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CRÍTICA: 'BORIS GODUNOV' CON PUESTA EN ESCENA DE BIEITO Y DIRECCIÓN DE NAGANO EN MÚNICH. Por Alejandro Martínez

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Autor: Alejandro Martínez
4 de agosto de 2013
Foto: Bavarian State Opera
PARADÓJICO CONVENCIONALISMO

Boris Godunov (Mussorgsky). Bayerische Staatsoper, 30/07/2013

   Paradójicamente, Bieito también puede pecar de convencional. El enfant terrible de la dirección de escena operística para muchos, un gran hombre de teatro para otros, presentó en Múnich un Boris Godunov en el que apenas se reconocen los rasgos que han hecho de su trabajo una firma reconocible. Y no hablamos de la provocación gratuita que tantos le achacan, a veces con sobrada justificación, otras sin motivo alguno. Partimos de que Bieito es un gran hombre de teatro y nunca ha buscado la provocación por la provocación, como tampoco ha querido alejarse del convencionalismo por denostarlo en sí mismo de antemano. Pero sin duda, si algo cabe esperar de Bieito es una elevada dosis de fuerza dramática en sus propuestas. Algo que en modo alguno, salvo contados instantes, presenciamos en este Boris de Múnich, más bien reiterativo y convencional, donde Bieito no presenta otra cosa que el consabido retrato de un poder codicioso, al margen de las circunstancias concretas de la Rusia zarista, situando de hecho la acción en el entorno contemporáneo de las democracias parlamentarias, a la que la puesta en escena cita en variadas ocasiones. La escena de Rebecca Ringst articula un gran artefacto giratorio, una suerte de gigantesco cubo que se pliega y se despliega para ir recreando las distintas escenas. La solución es ingeniosa y operativa, pero no aporta nada relevante a la dramaturgia. Lo mismo cabe decir del vestuario de Ingo Krügler y las luces de Michael Bauer; profesionalísimo todo, pero un tanto inane en términos dramáticos. La dirección de actores, eso sí, posee el sello genuino de Bieito, con una expresión trabajada, vivísima y llena de contrastes.

   En el centro de la propuesta de Bieito no se sitúa tanto la personalidad conmocionada, turbada y compungida de un Boris convulso hasta la locura. Tampoco da Bieito el protagonismo a la mera confrontación entre el pueblo y sus líderes. Más bien plantea, como decíamos, una exposición de trazos universales, a pesar de esas citas al entorno contemporáneo, sobre el poder político, su ejercicio y sus trampas. La elusión del trasunto netamente ruso del libreto no nos parece un problema, porque la pura historicidad de algunas tramas como la de Boris o la de Don Carlo se presta, si el director de escena es diestro, a salvaguardar lo esencial del libreto al margen de sus coordenadas espacio-temporales.
   Por todo ello, es obligado preguntarse: ¿Estamos ante un buen trabajo? Diría que sí; al menos un trabajo solvente, aunque nada inolvidable, como ya sucediera con el Fidelio que Bieito presentara en Múnich hace un par de temporadas. El problema, en última instancia, no es la valía intrínseca de su propuesta; es que lo que nos propone Bieito ya lo habíamos visto antes, en variadas ocasiones. Sin ir más lejos, en la propuesta escénica de Johan Simons. vista en el Teatro Real, con la que el trabajo de Bieito guarda no pocas conexiones en una perspectiva general.
   Seguramente, lo más logrado sea el final, con la muerte de Boris, donde toda la función se crece, gracias sobre todo a la total entrega del protagonista, el joven Tsymbalyuk. Si bien algo destemplado en su primera intervención, se fue creciendo poco a poco, tanto en lo vocal como en lo escénico, y redondeó un Boris de gran intensidad en ese citado monólogo final. Su voz adolece de una colocación típicamente eslava, que redunda a veces en la ausencia de sonidos redondos, tendiendo a ser más bien fijos y romos en gran parte de la franja aguda.
   El resto del reparto rindió a un nivel un tanto mediocre, con más sombras que luces. En este sentido, por ejemplo, al Schuiskij de Siegel, vocalmente solvente, cabía reprocharle un fraseo más sibilino y mordaz. Por otro lado, fue a todas luces insostenible el Pimen de Anatoli Kotscherga, declamado de principio a fin, sin línea de canto alguna y con un timbre huero e imposible. Indigno de un festival como el de Múnich. Casi lo mismo cabría decir del Varlaam de Vladimir Matorin, un tanto amateur en términos generales

   Kent Nagano ofreció un trabajo espléndido en esta ocasión, sacando enorme partido a su magnífica orquesta. Destacó sobre todo su diáfana y transparente exposición de la genial orquestación de Mussorgsky. Nagano concibe Boris como lo que es de hecho, una partitura vanguardista, fecunda, que dice más sobre lo que estaba por venir que sobre su anterior herencia. Su batuta fue asimismo teatral en todo momento, generando con éxito tensiones y atmósferas. Se representaba en esta ocasión la versión original de 1869, en siete escenas, de una fascinante desnudez, agresiva y lírica a partes iguales.
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