norteamericano Gregory Kunde que, a sus 61 años (perdónese la indiscreción de señalar su edad, pero aquí es para resaltar un mérito) y con una carrera consolidada en otros repertorios, se ha lanzado, con un vigor del que uno no se puede más que congratular, a debutar una serie de roles que ni de lejos se pensó pudiera abordar. Y además lo hace con una clase, con una calidad, que deja atónito. Tuvimos el privilegio el pasado sábado de ver su debut como Turiddu y como Canio y no queda más que quitarse el sombrero ante los resultados obtenidos. Aunque no se le vio igual de cómodo en ambos papeles. Empezó algo dubitativo en la siciliana fuera de escenario con el que se abre su intervención en Cavalleria. No se apreciaba la frescura y la soltura a la que nos tiene acostumbrados. No fue hasta su dúo con Santuzza donde ya se le vio más seguro, más él mismo, pero nunca (por lo menos en esta primera representación) se le vio cómodo, relajado. Estaba ahí el agudo bien timbrado y la fácil proyección, pero no deslumbró. Hubo que esperar al papel de Canio, con mucha más enjundia, para ver un Kunde de gran calidad, hasta diría que exultante. Todas sus intervenciones contaron con el dramatismo vocal que exige el papel, con unas medias voces preciosas, recogiendo la voz con elegancia y sentimiento. La celebérrima vesti la giubba arrancó, como no podía ser de otra manera, los bravos del público, pero sobre todo destacaría ese arrojo en el ascenso al agudo, esa seguridad en toda la tesitura. Una lección de canto.

   

   La protagonista femenina de Cavalleria la asumió la mezzo italiana Daniela Barcellona. Su caracterización fue perfecta optando, seguramente por la indicación del director de escena, por una Santuzza más triste y suplicante que vengativa. En el aspecto vocal no tuvo ningún problema en proyectar su canto que llegó perfectamente al público aunque su dicción no fue lo suficientemente clara en alguna ocasión. Más destacada, como era de esperar, en las notas graves, tampoco tuvo dificultades en el resto de la tesitura. Muy flojo en esta ópera el Alfio de Luca Grassi. Sus intervenciones sonaron toscas y sin gran calidad y su voz se quedó pequeña, demasiado recogida. Muy bien la Lola de Nuria Lorenzo que aunque con un papel pequeño, dio muestras de su gran calidad. Cumplidora la Mamma Lucia de Annie Vavrille cuya voz mostró un vibrato demasiado excesivo.

   Inva Mula daba la réplica a Kunde en Pagliacci como Nedda. Es indudable la calidad de la soprano albanesa y, una vez más, no defraudó. Estuvo excelente como actriz y destacaron sus tres dúos donde mostró sus cualidades: facilidad en el agudo, gran expresividad y modulación adecuada. Mucho mejor en esta segunda obra Luca Grassi. Ya en el “Prólogo” notamos otro cantante diferente, más seguro, con mejor proyección, con una voz bien asentada y proyectada. En el dúo, tremendo dramaticamente, con Nedda estuvo muy bien, sin llegar nunca a la excelencia. Estupendo José Manuel Zapata como Beppe destacando la delicadeza y buen gusto con la que cantó el aria de Arlecchino. Muy bien Manel Esteve que lució una voz bella, bien timbrada y proyectada en su encarnación de Silvio, el amante de Nedda.

   Ya en las anteriores crónicas de esta temporada destacábamos la mejoría del Coro de Ópera de Bilbao que dirige Boris Dujin. En Cavalleria y Pagliacci estuvieron sublimes, conviertiéndose, después de Kunde, en los receptores de los mayores aplausos del público. Voces bien timbradas, delicadeza cuando la partitura lo requería, empaste perfecto en el maravilloso coro “Inneggiamo”. Más extrovertidos en Pagliacci, que da pie a ello, redondearon una de sus mejores intervenciones de los últimos años.

   Alessandro Vitiello fue una auténtico “maestro”. Nos enseñó todos los entresijos de las dos partituras, todos esos sonidos que a veces nos pasan desapercibidos en la vorágine dramática de las dos obras. Estuvo siempre atento al escenario, pendiente de las entradas y fue, sin ninguna duda, el responsable del éxito musical de esta representación. Un lujo. Un lujo también fue, bajo su batuta, una Orquesta Sinfónica de Navarra en una de las mejoras actuaciones que se le recuerdan en el foso del Euskalduna. Bien compactada, precisa, atenta a la batuta destacó sobre todo una excelsa cuerda que nos brindó, claro está gracias a la mano de Vitiello, un fabuloso intermedio de Cavalleria.

   Los aficionados siempre comentan cual será al final la ópera triunfadora de la temporada, la más destacada. Werther tenía muchas papeletas, hasta el pasado sábado, para ganar. Este doblete de agravios vengados es una fuerte baza para alcanzar para el simbólico premio final.

Fotografías: E. Moreno Esquibel

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