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Crítica: Nathalie Stutzmann y Philippe Jaroussky con la Orquesta Nacional de España

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
24 de octubre de 2016

SENSIBILIDAD DESIGUAL

   Por Álvaro Menéndez Granda
Madrid. Auditorio Nacional. 23-10-16. Philippe Jaroussky, contratenor; Nathalie Stutzmann, directora; Orquesta Nacional de España. Ciclo sinfónico “Locuras”. 23 de octubre de 2016. Auditorio Nacional de Música.

   Durante tres días consecutivos el Auditorio Nacional de Música ha sido testigo de un curioso y llamativo programa. Nathalie Stutzmann, afamada contralto, ha dirigido a los maestros de la Orquesta Nacional en un programa que reunía la obertura de Le Roid’Ys, de Édouard Lalo, las dos Suites Arlesianas de Georges Bizet y una obra en la que ella misma podría haber sido intérprete protagonista: Les Nuits d’eté de Hector Berlioz. No obstante, en lugar de su voz, Stutzmann prefirió mostrarnos la maestría de su batuta y dejó que fuera el renombrado contratenor Philippe Jaroussky quien acometiera la parte vocal del grupo de canciones que escribiera el autor de la Sinfonía fantástica. Jaroussky, quien por otra parte es especialista en repertorio barroco, afrontó el reto de una obra fuera de su zona de confort y supo convencer al auditorio.

   Comenzó el concierto con la obertura de la ópera Le Roid’Ys del compositor francés Édouard Lalo, pieza enérgica en la que la sonoridad suave de las cuerdas constituyó el colchón idóneo para que los metales desplegaran todo su vigor y su nitidez. El primer violonchelo de la Orquesta Nacional supo obtener de su instrumento un sonido aterciopelado, dulce, lírico y cantabile que fue el ingrediente más delicioso de un plato ya de por sí bien aderezado.

   A continuación se interpretó el ciclo de canciones Les Nuits d’eté, de Hector Berlioz, con PhilippeJaroussky en la parte vocal. Para nuestra sorpresa, su papel en el concierto supuso la gran decepción de la velada. Desde nuestros asientos pudimos apreciar un registro grave bastante pobre y de escasa proyección que, además, no poseía un color especialmente atractivo. En el registro agudo, sin embargo, el brillo y la claridad fueron protagonistas junto con una dicción cristalina. Esta desigualdad vino toda ella acompañada por diversos problemas de afinación bastante llamativos en un cantante de la talla de Jaroussky. Debemos pensar que, después de tres conciertos consecutivos, el delicado instrumento que es la voz acaba resintiéndose y mostrando signos de desgaste, pero acudir a un concierto de un intérprete de la entidad de Jaroussky genera siempre unas expectativas que, de no verse cumplidas, dejan un amargo sabor de boca. Decíamos al comienzo de estas líneas que el contratenor supo convencer al público –que alabó su trabajo con prolongadas ovaciones– pero lamentamos de veras que, en esta ocasión, no llegara a lograrlo con nosotros. No obstante es no sólo respetable sino también admirable la actitud de un intérprete que sale de su repertorio habitual para probarse a sí mismo y conocer sus propios límites. La orquesta llevó a cabo su papel muy cuidadosamente aunque, en términos generales, la obra de Berlioz fue la menos redonda de las tres que componían el programa.

   Cosa bien distinta fueron las dos Suites Arlesianas de Bizet. Si bien la pieza –concebida originalmente como música incidental– no cosechó un gran éxito en sus primeros momentos de vida, su reelaboración en forma de suites es apreciada hoy en las salas de concierto. Desde el enérgico tema inicial quedó patente la fuerza con la que Nathalie Stutzmann capitaneó a los integrantes de la Orquesta Nacional durante toda la obra. También lírica, cuando era necesaria, la sonoridad equilibrada de la orquesta consiguió extraer de la partitura todo su potencial. Es precisamente ese equilibrio el elemento característico de la lectura particular de la directora francesa,lo que consiguió que el público le otorgara la merecida ovación final.

   No quisiéramos finalizar este pequeño comentario del concierto sin hacer una breve reflexión sobre el respeto. Cuando un músico, sea de la calidad que sea, afronta la interpretación de una obra en un auditorio, lo hace después de incontables horas de gran esfuerzo, trabajo y reflexión intelectual sobre la partitura. Eso es respeto por el público, que por algo siempre ha llevado delante el calificativo de respetable. A ese respeto que el intérprete siente y profesa por el público es preciso corresponderle de idéntica forma. Nos parece sencillamente inasumible que hoy en día sigan sonando teléfonos en las salas de conciertos y que siga acudiendo al auditorio gente que, a juzgar por sus estentóreas toses, debería guardar reposo en casa. Toser entre movimientos es, a nuestro modo de ver, peor que aplaudir donde no toca –el público sí tiene potestad de manifestar su aprobación o desaprobación en el momento que quiera, que para eso paga su entrada–, y no hablemos ya de permitir que el timbre de nuestro móvil estropee, por ejemplo, el efímero y lírico segundo movimiento de una sinfonía. En esta sociedad en que la música parece estar cada día más infravalorada, todos los que participamos de ella como espectadores tenemos la obligación no sólo de preservarla, sino de hacerlo con la veneración que esta merece.

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