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Crítica: Daniel Barenboim al frente de la Filarmónica de Berlín

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Autor: Alejandro Martínez
10 de junio de 2015

TIEMPO Y TALENTO

Por Alejandro Martínez

Berlín. 05/06/2015. Philharmonie. Jörg Widmann: Teufel Amor. P. I. Tchaikovsky: Sinfonía no. 6. Filarmónica de Berlín. Dirección musical: Daniel Barenboim

   No diremos que Daniel Barenboim viva de la rentas, sería una boutade; pero sí cabe afirmar que su imposible agenda, tan cargada de compromisos, le obliga a menudo a hacer de la necesidad virtud, transmutando su talento en la única solución para sacar adelante algunos conciertos. Se diría que era el caso, más o menos, de esta tanda de tres interpretaciones previstas con la Filarmónica de Berlín, con obras de Jörg Widmann y P. I. Tchaikovsky. Barenboim venía de una intensa gira de conciertos como solista con las sonatas para piano de Schubert, que le había llevado en mayo por Viena, París y Londres. Apenas dispuso pues de dos o tres días para preparar estos tres conciertos en Berlín, de los que el primero, el que nos ocupa, se diría que fue una suerte de ensayo general de lujo. Barenboim dirigió la primera parte con partitura, muy atento a la obra de Widmann, pero incidiendo al mismo tiempo en una comunicación constante y meditada con las distintas secciones de la orquesta, como si a pesar de las premuras supiera muy bien ya lo que quería y cómo lo quería. A cambio, afrontó sin partitura la Patética de Tchaikovsky, como si quisiera hacer música sin red, buscando la complicidad de la orquesta, no diremos que improvisando, pero sí creando en cierto modo la interpretación conforme avanzaba la misma, con un grado de planificación previa diríamos que casi residual.

   Definida como un himno sinfónico, Teufel Amor, la obra de Jörg Widmann (1973) estrenada por Pappano en Viena en 2012, toma como principio los dos únicos versos conservados de un poema de Schiller: “Süsser Amor, verweile / Im melodischen Flug” (Dulce amor habita / en melódico vuelo). La idea del Teufel Amor, que podríamos traducir como Cupido diablo, nos pone en palabras del compositor ante la doble faceta del amor, que como el rostro de Jano, apunta a un tiempo a un horizonte paradisiaco y a un destino fatal. Aunque termina por antojarse reiterativa y premeditada en exceso, la partitura de Widmann sorprende por su valiente exploración de la sonoridad, ligada a una orquestación post-romántica, que claramente si sitúa en la estela de las vanguardias compositivas de comienzos del siglo XX. Barenboim defendió la obra con contundencia, dando la sensación constante de creer en la obra. El propio compositor se encontraba en la sala y fue invitado con entusiasmo por Barenboim a saludar ante el público tras la interpretación.

   Seguramente sea la Patética de Tchaikovsky su composición más franca y transparente, en la que más padecimientos y cuitas personales del compositor se dejan traslucir. Y al mismo tiempo es una obra de un gran refinamiento técnico, con un punto de virtuosismo si la batuta que la afronta opta por unos tiempos contrastados y unas ricas dinámicas. Fue el caso de Barenboim, que presentó una Patética, como era de esperar, cargada de intensidad, con una articulación muy musculosa, subrayada con denuedo, muy incisivo en el fraseo. Toda su lectura transmitía una carga emocional compleja, una suma de impotencia, ansiedad y desasosiego, ciertamente tan próximo al pathos del que Tchaikovsky era presa cuando compuso esta partitura. Una Patética atormentada, desesperanzada, sin concesiones y de un romanticismo exacerbado, un punto brusco incluso, pero siempre sostenida por una Filarmónica de Berlín en estado de gracia.

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