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Crítica: 'Iphigenia en Tracia', de José de Nebra, en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Mario Guada
16 de noviembre de 2016

El coliseo madrileño presenta una producción tan mimada en lo escénico como lamentable en lo musical, en la que la falta de rigor histórico pasó una enorme factura a la genialidad del bilbilitano.

NEBRA NO SE LO MERECE

   Por Mario Guada
Madrid 15-11-2016 | 20:00. Teatro de la Zarzuela. Entrada: 5 a 44 €uros. Iphigenia en Tracia, de José de Nebra. María Bayo, Auxiliadora Toledano, Ruth González, Erika Escribá-Astaburuaga, Lidia Vinyes-Curtis, Mireia Pintó • Pablo Viar, Francesc Amat, Albert Faura, Gabriela Salaverri  • Orquesta de la Comunidad Madrid | Francesc Prat.

   Me imagino que en pleno 2016 quejarse de que se programe una zarzuela barroca firmada por quien es –sintiéndolo mucho por los descreídos de la música hispánica de los siglos XVII y XVIII– uno de los mejores compositores en la historia de la música de este país, es casi una osadía. Pues llámenme osado, entonces, pero soy de los que considera que al tan mentado patrimonio musical español no le debe valer con ser tratado con desdén y con unas herramientas que no son, a todas luces,  apropiadas para rendirle el respeto que justamente merece.

   El Teatro de la Zarzuela estrenó ayer su producción de la Zarzuela Nueva, intitulada Para obsequio a la deydad, nunca es culto la crueldad, y Iphigenia en Tracia: Fiesta, que se representó en el Coliseo de la Cruz la compañía de Joseph Parra el día 15 de enero de este año de 1747. La escribió Don Nicolás González Martínez […] Compuso la música Don Joseph de Nebra, primer organista de la Real Capilla del Rey N.S. La obra, una zarzuela en dos jornadas, cuya música es de una calidad superlativa, tiene todos los condimentos para proporcionar una magnífica velada a quienes la escuchan. Pero he precisamente aquí lo que me [pre]ocupa del caso: cuando no se interpreta como parece que debe hacerse, al menos cuando el debate sobre el historicismo y la adecuación de cierto rigor estilístico para las composiciones anteriores a 1850 está ya fuera de todo debate –en los países más avanzados, claro–, el resultado dista mucho de ser lo que se esperaría de una producción como esta.

   José de Nebra (1702-1768) es, por méritos propios y más que sobrados, un autor de altura suficiente como para poder programarse con asiduidad en las teatros de ópera y zarzuela de cualquier país del mundo, pero aún más cabría esperarlo en el suyo propio. No pareciendo suficiente a las instituciones artísticas más poderosas del país el ninguneo permanente al que esta y otras figuras del tesoro patrimonial artístico español se ven sometidas temporada tras temporada –con una presencia en las mismas que raya entre los obsceno y lo dramático–, cuando se programa alguna de sus obras, no se es capaz de presentar con una garantías mínimas para que su disfrute, fiabilidad y verosimilitud sean accesibles al público más exigente –ya se sabe que el traga de todo no está para exigencias–.

   Si esta Iphigenia en Tracia tuvo desde su punto de vista escénico y visual su punto más esperanzador, todo lo contrario hubo de sufrirse desde el lado de la interpretación musical. Comencemos por lo positivo, por no resultar demasiado duro de entrada. La concepción de la escena es siempre un punto altamente problemático en las representaciones de música escénica. Sin embargo, la propuesta absolutamente minimalista de Pablo Viar funcionó excepcionalmente bien para la obra, con una concepción que transita entre el drama griego, la interpretación de los sueños y la complejidad del amor. La diafanidad de la escena pareció ser el complemento perfecto en su antagonismo al drama musical barroquizante –aun cuando la música de Nebra obtiene aquí ya tintes claramente galantes–. Apoyado en la fantástica escenografía de Francesc Amat, que limitó las dos jornadas a una especie de bosque conformado por una coreografía escultórica en movimiento –precioso el trabajo conjunto con la iluminación de Albert Faura, consiguiendo un juego de sombras realmente evocador–, primero, y por medio de gigantescos lienzos que se pintan ante los ojos del público durante la producción, después; y el gran trabajo en el diseño de vestuario a cargo de Gabriela Salaverri –caracterizaciones a medio camino entre una ensoñación de lo barroco y la modernidad refinada–, la escena se convirtió en una solvente base sobre la que construir el drama.

   El problema mayor vino proporcionado por la parte musical. Parece evidente que encargar la interpretación de una obra con un lenguaje tan particular a cantantes que en su mayoría no están familiarizados con el mismo, además de a una orquesta sinfónica que carece del trabajo específico y continuado que requeriría un acercamiento razonable a dicha partitura, es una locura de la que un espectáculo de este tipo no puede salir airoso. Y así, lamentablemente, sucedió. Basta simplemente con echar una hojeada a los resúmenes profesionales de las seis cantantes para darse cuenta de que apenas –salvo excepciones– han tenido relación directa con el repertorio barroco. Y esto, a estas alturas de la partitura, es un hándicap de considerables dimensiones. María Bayo, sin duda la voz más experimentada y formada en el lenguaje barroco, no está ya en su mejor estado vocal. Encarnó a una Iphigenia poco creíble, carente de energía y pasión, y desde una vocalidad poco efectiva, con ciertos problemas en el agudo y una musicalidad de poco interés; únicamente, y por aquello de que el que tuvo, retuvo, fue capaz de librarse de un descalabro vocal de magnitudes considerables. Auxiliadora Toledano hizo de un Orestes casi apático, con escasa presencia escénica y de nula credibilidad. Vocalmente ofreció momentos de cierto interés, con una línea de notable proyección y un timbre agradable, aunque se vino abajo en sus grandes momentos, como en el magnífico aria Llegar ninguno intente. Ruth González fue sin duda lo menos interesante de la velada, especialmente por su vocalidad, en la que se apreció un timbre en excesivo incisivo, con un agudo poco controlado, una proyección escasa en muchos momentos, un fraseo repleto de aristas y un vibrato absolutamente desproporcionado para este repertorio. Mireia Pintó encarnó a Mochila –uno de los graciosos de la obra– correcto, sin alardes, pero de cierta coherencia. Únicamente de este estado de apatía se libraron Lidia Vinyes-Curtis y Erika Escribá-Astaburuaga, precisamente –y no casualmente– las dos cantantes jóvenes con bagaje en la interpretación con criterios históricos del repertorio barroco. La primera brindó una Cofitea con una marcada pero verosímil vis cómica, de notable proyección, control del vibrato y una adecuación estilística interesante; aportó además saber estar y musicalidad a los números de conjunto –que en general se vinieron abajo de forma recurrente–. Por su parte, Escribá-Astaburuaga fue la sorpresa de la velada, merced a un Polidoro –al menos se mantuvieron las mujeres como protagonistas de roles masculinos, una especificidad de la música escénica española que hay que destacar– elegante, refinado y de gran gusto. Su voz, aunque pequeña para algunos pasajes –la orquesta se la comió literalmente por momentos–, resonó límpida, con un agudo terso, sin desmanes en el fraseo y con una capacidad expresiva notable.

   Por su parte, la Orquesta de la Comunidad Madrid, que es la titular del teatro y, como es sabido, acostumbra a interpretar repertorio de los siglos XIX y XX, hizo sencillamente lo que pudo, pero no fue suficiente. Se presentó con un sonido absolutamente anacrónico, fuera de estilo por completo, con muy poca ductilidad y carente de la sutilidad que requiere esta partitura, repleta de detalles. Únicamente la sección del continuo estuvo más acertada, contando con la presencia de dos intérpretes cercanos al mundo de la interpretación histórica como Amat Santacana y Aarón Zapico, que aportaron el rigor, fantasía y sonoridad más acordes a la partitura de Nebra. Por su parte, la dirección a cargo de Francesc Prat no facilitó la situación. Se trata de un profesional tremendamente formado en varios campos, pero ajeno por completo al repertorio, lo que sin duda se dejó notar desde la magnífica obertura. No solucionó problemas de balance, no facilitó el equilibrio entre solistas y orquesta, no logró evitar la pastosidad en la cuerda, ni el desarrollo absolutamente lineal de las trompas, además de la falta de refinamiento del viento madera.

   Total, un nuevo fracaso y oportunidad perdida para disfrutar como merece la música del gran Nebra. Somos muchos los que nos lamentamos tras aquella producción de Viento es la dicha de amor, en la temporada 2012/2013 –a pesar de contar con la Orquesta Barroca de Sevilla–; pero también los que lo volvimos a hacer tras su insuficiente homenaje a Juan Hidalgo [2013/2014], y de nuevo tras el esperpento perpetrado hacia la figura de Sebastian Durón y José de Torres [2015/2016]. Creo que hemos tenido suficiente. Sería mejor que el Teatro de la Zarzuela dejase de intentar rescatar y homenajear a las grandes figuras compositivas de la España de los siglos XVII y XVIII, pues está logrando conseguir el efecto contrario. Estamos mejor sin ellos que con ellos maltratados.

Fotografía: Javier del Real

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