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[C]rítica: Benjamin Alard interpreta a Johann Sebastian Bach y a Antonio Vivaldi en la Fundación Juan March

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Autor: Mario Guada
11 de febrero de 2019

El clavecinista francés inaugura, con inmenso éxito, un nuevo ciclo en la sede de Castelló, ofreciendo un Bach reflexivo, sosegado, muy inteligente y con poso, de esos que dejan huella.

Bach, el transcriptor

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 06-II-2019. Fundación Juan March. Disímiles vidas paralelas [Ciclo de miércoles]. Obras de Johann Sebastian Bach y Antonio Vivaldi. Benjamin Alard [clave].

Bach juzga la dificultad de su música de acuerdo con sus dedos. Sus composiciones, por tanto, son difíciles de tocar, porque pide a […] los instrumentistas que consigan con […] sus instrumentos las mismas proezas que él consigue con su clavicordio. Y eso, por supuesto, es imposible.

Johann Adolf Scheiber [Der critische Musicus, 1737].

   Pocos retos, en efecto, más complejos para un intérprete que plantarse ante la obra para teclado de Johann Sebastian Bach (1685-1750), pues supone, sin ningún género de dudas, una de las cimas de toda la producción musical que nos ha legado la historia de la música occidental. Pero es, quizá, aún más complejo enfrentarse a otros compositores a través de su mirada, de ese tamiz «bachiano» tan extremadamente complejo en su construcción contrapuntística y estructural. Precisamente sobre estos pilares se fundamentó el recital ofrecido por el clavecinista y organista galo Benjamin Alard, para inaugurar este curioso ciclo que lleva por título Disímiles vidas paralelas, en el que –como es norma de la casa–, la Fundación Juan March invita al oyente a realizar un ejercicio conceptual que vaya más allá de lo estrictamente auditivo, en este caso confrontando a dos figuras musicales coetáneas de primer orden, cuya vida transitó por sendas muy distintas y cuya música, a pesar de perseguir fines estéticos casi opuestos, no está quizá tan alejada entre sí de lo que pudiera parecer.

   El primer «confrontamiento» tiene como protagonista al Kantor de Leipzig, como ya se ha señalado, pero también a Antonio Vivaldi (1671-1748), el gran maestro veneciano al que Bach sin duda admiró y el que rindió su particular homenaje a través de una serie de transcripciones para órgano y clave de algunos de sus conciertos para diversos instrumentos. En su glorioso catálogo compositivo se han conservado un total de siete conciertos de otros autores transcritos para órgano [BWV 592-597], que incluyen a autores como el príncipe Johann Ernst von Sachen-Weimar, miembro de la familia para la que servía en la corte de Sachen-Weimar, y Antonio Vivaldi], además de un total de dieciséis transcripciones para teclado de obras previas de autores coetáneos, la mayor parte de ellos italianos [BWV 972-987: Vivaldi y Johann Ernst, de nuevo, pero también Benedetto y Alessandro Marcello, Giuseppe Torelli y su querido Georg Philipp Telemann]. Un programa este poco usual en los escenarios españoles, que resulta absolutamente clarificador para comprender una buena parte de ese universo «bachiano» casi insondable.

   Conformado en dos partes, la estructura era clara: contraponer muestras propias al teclado de Bach con ejemplos de otras, también «bachianas» pero que encontraron inspiración en obras de autores coetáneos, especialmente en Vivaldi, como el Concierto para violín en Si bemol mayor, RV 381, [transcripción en Sol mayor, BWV 980]; Concierto para violín en Mi mayor, RV 265 [transcripción en Do mayor, BWV 976]; Adagio e spiccato del Concierto para dos violines y violonchelo en Re menor, RV 565 [transcripción BWV 596]; y el Concierto para violín en Sol mayor, RV 310 [transcripción en Fa mayor, BWV 978]. Se trata de obras del período de Weimar –uno de los más ricos desde el punto de vista instrumental–, en las que Bach logra un equilibrio absolutamente perfecto entre la luminosidad e italianidad del original «vivaldiano», por un lado, y un dominio descomunal de ese contrapunto a veces severo, pero no por ello menos imaginativo, así como en una escritura que se torna totalmente idiomática para la tecla, por el otro. Solo un genio de tal calado podría ser capaz de realizar un ejercicio de estas dimensiones con ese nivel de perfección formal y estilística. Como todas son obras concebidas para el clave o el clavidordio –a excepción del BWV 596, que requiere necesariamente del órgano, por la profusa carga del pedal (aunque aquí se interpretó el movimiento central, que por su escritura puede encontrar buen «apaño» en los dos teclados de un clave)–, el resultado es un ejemplo espléndido de inteligencia, respeto y personalidad, a partes iguales.

   Las restantes transcripciones, sobre originales de otros autores italianos, fueron la maravillosa Fuga en Do mayor, BWV 946, a partir de la Sonata n.º 12, de las 12 Suonate a tre de Tomaso Albinoni –que figura en una serie de fugas en las que Bach se basa en algunos temas de otros compositores, especialmente Albinoni, pero también Reincken o Erselius– y el celebérrimo Adagio del Concierto en Re menor, BWV 974, sobre el Concierto para oboe S:Z799 de Alessandro Marcello.

   El resto del programa se completó con transcripciones de Bach sobre el propio Bach, como son los trabajos realizados en su Adagio en Sol mayor, BWV 968, sobre el primer movimiento de su Sonata para violín solo n.º 3 en Do mayor, BWV 1005; y la Sonata en Re menor, BWV 964, sobre la Sonata para violín solo n.º 2 en La menor, BWV 1003. Se trata de dos incombustibles composiciones, absolutamente geniales ya en su forma original –una de las cimas violinísticas de la historia–, pero que encuentran en su traslación al teclado un nuevo ejemplo de ese universo tan rico en el contrapunto, en la armonía y un desarrollo tan intrincado como deslumbrante. Desde luego, nadie como Bach para transcribir a Bach.

   Se cerró el recital con el descomunal Concerto nach Italienischem Gusto, BWV 971, una de las creaciones clavecinísticas que sin duda encumbran, aún más, la figura del Kantor. Compuesto ya en Leipzig, en 1734, supone un hermoso y honesto homenaje a esa escritura italiana que tanto había admirado, respetado y sobre la que había trabajo de forma tan profusa; tanto, que este Concerto italiano puede verse como el culmen de varios años dedicados al estudio de la música italiana, y que encuentra aquí, ya de forma totalmente «bachiana» –sin pasar por las manos de nadie–, un ejemplo tan superlativo como monumental.

   Un programa tremendamente exigente, que requiere sí o sí de un profundo conocimiento de la tecla en Bach, pero también del lenguaje de los autores italianos del momento. Desde luego, pocos intérpretes en la actualidad más dotados para lo «bachiano» que Benjamin Alard, cuya trayectoria vital y profesional ha estado prácticamente siempre ligada al genio de Eisenach. No hay Alard sin Bach, ni Bach sin Alard. Por tanto, la capacidad que posee para condensar el arte de su teclado es tan apabullante como admirable. Alard es uno de esos intérpretes por los que aún pasa la música, esto es, no es un mero transmisor entre el creador y el oyente, sino que su capacidad de comprensión y asimilación de la obra de Bach es tan profunda, que es capaz de envolverla en un brillante envoltorio sonoro, filosófico y vital tan deslumbrante, que impacta como muy pocos logran hacer. Alard es, a pesar de su juventud, un clavecinista de «los de antes», en el mejor sentido del concepto: sin aspavientos, calmado, reflexivo, alejado de la pompa de la escena. Tremendamente inteligente, cada nota, cada pulsación, cada articulación, cada pasaje y cada silencio están absolutamente meditados. Nada es baladí en su visión de la música, y esto, lamentablemente, es algo que cada vez se estila menos. Su capacidad técnica inmensamente controlada y epatante no supone una visión distante de la obra de Bach, sino todo lo contario, pues se introduce en ella con una visión tan enriquecedoramente global como deslumbrante en el detalle, una mixtura perfecta que ayuda a consolidar el universo sonoro de Bach de una manera inusitada entre los clavecinistas de la actualidad. Resulta tan inteligente, que es capaz de encontrar un equilibrio fascinante entre el enorme peso del severo contrapunto con la brillantez italiana del ornamento, en su punto justo. No es Alard enemigo del color, pues su juego permanente y sutil entre los teclados, e incluso su trabajo contrastante en las dinámicas, sugieren todo lo contrario; tampoco lo es de la ornamentación, que se desvela a veces tan profusa como sorprendente [e.g.: el afamado Adagio de Bach/Marcello o algunos pasajes del Concerto italiano]. Sus lecturas fueron tan reposadas como luminosas, tan reflexivas como brillantes, tan intrincadas como diáfanas, tan refinadas como mundanas, tan neutras como expresivas… Alard es el equilibrio, algo que en este repertorio es tan trascedente como necesario.

   Un lujo de concierto para inaugurar un ciclo que se presenta tan interesante como conceptualmente bien construido; lo habitual en la Fundación. Alard, que transita muy poco los escenarios madrileños, sin duda ha dejado una huella indeleble entre los que allí nos encontramos. Nadie como Alard para Bach y nadie como él para personificar lo que supone el arte de contraponer con certero equilibrio. Deslumbrante.

Fotografía: Fundación Juan March.

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