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[C]rítica: La Orquesta Sinfónica de RTVE se une a Raquel Lojendio y Joan Enric Lluna, bajo la dirección de Christoph König

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Autor: Óscar del Saz
29 de octubre de 2018

La destreza de programar contrastes: Wagner, Palomo y Dvorak

   Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 26-X-2018. Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial. La luz de la armonía. Orquesta Sinfónica de RTVE. Los maestros cantores de Nuremberg (obertura), de Richard Wagner (1813-1883); Cantos del alma, de Lorenzo Palomo (1938); Sinfonía n.º 7, en Re menor, Op. 70, de Antonin Dvorak (1841-1904). Raquel Lojendio (soprano), Joan Enric Lluna (clarinete). Christoph König, director.

   A nadie se le oculta que para un crítico es importante –cuando se enfrenta a una programación o a un concierto concreto- el encontrar la piedra de toque que dé con el hilo conductor de aquello que se programa, de modo que se encuentren –de forma sencilla o intrincada- aquellos nexos de unión entre las piezas programadas en una velada. Cuando esto es poco factible –ni siquiera a la luz de una temática, tan poco concreta, como la que reza en esta temporada en RTVE (La luz de la armonía)–, entonces lo que hay que analizar es cómo se hayan podido diseñar y dosificar –por buenos o por menos buenos- los contrastes entre las piezas programadas, de modo que sirvan a la variedad, el equilibrio sensitivo, el encuadre por épocas o movimientos musicales, descubrimiento de rarezas, obras programadas con poca frecuencia, etc.

   A nuestro entender, el concierto que nos ocupa atesora la virtud de exponer y diversificar muy diversos estilos musicales con equilibrio y destreza. En primer lugar, la impetuosidad y el empaque –por los enormes medios orquestales necesarios para interpretar la obertura de Los maestros cantores de Nuremberg– de una de las pocas óperas de Wagner que no se basa en referentes legendarios, míticos o mitológicos, sino que transcurre en un lugar concreto (Nuremberg) y alrededor de las peripecias de un grupo de músicos-poetas aficionados que idean un concurso de canto que, en realidad –y así fue pensado por el propio Wagner- es un alegato de las reglas canónicas de composición de los maestros históricos y tradicionales, frente a la anarquía de reglas y huida de los convencionalismos. De esta guisa, transitamos después a una obra diametralmente más minimalista, como es la suite Cantos del alma, del célebre –pero poco programado en España– Lorenzo Palomo, prodigio de introspección bucólica y metafísico-pastoral, todo un sosiego para nuestros sentidos. Y ya para la segunda parte, para que haya de todo en una sola parte, se aborda el multi-universo de la Séptima de Dvorak que, en sí misma, está plagada de multi-contrastes.

   La obertura de Los maestros cantores de Nuremberg fue interpretada de forma contundente por Christoph König (1968), aunque con cierta falta de profundidad y de «garra», con un disfrute del propio maestro –que se percibía ostensiblemente–, a tenor de los expresivos dibujos de su batuta y de lo pendiente que estuvo de resaltar cada sección instrumental, incluso en los tutti orquestales, de magnífica ejecución en voluminosidad y empaque sonoros. En este sentido –por la posición del director–, entendemos su disfrute, pero es una pena que –en esta sala–, una parte de esa brillantez o esmalte en el sonido se quede dentro de la caja del escenario y no consiga progresar hacia los lugares más lejanos del auditorio.

   A continuación, primer contraste, se interpretó Cantos del alma, del compositor ciudadrealeño (criado en Córdoba) Lorenzo Palomo (1938), uno de los compositores españoles contemporáneos de mayor proyección internacional –Su Majestad el Rey Juan Carlos I le condecoró con la Encomienda de Número de la Orden de Isabel la Católica por llevar, con su música, el nombre de España por el mundo–, y que actualmente reside en Berlín. Recordemos aquí que la primera gran artista en interpretar su música fue Montserrat Caballé, que le pidió le compusiese unas canciones, por lo que escribió el ciclo Del atardecer al alba o Recuerdos de juventud (estrenado en el Carnegie Hall de Nueva York, acompañada Caballé al piano por Miguel Zanetti). Después vinieron sus colaboraciones con Frühbeck de Burgos, Ainhoa Arteta, María Bayo, Miguel Ángel Gómez Martínez, Giuseppe Sinopoli y un largo etcétera.

   La obra que nos ocupa fue encargada por otro grande de nuestra música, el maestro toresano Jesús López Cobos (1940-2018). Sobre cuatro poemas de Juan Ramón Jiménez, al alimón de la inspiración en la canción de Schubert El pastor en la roca, surgió esta obra para soprano, clarinete y orquesta (atractiva alianza en lo sonoro, damos fe). De la versión escuchada, nos deleitó el perfecto equilibrio de estos tres –en apariencia desiguales– protagonistas. En la primera, ¡Pájaro del agua!, compiten la belleza de los trinos insuflados al clarinete de Joan Enric Lluna (1962) con la voz de una reflexiva y mayestática Raquel Lojendio: canto y encanto; voz rica en armónicos, proyección y diáfana dicción, que junto a la atmósfera que König imprimió a la Orquesta de RTVE, nos regaló un final en etéreo agudo –en el que la pieza se difumina– de magnífica factura. En Tientos de la alborada se da más protagonismo a la percusión, y canto e instrumento solista se maridan con maestría –como amantes– en texturas más complejas y efectistas en lo sonoro. En Serenata antillana, nuestra soprano se acomoda en el asiento para que –momentos después– clarinete y orquesta la saquen a bailar en un danzón que ella canta primorosamente –e insinúa corporalmente con sus caderas– allí donde «el campo estará celeste y la luna soñolienta».

   Para terminar, después del orquestal Viaje a la luz, como tránsito de la vida a la muerte de un pobre niño, Raquel Lojendio y Joan Enric Lluna dibujaron con propiedad y contagiosa tristeza Los palacios blancos, como idealización del cielo, cuya escalera de acceso es una delicada y elegante letanía fúnebre por la muerte de una criatura. La obra, interpretada por primera vez por la Orquesta de RTVE (y entendemos que también debutada por König), fue muy aplaudida por el público, obligando a los intérpretes a triples saludos, más los redoblados y añadidos aplausos por la presencia de Lorenzo Palomo en la sala, que se mostró totalmente satisfecho por la interpretación de su obra.

  Después del descanso, la Sinfonía número 7 de Antonin Dvorak abre el segundo contraste de este concierto, que constituye una verdadera encrucijada en el devenir compositivo del músico bohemio por mor de su voluntad de convertirse en un gran sinfonista partiendo de unos orígenes musicales puramente nacionalistas,  abandonando –aunque no del todo– el estricto folclorismo y buscando la internacionalización de su modelo compositivo, lo que le hizo acreedor de ser conocido –sobre todo en Inglaterra– como el «Brahms Bohemio». La Séptima puede, por tanto, considerarse como obra de madurez del compositor, de gran riqueza melódica inspirada –de forma muy matizada, casi encubierta– en el folclore.

   La versión que Krönig expone puede calificarse de interiorizada y directa, adelantando de forma inteligente el principio y el final del clímax del tutti orquestal, flexible en la contemporización de dinámicas, dentro del clima dramático exhibido en el primer movimiento (Allegro maestoso) y mostrando de forma diáfana los varios temas que se alternan en él. En el segundo (Poco adagio), de belleza arrebatadora, destacaron las melodías expuestas por el grupo de trompas magníficamente empastadas y templadas, y donde la paleta orquestal se cuida con mimo. Durante el paso del Scherzo-Vivace al Finale-allegro se aborda de forma transparente la transición de la rítmica más folclórica –o más eslava– a pautas más cercanas a una sinfonía típicamente centro-europea, aunque creemos que –por esta obligada transición- König pecó de excesiva frialdad en el comienzo de este último movimiento pudiendo –eso sí– remontar esa carencia en la explosión sonora final.

   Un concierto, en suma, muy del gusto del público –delante de nosotros vimos disfrutar a nuestra insigne mezzosoprano Teresa Berganza–, variado en sensibilidades y contrastes, compendio o crisol de compositores de músicas muy diferentes, cuyo denominador común es que nos alimentan –mediante sentimientos surgidos de multi-universos y multi-contrastes musicales– con delicias que palpitan entre lo humano, la evocación y el folclore quintaesenciado.

Fotografía: Orquesta RTVE.

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