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Crítica: La Ritirata, Pierre Hantaï, Diego Ares, Daniel Oyarzabal e Ignacio Prego logran un hito en el CNDM

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Autor: Mario Guada
1 de abril de 2022

Los infrecuentes conciertos para dos, tres y cuatro claves tomaron el Auditorio Nacional, a manos de la mejor generación española de clavecinistas que se recuerda junto al genial Pierre Hantaï y La Ritirata en versión minimalista, en una velada de importancia que pasará a los anales de la interpretación historicista española.

Repóquer «bachiano», o los claves al poder

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 22-III-2022, Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Johann Sebastian Bach. Conciertos para dos, tres y cuatro claves. Pierre Hantaï, Diego Ares, Daniel Oyarzabal e Ignacio Prego [claves] | La Ritirata: Andoni Mercero, Pablo Prieto [violines barrocos], Daniel Lorenzo [viola barroca], Ismael Campanero [contrabajo barroco] | Josetxu Obregón [violonchelo barroco y dirección artística].

Tanto los conciertos musicales públicos como las Asambleas que se ofrecen aquí todas las semanas siguen floreciendo constantemente. Unos son dirigidos por el señor Johann Sebastian Bach […], y los otros por el señor Johann Gottlieb Görner […] En estos conciertos actúan principalmente los estudiantes de aquí, y hay siempre buenos músicos entre ellos, de manera que a veces se convierten, como es sabido, es famosos virtuosos. A cualquier músico se le permite ser escuchado públicamente en estos conciertos musicales, y con mucha frecuencia, también, cuentan con oyentes entendidos que saben juzgar las cualidades de un músico capaz.

 Lorenz Christoph Mizler: Comunicado oficial de Conciertos en Leipzig [1736].

   Son escasísimas las oportunidades existentes de ver en España –pero también en el resto del panorama musical– una velada como la que nos ocupa. Si se fijan en las fotografías que ilustran la presente crítica podrán comprender el motivo. Juntar cuatro claves sobre el mismo escenario es, cuando menos, una complicación logística de importantes dimensiones. Personalmente solo había presenciado algo así en mi vida –hace unos años en un Musika-Música en el Euskalduna de Bilbao, a cargo de un conjunto germano–, aunque es necesario recordar aquí los esfuerzos llevados a cabo por La Tempestad y Silva Márquez [primeramente en Daroca, 2014, repitiendo la hazaña en Zaragoza en 2021] para interpretar en directo estos conciertos para dos, tres y cuatros claves de Johann Sebastian Bach (1685-1750). Son, sin duda, obras muy especiales, por el orgánico que requieren y por la sonoridad que se crea cuando son interpretados. Es comprensible, pues, la expectación lograda por La Ritirata en el Centro Nacional de Difusión  Musical [CNDM] –colgando el cartel de «Agotado», algo no especialmente habitual en estos tiempos pandémicos–, quienes ofrecieron una selección cinco de dichos conciertos en el ciclo Universo Barroco, aunando para la ocasión a cuatro de los mejores clavecinistas europeos del momento, tres de los cuales son, para orgullo patrio, representantes de la mejor generación de instrumentistas para tecla que ha dado este país desde los años dorados de la corte musical madrileña en el siglo XVIII, probablemente.

   Pensar en estos conciertos es hacerlo irremediablemente también de dos instituciones en el Leipzig del segundo cuarto el siglo XVIII: el Collegium Musicum y la Zimmermannisches Caffe-Haus [Café Zimmermann]. La primera no puede entenderse sin la figura de Georg Philipp Telemann, fundador en 1701 de ese nuevo Collegium Musicum, una entidad que sin embargo se remonta décadas atrás, como adecuadamente refleja Christoph Wolff en su libro sobre Bach: «En el decurso del siglo XVII, los universitarios más activamente aficionados a la música habían formado agrupaciones privadas que jugaban un papel cada vez más importante en la vida musical pública de Leipzig, y con frecuencia eran dirigidos por los profesionales más prestigiosos de la ciudad, tales como Adam Krieger, Johann Ronsenmüller, Sebastian Küpfer, Johann Pezel y Johann Kuhnau». Tras el período de magisterio de Telemann, la dirección recayó en manos de Melchior Hoffmann, quien aumentó de los cuarenta habituales hasta cincuenta e incluso sesenta miembros, en un período notablemente pletórico del conjunto, por el que pasaron músicos de la talla del Kapellmeister de Gotha Heinrich Stötzel, el afamado violinista y solista en la orquesta de la corte de Dresden Johann Georg Pisendel o el bajo solista y estrella operística Johann Gottfried Riemschneider. Tras este período, la institución fue a parar a manos de Johann Gottfried Vogler, que solo tres años después cedió su puesto a Georg Balthasar Schott. Es durante su dirección cuando se produce un hecho trascendental para el desarrollo del Collegium Musicum, el inicio de su colaboración, en 1723, con un local regentado por Gottfried Zimmermann, que no era otro que la cafetería más grande e importante de toda la ciudad, situada en la Catherinenstrasse. En su salón, «adecuado para actuaciones de conjuntos importantes, incluidos trompetistas y timbales, y capacidad para un público de más de ciento cincuenta personas», Zimmermann instituyó un ciclo de conciertos semanales de unas dos horas durante todo el año, que en los meses de verano podían ofrecerse al aire libre, en los jardines de que disponía el local. Señala Wolff que «Zimmermann debió de recoger buenos beneficios con su ciclo musical, pues compró varios instrumentos expresamente para ponerlos a disposición del Collegium, entre ellos al menos dos violines, una viola, dos fagotes y dos violines (lo que indica que disponía de espacio para grandes formaciones que necesitarían un grupo sólido de bajo continuo)».

Estudiantes de Leipzig haciendo música (Collegium Musicum), grabado en cobre [Leipzig, 1727, colección del Café y Museo Zum arabischen Coffe Baum].

   Fue en 1729 cuando Bach se hizo cargo del conjunto, que pasó a ser bautizado como «Bachische» Collegium Musicum, un traspaso amistoso, dado que Schott continuó sustituyéndole cuando este no podía hacerse cargo de las obligaciones. A partir de este momento Bach no solo participaría activamente en la dirección del conjunto, sino que varias de sus composiciones, tanto sacras como orquestales, fueron no solo interpretadas, sino probablemente destinadas también para la agrupación, que existió al menos hasta 1741 y fue un foco de atención por parte de Bach durante toda la década 1730, pero de un modo doble, dado que la agrupación influyó en su obra por medio de tres vías destacadas, como indica el musicólogo alemán: «1. Le permitió interpretar un repertorio diversificado de música contemporánea que le interesaba; 2. Le ofreció oportunidades para componer obras a fin de estrenarlas durante los conciertos semanales regulares y los conciertos especiales; 3. El Collegium colaboró en las representaciones habituales de la música sacra de Bach. También ofreció una rica esfera de actividad a sus hijos y sus alumnos», algo que se ve claramente en estos conciertos para teclado, los cuales muy probablemente fueron estrenados por el propio Bach al frente de la agrupación y junto a sus hijos mayores [Wilhelm Friedemann y Carl Philipp Emanuel], además de alumnos destacados, tanto en su momento como de años atrás. De este período datan muchas de sus obras instrumentales, tanto de cámara como para una orquesta más amplia, incluyendo sonatas para diversos instrumentos, pero especialmente las suites para orquesta –alguna, no todas– y una serie de conciertos para varios instrumentos, incluyendo los de teclado –los de un clave proceden de etapas previas–, la mayoría de los cuales son, como se ha estudiado convenientemente, arreglos de obras precedentes para otras formaciones en muchos casos perdidas –de la etapa de Köthen, principalmente–, lo que no les resta, por otro lado, ni un ápice de genialidad ni un logrado carácter idiomático para los solistas. Sobre ellos, remarca Wolff: «Con los conciertos para uno, dos, tres y cuatro claves, el propio Bach había sentado nuevas normas para la interacción dinámica entre solistas de teclado y conjunto instrumental (de hecho, estableció un nuevo género que sus hijos consolidaron, y que hacia el final del siglo se había convertido, con diferencia, en el tipo de concierto más aceptado)».

   De estos conciertos no se han conservado los manuscritos autógrafos, así que permanecen en copias coetáneas o posteriores, incluso alguno sin orquestación o añadida después –lo que favorece la interpretación puramente teclística, aunque no fue el caso en esta velada–. Para su interpretación se utilizaron una serie de instrumentos bien conocidos por los aficionados a la tecla española, pues tres de los cuales son propiedad de destacados clavecinistas, usados de forma habitual en conciertos de estos y otros solistas [un clave alemán de dos teclados debido a Christian Vater, de 1738, copia de Andrea Restelli en propiedad de Daniel Oyarzabal; dos claves flamencos de doble manual basados en un Joannes Ruckers de 1624, uno propiedad de Ignacio Prego y el otro de Alberto Martínez; acabando con un instrumento procedente del francés Atelier von Nagel, que lleva varios años en poder de la OCNE y el Auditorio Nacional]. Interesante también resultar mencionar la colocación sobre el escenario, con los cuatro claves creando una especie de deslavazado arco –normalmente suelen ponerse todo en fila, de manera paralela entre sí, y delante de la agrupación orquestal– y con la agrupación de cuerda delante, también en una posición particular: viola, violín barroco I [Andoni Mercero], violonchelo barroco [Josetxu Obregón], violín barroco II [Pablo Prieto], quedando el contrabajo barroco [Ismael Campanero] al fondo a la izquierda, tras los claves. Interesante resultado el conseguido, pues sirvió para homogeneizar mucho el sonido y ayudar a sacar la parte de viola, que habitualmente se escucha levemente –aquí tuvo una presencia sustancial muy de agradecer, en gran medida por el buena hacer de Daniel Lorenzo–.

   De los tres conciertos para dos claves se interpretaron aquí los correspondientes a las tonalidades de do mayor [BWV 1061] y do menor [BWV 1060]. El primero solo se conoce a través de copias realizadas por otras personas, siendo la más antigua y fiable una partitura copiada por Johann Christian Bach (1743-1814), posiblemente a partir de un autógrafo ya perdido que entonces estaba en posesión de Wilhelm Friedemann Bach. Esta última se conoce en una copia realizada por Anna Magdalena Bach con algunas anotaciones del propio Bach que está fechada c. 1732/33. Existen dos versiones, una con acompañamiento y otra sin él, y aquí ofreció la oportunidad de presenciar al bueno de Pierre Hantaï, clavecinista francés considerado por muchos el máximo exponente del instrumento en la actualidad –opinión desmedida, a mi parecer, a pesar de su enormidad como intérprete– junto a quien es, para el que firma, el clavecinista español más destacado y brillante de los últimos años, el gallego Diego Ares. Sobre la idoneidad histórica o no del acompañamiento a un instrumento por parte se podría debatir largo y tendido, con argumentos de peso tanto para una versión minimalista como para una de corte más orquestal, pero en este caso La Ritirata se decidió –quizá en cierta forma obligada también por un presupuesto probablemente muy ajustado como para disponer de más instrumentistas– por una visión más camerística, la cual no afectó al resultado final, conviene destacar. El primer movimiento [Allegro] mostró desde el inicio que, a pesar de la orquesta en versión minimalista, el empaque y firmeza de su acompañamiento no se iba a ver afectado por ello, lo que hubiera resultado mucho más evidente al escuchar la brillante solidez con la que ambo solistas afrontaron el movimiento. Los pasajes de pregunta/respuesta entre ambos fueron resueltos con gran fluidez, equilibrando esa escritura casi «antifonal» con excelente resultado, articulando con exquisita claridad cada una de las líneas –los conciertos para múltiples claves de Bach requiere de una visión muy meridiana de cada una de las líneas, porque la densidad textural que provoca el intrincado contrapunto y la sonoridad de todos ellos puede resultar algo tediosa, de lo contrario–. Afinación muy correcta y un fraseo bien planteado en una cuerda de sonido notablemente cuidado completaron una versión de altura, en la que sin duda dominaron los claves, cuyos pasajes a solo plantearon una visión muy inteligente y compacta de la confección «bachiana», sobre un tempo bastante ajustado, pero ligero, dejando espacio además para que cada uno de ambos claves brillase de forma individual. A pesar de ser claves –el modelo alemán y uno de los Ruckers– con sonido bastante propio y distintos entre sí, lograron imbricarlos en un planteamiento de exigencia máxima, que solventaron al nivel que se espera de dos de los grandes clavecinistas del mundo actualmente.

   El Adagio, que se interpretó sin acompañamiento orquestal, fue un dechado de sutileza y elegancia, planteando un diálogo entre ambos solistas de enorme organicidad, con Ares en una línea algo más brillante y de gran expresión, mientras Hantaï presentó una visión de enorme peso, ese que da la experiencia y el conocer en profundidad de la obra del Kantor. El inicio de la fuga en el Vivace conclusivo, Hantaï elevándose a solo, resultó impactante, con una elaboración del sujeto de enorme integridad y limpieza melódica, siguiéndole rápidamente Ares con el sujeto en la mano izquierda, construyendo ambos una fuga de meridiana claridad, a la que ayudó sin duda la articulación de una cuerda de altos vuelos, aunque las entradas en los violines pudieron quedar algo más claras. Aquí, aunque el tutti estuvo muy correcto, defendiendo su parte con notable nivel –para tratarse de una primera incursión en un Bach de este tipo no puede pedírseles mucho más, bien es cierto–, el peso y la excelencia la evidenciaron una pareja de claves estratosféricos, que se entendieron a la perfección, quizá por el talante complejo y dominante de uno frente al amable, reposado y siempre «servicial» del otro. Un inicio exquisitamente prometedor para una velada que ofreció momentos de suma importancia, y que contó con Hantaï como líder del conjunto, marcando entradas y siendo el punto de referencia a quien todas las miradas se dirigían.

   El segundo de los conciertos [BWV 1060], cuya fuente más antigua conservada es un conjunto de partes de interpretación copiadas por J.C. Altnickol (1720-59), un alumno privado de Bach desde 1744, se conoce a través de una copia muy posterior de un copista de C. P. E. Bach en Hamburgo, aunque está datado probablemente a lo largo de la década de 1730. Su original parece encontrarse en un concierto para violín y oboe, hoy día reconstruido, y de entre los tres conciertos para doble clave, este es en muchos aspectos el más italianizante, lo que se aprecia en sus fuertes contrastes elaborados en varios niveles estructurales, un fraseo regular y una orquestación bastante más imaginativa. Interpretado en esta ocasión por Daniel Oyarzabal e Ignacio Prego –los dos fuera de serie que faltaban en la ecuación, sentados de nuevo ante el Christian Vater y uno de los Ruckers–, firmaron una versión de enorme altura, aunque superar a los dos colegas que les precedieron sea harina de otro costal. Vibrante el Allegro inicial en la cuerda, de sonido bastante unitario, con los dos solistas de nuevo en una excelente simbiosis de caracteres y colores. Aunque es un movimiento de menor lucimiento solítico, lograron extraer las esencias en un continuum sonoro bien trabajado, un flujo de notas constante que brotó con naturalidad y en el que sobresalió un manejo excelente del trino como recurso. Cabe destacar aquí la profundidad de sonido que aporta siempre Campanero al continuo –con su juventud, parece increíble lo bien que se desenvuelve y la inteligencia musical de este talento enorme–, junto al violonchelo de un Obregón que estuvo muy sobrio y efectivo durante toda la velada. La orquesta acompaño en pizzicato el Largo ovvero Adagio central, un aporte de color muy interesante y sutil aquí, con los claves en un tempo bastante ágil y una flexibilidad melódica bien planteada, destacando sobremanera la sutileza para detenerse en ciertas inflexiones de gran impacto expresivo hacia el final, en un movimiento cuyo torrente de notas apenas dio casi momento para el respiro. Faltó algo más de presencia orquestal en las notas tenidas de violines y viola, bien desarrolladas, pero de escaso sonido en el balance general. Hubo que lamentar, asimismo, que el acorde estuviera notablemente desajustado en la orquesta. El Allegro conclusivo planteó una visión muy enérgica del tutti, pero muy bien gestionada, balanceando muy bien las partes y al abrigo de una cálida sonoridad. Los trinos, de nuevo con mucha importancia estructural en el discurso de los solistas, fueron definidos con mucha pulcritud.

   Abandonando el terreno de los dos claves, se dio paso a los conciertos que sin duda presentan una sonoridad más especial y un orgánico tan particular como casi único en la historia de la música, comenzado por el Concierto para tres claves en re menor, BWV 1063, que en palabras de Peter Wollny es «una obra extremadamente individual. La historia de su composición es completamente oscura y existen hipótesis muy divergentes sobre las posibles obras en las que podría basarse. Según una tradición más antigua, que posiblemente se remonta a la escuela de Bach o a los círculos familiares, se dice que Bach escribió la obra para sí mismo y para sus dos hijos mayores, con el fin de darles la oportunidad de ‘formarse en todo tipo de interpretación’. Esto sugiere una fecha de composición en torno a 1730, es decir, inmediatamente antes de que Wilhelm Friedemann y Carl Philipp Emanuel Bach dejaran la casa de su padre. Esta información no explica, sin embargo, la extraña heterogeneidad de la composición y la forma en que el instrumento solista es tratado de manera diferente en los tres movimientos, lo que hace pensar en un pastiche formado por obras de diferentes orígenes, como es el caso del Triple Concierto, BWV 1044». Desde el inicio se aprecia esa sonoridad tan especial, muy luminosa y de coloraciones imponentes, en la que Bach muestra un soberbio dominio de la forma concertante de Vivaldi, el cual a su vez trata con una libertad absolutamente genial. Personalmente, me parece el más especial de todos los conciertos para varios claves de Bach. Sentados ante el clave alemán y sendos Ruckers, Hantaï, Oyarzabal y Prego demostraron todas sus capacidades ya desde el movimiento inicial, [Allegro], de nuevo con el francés como gran dominador desde el centro del escenario y ejerciendo de líder, marcando entradas y algunas someras indicaciones. Dada la especial sonoridad de este concierto, la entrada de la cuerda aquí resultó algo cruda, a falta de un mayor refinamiento y una calidez más evidente. Hantaï llevó gran parte del peso solístico, destacando en los tres claves el trabajo de enorme filigrana que exige un contrapunto muy complejo aquí, en el que es fácil enmarañarse y perderse en el ir y venir constante de intrincadas notas. Un ejemplo de ese exquisito trabajo de orfebrería se ejemplificó en la elaboración del trino y las recurrentes escalas, que fueron plasmadas con meridiana diafanidad. Si decía que este es quizá el concierto más especial, sin duda su Alla siciliana central –único en el catálogo concertante de Bach– es el movimiento más singular y evocador. Requiere de una cuerda de luz casi mediterránea y de unos claves tan exquisitos como compactos. Puede decirse que aquí se logró todo ello con importante equilibrio. Impecable la transición a solo de Hantaï para dar paso al Allegro final fugado, con la entrada del sujeto a cargo de la orquesta y los claves doblados, en una escritura homofónica bien defendida, con mucha sincronía en su empaste y una afinación muy bien trabajada. Magníficamente fluido el pasaje a solo de Hantaï sostenido sobre la cuerda grave, dando paso a un Oyarzabal certero, junto al que elaboró un pasaje de escalas muy bien articuladas en su paso de uno a otro. Faltó algo de firmeza en el inicio del solo de Prego, problemática que fue solventada con rapidez.

   Por su parte, el Concierto para tres claves en do mayor, BWV 1064 –obra hermana de BWV 1063, y por tanto datada en una fecha similar a aquel– ha sobrevivido solo en esta versión, aunque hoy se acepta unánimemente que se trata del arreglo de un concierto para tres violines en re mayor que se ha perdido. «Dado que las partes de clave de este concierto siguen permitiendo que la presunta obra original brille en muchos lugares, su reconstrucción no presentó dificultades insuperables. En sus dos versiones, el concierto es una obra de extraordinaria intensidad y de dimensiones casi sinfónicas. Los tres solistas, a los que en los movimientos exteriores se les asignan partes difíciles que en algunos puntos exigen un virtuosismo extremo, pasan a primer plano ya en el ritornello con una parte de obbligato que tocan todos juntos», destaca Wollny. Fue realmente un momento único tener sobre el escenario a tres enormes talentos españoles, solistas de perfiles y carreras muy distintas que sin embargo muestran lo mejor de la tecla de nuestro país en la actualidad, y que tal como se unieron. Una instantánea que a buen seguro quedará en la memoria de los tres intérpretes, al igual que de muchos de los allí presentes. El [Allegro] inaugural llegó consistente, mimado en su forma, ágil y brillante en los tres claves, cuyo pasaje en canon fue elaborado con fino trazo, logrando homogeneizar sin aparente esfuerzo el carácter y sonoridad de sus teclados. Gran trabajo de la sección de cuerda aquí, de nuevo con una especial mención al aporte de Obregón y Campanero en el registro grave, pero también algunos pasajes muy solventes y de hermoso color en la viola de Lorenzo. Gran equilibrio concertante en el tutti, aligerando y expandiendo las texturas con gran inteligencia. Por último, es necesario destacar el pasaje de escalas descendentes en contrapunto imitativo fue extraordinariamente plasmado por el trío de ases. En el Adagio central, las cantilenas de los tres solistas se elaboran sobre una fórmula del bajo repetida en ostinato, en un movimiento pausado que contrasta con la energía desbordante inicial. Tras el tutti, un espacio a solo para uno de los claves marcó un momento realmente especial del concierto, hasta que la orquesta volvió a hacer su aparición, en una sonoridad casi de cuarteto «haydniano», a pesar de que perdió algo de su esencia orquestal. Merecen ser destacados aquí tanto el violín II como la viola por sus aportaciones sopesadas, de gran expresividad y solvencia técnica. El apabullante Allegro assai, con su ritornello de esencia fugada dominando la escritura, fue defendido con una vehemencia imponente en el toque de los solistas, y en general con un balance y claridad de todas las partes –incluías las orquestales– de suma efectividad.

   Para concluir la monumental velada, la guinda del pastel: el irrepetible Concierto para cuatro claves en la menor, BWV 1065, compuesto en torno a 1730, probablemente para esas veladas en el Café Zimmermann. A Bach le debió entusiasmar la idea de llegar a los extremos de lo posible y atreverse a escribir un concierto para cuatro claves, que como se sabe es un arreglo del original Concierto para cuatro violines, cuerda y continuo en si menor, Op. 3, n.º 10 [de su colección L’Estro armonico, 1711]. El reto era mayúsculo, pues construir cuatro partes para teclados a dos manos sobre las líneas melódicas de los violines solistas suponía un ejercicio de exigencia máxima. Para Wollny: «La estructura relativamente sencilla del original garantizó también en la transcripción un equilibrio muy bien logrado entre la transparencia y la comprensibilidad de la obra en su conjunto y la extraordinaria riqueza de detalles que supera los límites de la normalidad». Lo cierto es que lo que Bach logra aquí trasciende las leyes del mero arreglo, como es de esperar en alguien de su talla, por otro lado. Sorprendió desde el inicio el empaque sonoro, aunque la escritura de Bach/Vivaldi resulta orquestalmente tan eficaz que con mantenerla en su esencia y tocarla con convicción –la hubo aquí, y mucha– el resultado resulta subyugante. La sección final del primer movimiento es de absoluta genialidad, ya que los acordes repetidos exploran en las manos de Bach un cruce de motivos melódicos casi inimaginables. A pesar de que el cuarto clave en cuestión –el que no había entrado en liza hasta ahora y de menor calidad– no mostró tanta brillantez como sus homólogos en escena, su parte fue defendida por Oyarzabal con la máxima exigencia. Impresionante algunos pasajes a solo de Ares, destacando también los pasajes para el primer clave [Hantaï, con el acompañamiento orquestal de enorme fluidez]. Sin duda, el movimiento más impactante y el más fiel al original es el Largo central, rebosante de coloridos arpegios que le aportan una gran potencia y riqueza en su paso de los violines a los teclados. Para Wollny, «el ideal de Bach de la ‘armonía perfecta’ se consigue aquí, para variar, no mediante la complejidad polifónica, sino mediante una serie de acordes que, aunque estáticos, se rompen y se animan con ingeniosas figuraciones». La declaración de intenciones, por si quedaba alguna duda, fue total aquí, con una versión tan refinada y sólida como apabullante y exigente, lo que se notó en la imponente resonancia de armónicos por toda la sala de cámara. Vigoroso y apasionado llegó el Allegro final, tanto en la monumentalidad de la tecla como en una sección de cuerda colosal, haciendo que un intrincadísimo contrapunto resultara más asumible por el oído. Impecable diálogo entre los cuatro solistas, que estuvieron además muy compenetrados y atentos a cada una de las partes, especialmente al liderazgo ofrecido de nuevo por el instrumentista francés.

   Para concluir la monumental velada, la guinda del pastel: el irrepetible Concierto para cuatro claves en la menor, BWV 1065, compuesto en torno a 1730, probablemente para esas veladas en el Café Zimmermann. A Bach le debió entusiasmar la idea de llegar a los extremos de lo posible y atreverse a escribir un concierto para cuatro claves, que como se sabe es un arreglo del original Concierto para cuatro violines, cuerda y continuo en si menor, Op. 3, n.º 10 [de su colección L’Estro armonico, 1711]. El reto era mayúsculo, pues construir cuatro partes para teclados a dos manos sobre las líneas melódicas de los violines solistas suponía un ejercicio de exigencia máxima. Para Wollny: «La estructura relativamente sencilla del original garantizó también en la transcripción un equilibrio muy bien logrado entre la transparencia y la comprensibilidad de la obra en su conjunto y la extraordinaria riqueza de detalles que supera los límites de la normalidad». Lo cierto es que lo que Bach logra aquí trasciende las leyes del mero arreglo, como es de esperar en alguien de su talla, por otro lado. Sorprendió desde el inicio el empaque sonoro, aunque la escritura de Bach/Vivaldi resulta orquestalmente tan eficaz que con mantenerla en su esencia y tocarla con convicción –la hubo aquí, y mucha– el resultado resulta subyugante. La sección final del primer movimiento es de absoluta genialidad, ya que los acordes repetidos exploran en las manos de Bach un cruce de motivos melódicos casi inimaginables. A pesar de que el cuarto clave en cuestión –el que no había entrado en liza hasta ahora y de menor calidad– no mostró tanta brillantez como sus homólogos en escena, su parte fue defendida por Oyarzabal con la máxima exigencia. Impresionante algunos pasajes a solo de Ares, destacando también los pasajes para el primer clave [Hantaï, con el acompañamiento orquestal de enorme fluidez]. Sin duda, el movimiento más impactante y el más fiel al original es el Largo central, rebosante de coloridos arpegios que le aportan una gran potencia y riqueza en su paso de los violines a los teclados. Para Wollny, «el ideal de Bach de la ‘armonía perfecta’ se consigue aquí, para variar, no mediante la complejidad polifónica, sino mediante una serie de acordes que, aunque estáticos, se rompen y se animan con ingeniosas figuraciones». La declaración de intenciones, por si quedaba alguna duda, fue total aquí, con una versión tan refinada y sólida como apabullante y exigente, lo que se notó en la imponente resonancia de armónicos por toda la sala de cámara. Vigoroso y apasionado llegó el Allegro final, tanto en la monumentalidad de la tecla como en una sección de cuerda colosal, haciendo que un intrincadísimo contrapunto resultara más asumible por el oído. Impecable diálogo entre los cuatro solistas, que estuvieron además muy compenetrados y atentos a cada una de las partes, especialmente al liderazgo ofrecido de nuevo por el instrumentista francés.

   Sin duda, una velada para la historia, tanto por lo que supone la posibilidad de escuchar estas obras en concierto, como por la calidad ofrecida aquí, un hito para estos cuatro intérpretes, algunos de los cuales llevaba varias décadas deseando tener la oportunidad de interpretarlos, pero también para La Ritirata –que sigue afianzando su posición como uno de los conjuntos historicistas españoles de mayor proyección–, así como para el CNDM y todos los presentes. Que los claves vuelvan pronto a sobrevolar los escenarios nacionales, porque resulta un espectáculo muy digno de presenciar en vivo.

Fotografía: Elvira Megías/CNDM

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