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Crítica: Vladimir Jurowski y Lisa Batiashvili en el ciclo de Ibermúsica con la Joven Orquesta Gustav Mahler

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
17 de abril de 2018

De quitar el hipo

   Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 12-IV-2018. Ciclo de Ibermúsica. Joven Orquesta Gustav Mahler. Lisa Batiashvili (violín). Director musical: Vladimir Jurowski. Concierto para violín y orquesta nº 2 en sol menor, op. 63 de Sergei Prokofiev. Sinfonía nº  8 en do menor, op. 65 de Dmitri Shostakovich

   En noviembre de 1994, el mítico director Claudio Abbado volvía a Madrid, dos años después de una controvertida Sinfonía titán de Gustav Mahler con la Orquesta Filarmónica de Viena. Volvía con una orquesta de chavales, la Joven Orquesta Gustav Mahler, que él mismo había fundado en 1986 en Viena, donde se establecía la dirección administrativa. No tenía una temporada concreta sino que los jóvenes músicos se reunían 3 o 4 veces al año para preparar uno o dos programas que interpretaban por distintos auditorios y festivales europeos. Había expectativa en Madrid por escucharles, pero bien es verdad, que si no hubiera venido el propio Abbado en la gira, pocos se hubieran acercado al Auditorio Nacional. El programa se las traía con obras de Morton Feldman, Gyorgy Kurtag, el Das augenlicht de Anton Webern y el Arcana de Edgar Varese, e hizo las delicias de unos pocos que aclamamos con fervor a orquesta y director. Sin embargo, fue recibido con cierta frialdadpor la mayoría de los abonados de Ibermúsica, entonces aún más conservadores que ahora. Una persona tras de mícomentó: “Que majo es éste director pero que músicamás rara hace”, mientras un vecino de localidad me espetó: “¿realmente le ha gustado?”, ante los bravos que un servidor dio a la gloriosa interpretación de Arcana de Varese. No hubo ni una sola concesión a la galería –ni siquiera en el bis que ofrecieron, la Danza del ballet Eloigabalos de Hans Werner Henze–. Fuimos a ver a Abbado, y salimos enamorados de una orquesta que desde aquel día demostró tener una personalidad impropia de la edad de sus miembros.

   Varios han sido los reencuentros con ellos, y siempre a un nivel excepcional, lo que es extraño cuando la formación se renueva casi en su totalidad cada tres o cuatro años. Siguen manteniendo un sonido brillante, que se suma a un nivel técnico altísimo, y a una ilusión y un empuje a prueba de bombas. Son capaces de adaptarse a casi cualquier batutaque se ponga a su frente. Hemos podido seguir todas estas virtudes ya fuera de nuevo con Abbado en una Cuarta de Mahler, con Sir Colin Davis y una Segunda de Sibelius, e incluso aún más raro, con una memorable Sinfonía alpina con Franz Welser-Most.

   En esta ocasión era Vladimir Jurowski quien les dirigía en un programa muy del gusto del maestro ruso, con dos obras que le hemos visto recientemente con su orquesta londinense. El Concierto para violín y orquesta nº 2 en sol menor, op. 63 de Sergei Prokofievy la Sinfonía nº  8 en do menor, op. 65 de Dmitri Shostakovich. En la obra de Prokofiev–estrenada como bien es sabido en el Teatro Monumental de Madrid en diciembre de 1935 por el violinista francés Robert Soetens y la Orquesta Sinfónica de Madrid con Enrique Fernandez Arbós a su frente– actuaba como solista la violinista Lisa Batiashvili.  

   La georgiana volvió a dar una clase maestra, otra más, de cómose toca un concierto que cada día más se integra en el repertorio de los grandes. Si en el Allegro moderato conjugó sensualidad con un sonido denso y cálido, con un vibratocorto pero muy adecuado, el Andante assai posterior fue realmente sublime. Un fraseo intenso, con mordiente, que arrancó sensual, bien cantado, y que fue creciendo en fuerza y garra según el movimiento se va haciendo más intenso. Una garra siempre elegante que le permite relajarse de nuevo en la parte final, donde otra vez, la línea se mantuvo cálida y expresiva. Tras un movimiento tocado así, no te hace falta tener que generar una aridez suplementaria al “Allegro final, ben marcato”, aunque demostró que cuando hay que sacar notas y frases casi mates, también es capaz de hacerlo. En las lánguidas frases finales, de un virtuosismo de primer nivel, la Sra. Batiashvili nos transportó entre sugerentes curvas hasta el final. Por su parte, el acompañamiento de Jurowski y la orquesta fue perfecto, con una precisión y un “sonido soviético” realmente estremecedor. Las numerosas ovaciones fueron correspondidas por la georgiana tocando de manera primorosa junto a la concertino de la orquesta, un dúo de violín que creo se trataba de Bela Bartok.

   La Octava sinfonía fue compuesta por Dmitri Shostakovich en el verano de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. Menos directa que su antecesora, y de una profundidad y hondura superior, el estreno en Moscú fue un éxito al igual que en otras ciudades europeas y americanas –aunque sin el carácter novelesco del estreno de la Leningrado – pero en 1948, la obra cayó en desgracia tras ser incluida en el saco del Decreto Zhdanov y se prohibió durante un tiempo. Cuando se levantó la prohibición, ya nada fue igual. Sin embargo, muchos melómanos la consideramos una de las mejores sinfonías del ruso.

   Con esta obra, se puede decir que Vladimir Juroswki jugaba en casa. La interpretación fue formidable de principio a fin, y consiguió que la orquesta sonara tan rusa como si fuera de Moscú. En las primeras frases del Adagio inicial, las cuerdas transmitieron ese desasosiego que subyace en toda la parte inicial de la obra, y que va ganando en intensidad a lo largo del mismo. Sin abusar de dinámicas, fue construyendo un discurso coherente, refrendado por la práctica totalidad de los solistas de maderas –excelentes ahí el corno inglés o el oboe– que respondieron inmaculados. En el Allegretto posterior, todo un scherzo en forma de marcha, tuvimos el sarcasmo que desprende y que por momentos parece heredado de su época de la ópera La nariz. Tuvimos una muestra del nivel de virtuosismo de los músicos cuando el trompeta solista, formidable toda la noche, tuvo una entrada falsa que fue capaz de enmascarar como un profesional de primera. La marcha en que termina el movimiento, junto a la tocata del Allegro posterior, mostraron de nuevo a un Jurowski preciso y vibrante, capaz de extraer lo mejor de maderas –flauta y flautín sobre todo–y metales, mientras conseguía de las cuerdas una base de “rompe y rasga”. Se sucedía una marcha tras otra, cada cual mejor, cuando llegamos al clímax brutal con una percusión ensordecedora, que desembocó sin solución de continuidad en el Largo, una passacaglia profunda e intensa, donde los fagotes y el saxo bajo parece que nos llevaban directos a la muerte, pero que justo al final, cuando pasamos a modo mayor y nos introduce de lleno en el Allegretto final, nos hace resucitar. En este movimiento final, un rondó mitad bucólico, mitad festivo, Jurowski y la orquesta nos deleitaron de nuevo con un final de quitar el hipo, donde los clímax no fueron ruido fatuo sino que desprendieron emoción a raudales hasta desembocar en el poético y lírico final.

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