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Crítica: Eduardo Fernández y José Ramón Encinar en la temporada de la ORCAM

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
4 de noviembre de 2017

EL TRIUNFO DEL PIANO

   Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Madrid. 21-10-2017, 19:30. Auditorio Nacional de Música, sala sinfónica. Temporada ORCAM. Obras de Sergei Rachmaninov, Sergei Prokofiev, Tomás Marco y Franz Liszt.Eduardo Fernández, piano. Orquesta de la Comunidad de Madrid. José Ramón Encinar, director. Obras de Rachmaninov, Prokofiev, Marco y Liszt. Eduardo Fernández, Orquesta y Coro de la Comnuidad de Madrid. José Ramón Encinar.

   No cabe duda de que Eduardo Fernández, pese a su juventud, está haciéndose un nombre en el panorama pianístico español actual. Con una trayectoria brillante, en la que destacan una apretada agenda de conciertos y una muy interesante discografía –que incluye, entre otros títulos, nada menos que la integral de Preludios de Alexander Scriabin y una Iberia de Albéniz–, el pianista ha explorado una gran variedad de repertorios y lo ha hecho con un éxito incontestable. El pasado martes 31 de octubre se presentó con la ORCAM –bajo la dirección de José Ramón Encinar– interpretando una de las obras más complejas de la literatura pianística, el Concierto n.º 2 para piano y orquesta de Sergei Prokofiev. Y no sería justo no decir que, más allá de que fuese un acierto de la organización incluir semejante obra en el programa, aún más lo fue el confiársela a las manos de Fernández.

   La velada comenzó con el famoso Vocalise de Rachmaninov, una obra de grandes líneas melódicas –como es habitual en la producción del compositor ruso– pero que, en realidad, no es ni de lejos una de las páginas más interesantes de su autor. La versión realizada por la ORCAM fue correcta, sin exageraciones ni arrebato y, por ende, algo aséptica. Habría deseado escuchar algo más de intensidad en una música que, aunque no sea excepcional en la trayectoria del creador, exige intención y carácter. Al término de la obra de Rachmaninov la orquesta creció en número de profesores, y entró en escena el pianista para afrontar el reto de Prokofiev.

   Menos famoso que el tercero, y más difícil, el segundo concierto es también menos frecuentado. Sus cuatro movimientos son una dura prueba de resistencia para el solista, especialmente la larga y agotadora cadenza del primero, y es de justicia decir que Fernández hizo un gran trabajo con el que satisfizo ampliamente al público madrileño. Se mostró incansable en los momentos de mayor esfuerzo, haciendo gala de un virtuosismo envidiable –qué otra cosa cabría esperar de un músico joven y bien formado–, y exhibió también su lado más sensible en los escasos momentos en los que la partitura lo permite. Entre esos momentos se encuentra el delicado e intrigante tema del cuarto y último movimiento, que tras un comienzo delicado y noble va creciendo y elevándose de forma tumultuosa hasta un clímax en el que el piano empuja, sirviéndose de grandes acordes, a toda la masa orquestal. El pianista no mostró flaqueza alguna, y atravesó con gran pericia el campo minado de la partitura de Prokofiev. El público recompensó intensa y cálidamente el duro esfuerzo de Fernández, que fue sin duda el triunfador de la noche. Como regalo, el arreglo Gluck-Sgambati de Reigen seliger Geister, perteneciente a Orfeo y Eurídice. Su elección rubricó una íntima y balsámica despedida tras de la intensa música del compositor ruso.

   Tomás Marco es, como el lector ya sabe, uno de los grandes representantes de la música española actual. Es de agradecer que la ORCAM incluya en su programación el trabajo de nuestros compositores y no deje caer en el olvido músicas tan interesantes como Vitral, la obra que abrió la segunda mitad del concierto. Vitral, para órgano y orquesta de cuerda, es un muestrario de sonoridades y texturas creado en 1968 y que supuso para su creador el premio nacional de música de 1969. En un principio la variedad de recursos empleados podría parecer escasa, pero no escapa al oyente perspicaz la riqueza de una escritura que demanda del conjunto instrumental una perfecta sincronía y un control absoluto de la afinación. Y de tal forma respondieron los virtuosos profesores de la orquesta –liderados por José Ramón Encinar–, en una exhibición de control en la que la cuerda permaneció impasible casi un cuarto de tono por debajo del órgano, sin dejarse influir por la atracción de éste. Se trata, sin duda, de un mérito que deben compartir compositor y orquesta, puesto que el primero traza con habilidad un camino sonoro en el que el choque de sonoridades adquiere un protagonismo que cabría suponer atribuido originalmente a las texturas, y la segunda debe demostrar encontrarse en condiciones de volar a semejante nivel, revelando al espectador una vez más que en el arte no existe el azar y que todo es resultado del estudio y el talento al servicio de la reflexión estética.

   El programa finalizó con Tasso, lamento e trionfo S96, poema sinfónico de Franz Liszt. Para quien firma estas líneas fue la obra menos lograda de las que componían el programa de la noche, pues todo el rigor y la exactitud que la orquesta mostró en la obra de Marco se vio aquí menguado hasta el punto de ofrecer una versión deslavazada y con poca coherencia formal. No obstante la rotundidad del último movimiento Moderato pomposo, vino a contrarrestar esa carencia de unidad con un final contundente en el que destacaron unos metales muy bien empastados.

   En definitiva, un concierto con aspectos mejorables pero que contó con el pianista Eduardo Fernández como indiscutible héroe de la jornada. Su intervención dejó ver un músico que abandona progresivamente la categoría de joven promesa y se adentra con seguridad y aplomo en la de próxima referencia entre los intérpretes de su generación.

Fotografía: eduardo-fernandez.com

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