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Crítica: Christian Scott visita el Festival Internacional de Jazz de Madrid 2019

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Autor: Juan Carlos Justiniano
21 de noviembre de 2019

La música y la palabra

Por Juan Carlos Justiniano
Madrid. 19-XI-19. Sala Guirau, Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa. Festival Internacional de Jazz de Madrid 2019. Christian Scott aTunde Adjuah [trompeta], Logan Richardson [saxo alto], Lawrence Fields [piano], Max Mucha [contrabajo], Corey Fornville [batería] y Weedie Braimah [congas].

   Ya hubo oportunidad de comentar a propósito de la visita de Herbie Hancock a la capital que, análogamente a lo que ocurrió en la década de los setenta con el fenómeno del jazz fusión, estos últimos lustros parece que estamos asistiendo a algo similar que podría condensarse en una nómina creciente de músicos de jazz –o emparentados con él– capaces de seducir a grandes masas de público. Christian Scott aTunde Adjuah figura en un lugar destacado dentro de esta categoría. O al menos así parece indicarlo el llenazo absoluto que ayer se produjo en la Sala Guirau del Centro Cultural de la Villa con motivo de su visita a la capital en el marco del Festival Internacional de Jazz de Madrid 2019.

   Para algunos la combinación de popularidad y atractivo visual del de Nueva Orleans parece suficiente motivo como para decretar que ha venido a cambiar la historia de la música. Habría que advertir a esa crítica que gusta tanto del titular y que confunde el comentario musical con el cuadro de costumbres –creo que, por si acaso, prefieren llamarse críticos culturales–, que ni siquiera parece que el trompetista se haya propuesto esa tarea. El ejemplo de Christian Scott es el de un intérprete que desborda talento y musicalidad y que parece que ha asumido, más bien, la función del apóstol. Es algo que puede inferirse de sus propias palabras, que, por cierto, no fueron pocas. En este sentido, se puede decir que el músico se preocupa –quizá en exceso– de vestir su música de hondas reflexiones como queriendo alejarse de posibles juicios de valor, como queriendo imponerse al estereotipo de las túnicas coloristas, los coros de tragedia griega y la plantilla instrumental bruckneriana (véanse los ejemplos de los Kamasi Washington). Cuando menos, el buqué que el trompetista dejó ayer en el ambiente es que el olfato comercial es un añadido a su música, no el principio estructural.

   Así, el trompetista y su sexteto recalaron ayer en la capital para proponer un reencuentro con las raíces de la tradición jazzística; para reivindicar África como la cuna de tantas cosas y compartir con el público todo lo que ha reflexionado en torno al jazz y sus atavismos. El sincretismo es algo casi consustancial a la música: inspirarse en la música de gamelán para ensanchar los límites de la armonía tradicional es un experimento que ya se probó hace más de un siglo y utilizar samples de coros de niños africanos para dar exotismo a la música de baile es una rutina cotidiana. Ahora bien, es un ejercicio que puede plantearse desde el turisteo musical o desde una reflexión estética. El caso de Scott parece que es este último.

   Uno de los correlatos del historicismo que planteó el discurso del músico fue el propio repertorio. Y es que, el sexteto se propuso trazar una panorámica del jazz como tradición ya centenaria a través de composiciones de Thelonius Monk («Straight, no Chaser»), del Herbie Hancock de los sesenta («Eye of the Hurricane», el bis que el público prácticamente arrebató a un sexteto remolón) o del Miles Davis eléctrico («Guinnevere», un clásico de Crosby, Stills & Nash que reinterpretó Davis en 1979 en Circle in the Round). Hubo también espacio para temas originales de Scott que desvelaron que la pluma del de Nueva Orleans gusta de plantear fondos modales sobre los que explorar armónica y rítmicamente y moverse por toda la gama de estilos de la música popular: el soul, el funk, el hip hop e incluso el pop con temas como «Songs She Never Heard».

   En todos esos terrenos el sexteto sobresalió. No daría tiempo para repasar todos los elogios merecidos que el trompetista brindó a cada uno de sus colegas. Pero merece la pena destacar la contundencia y la magia de la rítmica, especialmente del contrabajo de Max Mucha, de la batería de Corey Fornville y de las congas de Weedie Braimah. Si bien, en ocasiones quedó demasiado en evidencia que la genética predominante de la rítmica de Scott es más eléctrica que acústica tanto por instrumentación como por ecualización. Respecto a lo melódico, podría decirse que Logan Richardson se impuso desde el alto sobre el propio trompetista. Christian Scott es un ágil improvisador y un instrumentista con una potencia verdaderamente excepcional, con la fuerza de una banda al completo desfilando el Mardi Gras; pero su verdadero talento reside en su intuición musical. Él preside la escena y más que intentar brillar prefiere repartir el juego, dirigir y, en todo caso, lo que impone es una concepción horizontal de la música.

   Todo esto, sin intención de defraudar a los periodistas de tendencias, no significa que Christian Scott haya cambiado la historia de la música. Al menos todavía. Todo esto significa, quizá, algo menos épico pero objetivamente crucial: que Christian Scott concibe su oficio con entrega y con pasión y que aprovecha cualquier resquicio para explicar el jazz, para difundirlo y hacerlo accesible a todo tipo de públicos. Y se podría decir que sin imposturas, con sinceridad.

Fotografía: JazzMadrid19.

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