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Crítica: 'Norma' en el Teatro del Liceo de Barcelona

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Autor: Alejandro Martínez
10 de febrero de 2015

DE VOCES Y FANTASMAS

Por Alejandro Martínez

08/02/2015 Barcelona: Gran Teatro del Liceo. Bellini: Norma. Sondra Radvanovsky, Ekaterina Gubanova, Gregory Kunde, Raymond Aceto, Francisco Vas, Ana Puche. Renato Palumbo, dir. musical. Kevin Newbury, dir. de escena.

09/02/2015 Barcelona: Gran Teatro del Liceo. Bellini: Norma. Tamara Wilson, Annalisa Stroppa, Andrea Carè, Simón Orfila, Francisco Vas, Ana Puche. Renato Palumbo, dir. musical. Kevin Newbury, dir. de escena.

   Del mismo modo que el espectro del desaparecido Gerard Mortier pulula todavía por los pasillos del Teatro Real, como una sombra que persigue de tanto en tanto el hacer de Joan Matabosch, éste es a su vez una suerte de fantasma todavía demasiado presente en el el Liceo, donde amén de su presencia física, de tanto en tanto, es palpable sobre todo aún la huella de su gestión, y no sólo en la presente temporada sino también en buena parte de la siguiente, que pronto se dará a conocer, ya bajo la intendencia de Christina Schepelmann. Así, por ejemplo, este doble reparto previsto para Norma, que no se representaba en este teatro desde 2007, es un cartel íntegramente elaborado por Matabosch.

   Sea como fuere, también otros fantasmas pululan por el teatro en estas funciones, en concreto, los de las muchas y míticas sopranos que han cantado este papel en el Liceo en las décadas del pasado siglo XX, voces como las de Maria Caniglia, Anita Cerquetti, Leyla Gencer, Montserrat Caballé, Ángeles Gulín, Adelaida Negri o Joan Sutherland, entre otras. La soprano Sondra Radvanovsky, con quien conversáramos ya en nuestro Anuario de 2013 y con quien lo hemos vuelto a hacer recientemente en nuestra sección Premium de febrero, tras presentarse ya en el Liceo anteriormente como Aida (2011/2012) y como Tosca (2013/2014), se estrenaba esta vez en el coliseo barcelonés con el papel protagonista de Norma, una parte que debutase ya hace cuatro años en el Teatro Campoamor de Oviedo. Aquel fue un debut de prometedores resultados que ha sabido madurar hasta redondear una espléndida creación. Estamos en su caso ante lo más parecido hoy en día, junto con Liudmyla Monastyrska, a lo que llamaríamos un soprano assoluto, capaz por igual de moverse por terrenos de lirismo belcantista, cuajados de agilidades y florituras, como por los terrenos dramáticos, más propios de una spinto, como la Amelia de Un ballo in maschera o la misma Aida.  

   Su rendición en esta noche de estreno fue francamente apabullante, aunque fue de menos a más, tras un “Casta Diva” algo diluido, que brilló más por la fuerza del recitativo previo (“Sediziose voci”) y por la brillante resolución de la cabaletta posterior (“Ah, bello a me ritorna”). Dice Richard Bonynge en su texto incorporado al programa de mano que “ante una Norma nunca debe notarse la técnica, ya que en este personaje todo es emoción”. Mutatis mutandis, eso es exactamente lo que hace Radvanovsky, con un control consumado de su singular instrumento, pastoso a un tiempo que flexible, domeñado por una técnica tan particular como ustedes quieran, sí, pero de indudable solvencia, con la que transita del pianissimo al fortissimo como si hubiera nacido para ello. Nos quedamos en todo caso, amén de con esa facultad tan suya para flotar el sonido y ese sobreagudo timbradísimo, con la fuerza que imprime a algunos recitativos, con la emisión siempre mórbida y con el ramillete generalmente canónico de recursos belcantistas, desde una admirable messa di voce a toda suerte de sfumature, diminuendi, crescendi y pichetatti, pasando por una ejecución admirable de los reguladores marcados en la partitura. En el debe, tan sólo, una emisión no siempre homogénea y una dicción un tanto emborronada. El desempeño belcantista de Sondra Radvanovsky, por cierto, tiene más que garantizada su continuidad. Su nombre suena para la Elisabetta del Roberto Devereux que se rumorea que podrá disfrutarse el año que viene en Bilbao y el Metropolitan de Nueva York ha previsto una cita histórica, con un periodo de representaciones en las que la soprano interpretará a las tres reinas de Donizetti.

   La mezzo-soprano moscovita Ekaterina Gubanova también entrevistada hace unos meses en Codalario, debutaba en el Liceo con esta Adalgisa, un rol que no nos consta que hubiese cantado antes, quizá en sus primeros años como cantante estable en Moscú. Hablamos, por cieto, de un rol también muy bien representado en la historia del Liceo, por voces como las de Ebe Stignani, Elena Nicolai, Fedora Barbieri, Fioreza Cossotto, Dolora Zajick o Sonia Ganassi. Quizá la parte pida un timbre menos oscura y más luminoso, menos denso y más lírico, pero Gubanova hace suya la parte con habilidad, resolviendo todo el cometido belcantista con probada solvencia, lo que a decir verdad no se antoja sencillo con un instrumento denso como el suyo. En escena fue asimismo una intérprete entregada, desenvuelta y pasional. Su timbre y el de Radvanovsky encontraron un fácil y hermoso acomodo en los dúos que Bellini les deparase.

   El tenor Gregory Kunde encarnaba esta vez a Pollione, un papel que, en contra de lo que pudiera pensarse, no le acompaña desde hace tanto tiempo, puesto que lo debutó en 2009 en Roma, en una versión en concierto con la Orquesta Nacional Santa Cecilia dirigida por Kent Nagano. Amén de su consabido dominio del estilo belcantista, mostrándose a un tiempo impetuoso y lírico, Kunde abundó en un retrato más humano y menos acostumbrado del personaje, un punto vulnerable, menos bravucón y por momentos más víctima que verdugo. Capítulo aparte merecen los detalles que redondean su faena en esta ocasión, como esas variaciones que incorpora en la repetición de la cabaletta “Me protegge, me difende” o el el Do escrito en “Eran rapiti i sensi” que ataca sin despeinarse.

   Para el segundo reparto, que casi se ha revelado a la altura del primero, Matabosch reclutó a Tamara Wilson, otra soprano norteamericana, galardonada en el concurso Viñas en su edición de 2011 y que ha pasado en muy poco tiempo a ser un nombre habitual en los primeros teatros del mundo, como el Metropolitan de Nueva York, la Ópera de Washington, la Ópera de Frankfurt o el Capitole de Toulouse. Es el suyo un material potente y cristalino, de soprano dramática de agilidad, casi paradigmático, capaz lo mismo de sacar adelante esta Norma que de prestar su voz a la Emperatiz de Die Frau ohne Schatten o plegar su instrumento a un buen ramillete de roles verdianos, desde Aida a la Elisabetta de Don Carlo pasando por la Amelia de Un ballo in maschera, la Leonora de Il Trovatore o la Lucrezia Contarini de I due Foscari. Aunque a su creación le queda aún un notable margen de evolución vocal y temperamental, hay que rendirse ante el despliegue de su instrumento lo mismo que ante la fiereza mostrada durante la segunda mitad de la representación, llegando a un “In mia man alfin tu sei” cargado de fuerza. Quizá no sea aún una actriz vocal y escénica tan plausible y consumada  como Radvanovsky, pero está en la senda idónea para convertirse en una intérprete con personalidad propia y motivos sobrados para el éxito. Para tratarse de su debut con el papel de Norma, solventó la papeleta con una nota altísima.

   La mezzo-soprano Annalisa Stroppa, a quien recientemente entrevistamos en Codalario, debutó ya esta parte de Adalgisa en Palermo el pasado mes de junio de 2014. En su caso no debutaba en el Liceo, donde ya había cantado el pasado septiembre, siendo Rossina en El barbero de Sevilla. Nos ha parecido francamente interesante ver su estupendo desempeño con este registro dramático, en contraste con la faceta más cómica mostrada en aquella ocasión. Su instrumento, ciertamente no sobrado en los extremos, se pliega mejor si cabe a este lenguaje, donde el timbre, oscuro al tiempo que luminoso, se expande y fluye aún con mayor soltura. Su resolución de la coloratura es intachable, muy resuelta con las agilidades y dueña al mismo tiempo de un legato de bellísima factura, muy plegado al texto. Su empaste con la voz de Tamara Wilson en sus respectivos dúos fue magnífico, de un lirismo francamente evocador.

   El tenor Andrea Caré no tuvo un buen comienzo, al borde incluso del incidente vocal en el cierre del “Meco al´altar di Venere”. Su voz, al margen de unas cuantas sonoridades espúreas aquí y allá, está lastrada desde un comienzo por una colocación siempre nasal, que le lleva a acometer el agudo bien con tensión, bien con portamenti. Su canto, y no es un elogio, nos recordó al de José Cura. Carè brilló más en todo caso por el apreciable acento desplegado en su dúo con Adalgisa y en los concertantes, en contraste con el retrato mucho más envarado, tosco y genérico que había mostrado al principio.

   Dos fueron los bajos encargados de la parte de Oroveso en estas funciones. Raymond Aceto hizo gala de un instrumento grande y bien timbrado, sólo que en manos de una emisión generalmente atrasada y un canto envarado y tosco. Por otro lado, Simón Orfila volvió a ofrecer su solvencia y seguridad, aunque no acostumbra a ser un intérprete detallista, desgranando toda su parte sin salir de un forte perpetuo y un tanto tedioso. Intachables, por último, en ambas representaciones, el zaragozano Francisco Vas como Flavio (el rol con el que José Carreras debutase en el Liceo allá por 1970) y Ana Puche con la breve parte de Clotilde.

   La batuta de Renato Palumbo dispuso una versión un tanto irregular y caprichosa, con sus luces y sus sombras, merced a unos tiempos ciertamente arbitrarios, contrastados al extremo pero a menudo faltos de coherencia, sobre todo en algunas páginas ralentizadas en demasía, como el propio “Casta Diva”, sin ir más lejos. Palumbo es amigo de tiempos muy marcados, como ya pudiéramos comprobar en sus anteriores visitas al Liceo (Aida y La forza del destino en 2011), pero eso redunda a veces en un discurso algo extravagante. Nos quedamos con la fuerza de los concertantes y el espléndido acompañamiento en los dúos con Norma y Adalgisa en el escenario. La orquesta titular respondió con un sonido de gris solvencia, falto de magia, cumplidor, pero sin ese arrebato que eleva la temperatura con una música tan inspirada y genial como la que escribiera Bellini. Más entonado encontramos al coro, en una de las mejores intervenciones que le recordamos en estos últimos tiempos, ahora bajo la dirección de Peter Burian.

   La propuesta escénica de Kevin Newbury, en una coproducción estrenada en San Francisco y de la que participan también el Liceo, la Chicago Lyric Opera y la Canadian Opera Company, no nos convenció en ningún momento. Es un confuso quiero y no puedo, falto de definición, en un popurrí mal entendido de estilos y estéticas, como si a un tiempo quisiera huir de un planteamiento clásico y quisiera respetar sin embargo esas costuras heredadas, con un guiño demasiado fácil y previsible a un entorno, dice Newbury, “inspirado en Juego de Tronos”, con escenografía de David Korins, iluminación de D. M. Wood y vestuario de Jessica Jahn. Para colmo de males, Newbury se despacha en el programa de mano con una inspirada verborrea sobre los rituales de sacrificio y castigo y la idea de los árboles como personificación de los dioses en la comunidad de los druidas, etc. Permítanme la caricatura, pero al final todo eso se resume en colgar un árbol desde lo alto del escenario en el minuto uno de la representación, plantear cuatro paredes a modo de fortaleza cuajadas de armamento, un elemento móvil a modo de escalinata/altar que estorba más que aporta y… nada más. Al final, una Norma de corte clásico, con una dirección de actores poco estimulante y con un planteamiento visual confuso y falto de intensidad. Sorprende que tantos directores de escena, lo mismo pasaba hace poco con McVicar y su Traviata vista también en Liceo, sean capaces de vendernos las bondades de su trabajo con una literatura florida y elaborada, quedando sin embargo nada de todo ello cuando su propuesta se sube a un escenario. A la vista del extenso currículum de Newbury, como director de teatro, ópera y cine, nos aventuramos a decir que esta Norma seguramente sea uno de sus trabajos más mediocres, porque de lo contrario no hay quien se explique tal reconocimiento.

Fotos: A. Bofill / Gran Teatro del Liceo

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