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Crítica: 'Moisés y Aarón' de Schoenberg en el Teatro Real de Madrid

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Autor: Raúl Chamorro Mena
4 de junio de 2016

¡DIOS ES IRREPRESENTABLE!

  Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 1-VI-2016, Teatro Real. Moses und Aron (Arnold Schönberg), Albert Dohmen (Moses), John Graham-Hall (Aron), Catherine Wyn-Rogers (Una inválida). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Director musical: Lothar Koenigs. Director de escena, escenógrafo, figurinista e iluminador: Romeo Castellucci.

 Por fin llegaba al Teatro Real Moses und Aron en versión representada después del intento malogrado en la época de Antonio Moral y la magnífica interpretación concertísitica que se ofreció en la de Gerard Mortier con orquesta y coro foráneos y especialistas bajo la dirección de Sylvain Cambreling.

   Ante todo, hay que felicitar a los cuerpos estables del teatro por el esfuerzo realizado y el resultado satisfactorio del mismo. También al público, por cuanto presenció en sumo silencio y sin apenas deserciones obra tan complicada desde todos los puntos de vista, con una música difícil -basada en la técnica dodecafónica-, sin apenas acción escénica (debido a su filiación con el oratorio) y cargada de profundos simbolismos. Y eso que la representación discurrió sin solución de continuidad, es decir, sin respetar la división en actos prevista por el autor. Cierto es que esto sucede habitualmente hoy día, pero en una obra tan densa y que exige tanta concentración como ésta, resulta menos justificado.  

   Efectivamente, la dificultad del lenguaje musical de esta obra tan importante dentro de la evolución musical del siglo XX y su fascinante construcción polifónica “horizontal” basada en la técnica del doble canon, resultan una prueba de fuego para los cuerpos estables de cualquier teatro. No en vano, el estreno representado de la obra –antes se había ofrecido en Hamburgo en versión concierto- en Zürich 1957, ya fallecido el autor, requirió 350 ensayos del coro y 50 de la orquesta. Por tanto, no está de más insistir en la felicitación al coro titular del Teatro Real por su buena (y titánica) labor, a pesar de alguna acritud en determinadas notas extremas y que se desinflara algo en el acto segundo y, cómo no, a la orquesta, que bajo la magnífica e intensa batuta de Lathar Koenigs, completó una muy apreciable actuación. Disciplinada, muy segura, sin fallos, con un sonido bien calibrado, limpio y empastado

   ¿Se puede creer en algo que no pueda evocarse en imagen o que no pueda expresarse con palabras?. Esta reflexión es la base de esta creación. Moisés piensa que sí, cree en el concepto puro, en ese Dios omnipotente y omnipresente que es la Verdad genuina e indiscutible, pero no es capaz de transmitirlo (“Oh palabra, tú palabra, que me faltas!”), ni de hacerse comprender por el pueblo, siempre con tendencia hacia la idolatría, a adorar lo que puede ver o evocar en imagénes. Necesita por tanto de Aarón, más prágmático y con el don de la palabra. Él es consciente que su pueblo, que ama y quiere preservar, necesita algo más que un mero concepto o una idea inexplicada, para seguir adelante (“Yo me someto a la necesidad”, “Hazte comprender por el pueblo adaptándote a él”).

   El montaje de Romeo Castellucci en coproducción con la Opera de París donde ha obtenido un gran éxito, profundiza en toda la carga simbólica de la obra. Un blanco turbador domina todo el primer acto, donde vemos a los personajes y el coro difuminados. La zarza ardiente con la que Dios se comunica con Moisés es sustituida por una especie de cámara cinematográfica. Las palabras que le faltan al protagonista nos aparecen escritas, primero lentamente y luego en aluvión. La serpiente es un inquietante artilugio robótico. El segundo acto está presidido por el oro con el que el pueblo construye el vellocino, ese ídolo al que adorar, con la complicidad de Aron. En esta ocasión, se trata del oro negro, petróleo, con el que se embadurnan todos los personajes y también el bóvido cuya presencia desencadenó protestas de las asociaciones pro animales. Lo que realmente resulta inexplicable e injustificable -si realmente es cierta-  es la cantidad que, al parecer, y según ha circulado, cuesta por cada función la utilización del animal. Finalmente, la montaña, ese mítico monte Sinaí preside el gran enfrentamiento dialéctico entre Moisés y Aaron con el que acaba el acto segundo y la obra, toda vez que Schönberg la dejó inacabada, no llegando a componer nunca el acto tercero a pesar de haber escrito el texto.

   No puede negarse la impecable factura del montaje, el impacto visual de muchos momentos, su fuerza teatral y la profundización en la carga simbólica de la ópera con gran amplitud de medios y un gran trabajo previo de estudio de la misma.

   Irreprochable el Moisés del veterano Albert Dohmen, cuyo timbre acusa ya el paso de los años, pero dominador absoluto del sprechgesang (esa declamación entonada con la que se expresa el personaje) y que realiza un buen trabajo en la caracterización del protagonista. Encomiable también el esfuerzo de John Graham-Hall, que luchó con la imposible tesitura de su papel, no saliendo siempre triunfante, pero sí resultó muy convincente en el aspecto interpretativo-expresivo.

Foto: Javier del Real

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