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Crítica: Lionel Loueke ofrece un recital a solo en el Festival JazzMadrid 2021

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Autor: Juan Carlos Justiniano
14 de noviembre de 2021

La inteligencia y el gusto de Loueke estriba en que todo este tipo de «cacharros» tecnológicos no son más que el aderezo de una creatividad musical que no requiere ni mucho menos de la tecnología para reivindicarse.

El más díscolo de los de Hancock

Por Juan Carlos Justiniano
Madrid, 11-XI-21, Sala Guirau. Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa. Festival Internacional de Jazz de Madrid 2021. Lionel Loueke [guitarra].

   Es una pena que el pasado jueves, ante posiblemente la propuesta más original de la programación del Festival Internacional de Jazz de Madrid 2021, no fueran pocas las butacas vacías en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa. Y es incluso un poquito más triste porque el protagonista de lo que se vivió en la Sala Guirau, Lionel Loueke, es un viejo conocido que además ha visitado la capital con cierta frecuencia a lo largo de estos últimos. Lo hizo en 2016 en el propio marco del JazzMadrid como integrante de Aziza, ese grupo un tanto inclasificable formado por el talento del propio Loueke, Chris Potter, Dave Holland y Eric Harland. Repitió en 2017, pero esta vez en una de las últimas bandas eléctricas que reunió el llorado Chick Corea junto a Steve Gadd. La fecha más reciente en la que pudimos escuchar al guitarrista de Benín en Madrid fue una tarde de octubre de 2019 (que hoy se antoja lejanísima y felicísima antes del gran parón) enrolado de nuevo en otro proyecto de fusión de élite dirigido por Herbie Hancock –esta fijación por colocar a Loueke en la dimensión de la fusión es algo perfectamente lógico y natural en el caso de un guitarrista que consigue dar una nueva vuelta de tuerca a la idea de fusión–. Con todo, precisamente a él, a Herbie Hancock, ha dedicado el guitarrista su última grabación, HH (Edition Records, 2020), un álbum compuesto prácticamente en su integridad por algunas de las páginas más icónicas del pianista y la excusa perfecta para volver a presentarse, ahora a solo, en la capital madrileña.

   Herbie Hancock cuenta con al menos dos hechos extraordinariamente notorios en su biografía como puntal del jazz y como genio creativo de los últimos sesenta años: haber madurado al abrigo de Miles Davis (sin quien no se puede entender, si no todo, al menos buena parte de la historia del jazz), y haber sido de los jazzistas que más nítidamente abrieron camino y crearon escuela. Y es que su semilla alimentó y sigue alimentando la propuesta de muchos jóvenes músicos enamorados de los sintetizadores y de todo tipo de cacharritos eléctricos, artistas que fusionando el jazz con el funk, el soul y las músicas urbanas, abarrotan tanto escenarios como pistas de baile. Ahí están sobre todo Robert Glasper o Theo Croker, pero en cierta medida también Christian Scott, o los no tan mozos Nicholas Payton o el también añorado Roy Hargrove y su proyecto RH Factor. Pero en esto Lionel Loueke vuelve a sobresalir con su originalidad. El propio músico reconoció al joven octogenario como un mentor, como un padrino. Sin embargo, probablemente este magisterio sea más nominal o sentimental que estrictamente estilístico o lingüístico. O como mínimo habría que admitir que en todo caso Loueke ha sido y es el más díscolo de los de Hancock, el más heterodoxo y a la vez el más insólito. Porque Lionel Loueke habla un idioma propio y plenamente diferenciado. Y esto no es un tópico, basta escuchar apenas unos segundos su música para convencerse de que es un guitarrista originalísimo. El músico, no cabe duda, ha encontrado su voz y ésta no suena a nada parecido.

   Cualquier músico de jazz presumiblemente comparte una consigna así. Y hay que decir que de todos ellos los guitarristas tienen la facilidad (y cuentan con esa tradición) de recurrir a la tecnología para conseguirlo –pese a ser el jazz un estilo a priori colonizado por guitarristas y guitarras de sonido limpio–. El auxilio tecnológico de efectos y diversos pedales hace perfectamente identificables el sonido de los Pat Metheny, los John Scofield, los Kurt Rosenwinkel o los John Abercrombie (por citar algunos guitarristas especialmente asociados al uso de efectos). Lionel Loueke perfectamente podría engrosar esta lista porque su sonido resulta reconocible por el empleo de un particular efecto con el que emula el sonido de un sintetizador. Sin embargo, el pasado jueves apenas se sirvió de este sello distintivo suyo (algo que sí hace, sin embargo, de una manera muy profusa sobre todo cuando toca en banda). En su visita a Madrid Loueke prefirió recurrir a otros efectos, algunos tan básicos como colocar un trozo de papel en el puente de su instrumento para emular el sonido de algún tipo de arpa o laúd africano, pero otros bien sofisticados, como los distintos pedales de efecto whammy o de variación de la afinación. No obstante, la inteligencia y el gusto de Loueke estriba en que todo este tipo de cacharros no son más que el aderezo de una creatividad musical que no requiere ni mucho menos de la tecnología para reivindicarse. La tecnología, como en el caso de los arriba citados, siempre estuvo al servicio del ingenio del guitarrista. Su presencia resultó bien contenida y, sobre todo, fue resuelta con una enorme maestría, como cuando sirviéndose de efectos armonizadores y de la grabación de loops consiguió armar toda una gran fuga en un momento. Con maestría y con tino, por cierto, a pesar de la ironía del propio guitarrista en relación con algún problema puntual en el montaje de todos aquellos «lots of buttons».

   Pero más allá de que no abuse de la tecnología y de que guste de un sonido guitarrístico más bien limpio, Loueke asombra por una economía de medios fascinante que, a todo esto, no se agota en los dominios de la guitarra o en las posibilidades percusivas de su caja. (En el caso del jueves el guitarrista empleó una Godin electroacústica limpiamente microfonada). Loueke se multiplica de forma exponencial y supera sus propias limitaciones anatómicas convirtiendo en material musical todo lo imaginable. Podría decirse sin ningún tapujo que el músico es una suerte de hombre orquesta en el sentido más biológico y fisiológico posible, porque su música atraviesa su mismísima corporeidad e implica elementos al uso como la voz, pero también algunos más insospechados como los susurros o sus inconfundibles clics (de nuevo, todos estos ornatos los utiliza en un discreto segundo plano). Loueke practica entonces una música completamente idiomática en muchos conceptos y en un sentido radical. Su música solo puede ser de él y todo su basamento teórico lo constituye su propia persona: su intuición melódica, su trabajo armónico y su sentido rítmico, ese que le funciona como una brújula y le orienta de vuelta a casa después todo tipo de escapismos y virguerías polirrítmicas.

   Todos estos ingredientes son los que nutrieron la particular lectura del guitarrista de la obra de Hancock. O más bien de los múltiples Hancocks, pues no son pocos los caminos estilísticos por los que ha transitado el pianista (no olvidemos que una de las plumas, con permiso de Wayne Shorter, más prolíficas, imaginativas e institucionalizadas del jazz reciente). Y así, en su recital madrileño Loueke reinterpretó composiciones tan míticas como «Driftin’» [Takin’ Off, Blue Note, 1962], «Dolphin Dance» [Maiden Voyage, Blue Note, 1965] o la funky, pegadiza y prodigiosamente sencilla «Cantaloupe Island» [Empyrean Isles, Blue Note, 1964]. Todas estas, páginas que pertenecen al Hancock de los sesenta, al Hancock todavía en los cauces del hard bop y de ese jazz moderno que aprendió con Miles, que siguió cultivando en sus incursiones en solitario y que contribuyeron a construir el denominado «sonido Blue Note». Por su parte, del Hancock de la década de los setenta, del ya abiertamente eléctrico y funk, Loueke versionó temas como «Hang Up Your Hang Ups» [Man-Child, Columbia, 1975], «Butterfly» [Thrust, Columbia, 1974] o «Tell Me a Bedtime Story» [Fat Albert Rotunda, Warner, 1969]. El guitarrista completó su particular panorámica de Hancock versionando el ochentero «Rockit» [Future Shock, Columbia, 1983], un escarceo de Hancock con los samplers, el hip hop y el DJing que le sirvió para hacerse millonario.

   No obstante, el programa en el fondo no fue más que un pequeño guion, una baliza que apenas dirigió a Loueke en su travesía por los confines de un océano de músicas. Hancock fue la coartada de Loueke para desplegar sin restricciones su personalidad musical única, auténtica y magnética. Al fin y al cabo las composiciones del pianista, a quien Loueke hizo completamente suyo, fueron simplemente referencias envueltas en una inmensa indicación de ad libitum. A veces en forma de melodías como motivos de una continua fantasía y en otras ocasiones como familiares progresiones sobre las que volver o no y desde luego sobre las que plantear rupturas y digresiones. El broche apoteósico lo pusieron dos deliciosas composiciones del propio Loueke. Entonces sí que desobedeció a Herbie Hancock.

Fotografías: Fernando Tribiño/Madrid Destino. Cultura, Turismo y Negocio.

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