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Crítica: Rafael de Utrera y el Trío Arbós se unen en el XXIX Festival Internacional de Arte Sacro [FIAS] de la Comunidad de Madrid

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Autor: David Santana
4 de abril de 2019

Sobre la pigmentación del fandango

Por David Santana
Madrid. 02-IV-2019. Sala Cuarta Pared. XXIX Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid [FIAS]. Flamenco Envisioned. Trío Arbós y Rafael de Utrera.

   El concierto del Trío Arbós con Rafael de Utrera nos permite una vez más irnos a la frontera de lo académico, expandir los términos antaño establecidos, deformar las características de tal o cual música y, en definitiva, hacernos pensar que en la música no hay blancos o negros, ni géneros populares o clásicos, sino una escala de grises, o mejor, una escala de colores en la que nada es lo que parece y todo puede ser cualquier cosa.

   Si tuviéramos que asignar un color al concierto que ofrecieron el pasado martes en la Sala Cuarta Pared, probablemente sería uno de esos intermedios como el salmón, el crema o el púrpura, ya saben, esos colores que no sabemos decir si pertenecen a  la gama de los rojos, los naranjas, los amarillos, los rosas o cualquiera de esos colores básicos que nos enseñan en edad temprana y que, con el tiempo, descubrimos que es una mera sistematización y que hasta conociendo los nombres de diez mil colores, la naturaleza tiene otros diez mil más. Hay, por cierto, incluso un tipo de rojo púrpura algo más oscuro que el color de los sombreritos de los cardenales que recibe el curioso nombre de fandango.

   Vayamos a la música para que me entiendan ustedes a qué viene este preámbulo de fronteras, colores y mezclas: se ilumina el escenario de la Sala Cuarta Pared y el piano de Juan Carlos Garvayo nos traslada inmediatamente al piano de la época de Albéniz y Granados, no, no, de esos no, más bien al de Bretón, sí Tomás Bretón, el de La Verbena de la Paloma, la escena de la cantaora del Café Melilla, que eso de acompañar por «soleás» con el piano en vez de la guitarra no es nada nuevo. Claro que el arte de Rafael de Utrera es imposible de plasmar en una partitura, es algo único e irrepetible, es pasión, es sentimiento… o tal vez eso que llaman duende. Un lamento, un «quejío» que rompe la voz sin llegar a perder la musicalidad, como si el llanto desesperado se volviese música, ¿cómo plasmar eso en una partitura?

   Esa es la pregunta que desde el Trío Arbós han hecho a varios compositores de contemporánea y los resultados han sido de lo más variados. En el concierto que ofrecieron dentro del Ciclo Músicas Infinitas del FIAS 2019 pudimos escuchar dos buenos ejemplos y los dos de compositores extranjeros. El primero era una obra del francés Thierry Pécou, La tierra con los dientes, estrenada en octubre de 2017 en el Auditorio Nacional en el marco del ciclo Fronteras con la voz de Jesús Méndez. Tiene fuerza en pizzicatos y sforzandi que se acaban transformando en elementos rítmicos repetitivos al estilo del minimalismo y que se combinan con dulces melodías en las que violín y violoncello se preguntan y se responden hasta desembocar en un pasaje lastimero en el que Cecilia Bercovich con bastante buen resultado explora la sonoridad de la cuerda más grave del violín. Es música contemporánea pura y dura que recoge elementos del folklore, puede ser, pero con menos claridad que los maestros Granados, Albéniz o Falla.

   Quien no se deja llevar, o al menos no tanto, por el atractivo del arte conceptual es el otro compositor de contemporánea de la velada Bernhard Gander, cuya obra Flancing Flamingo –estrenada en el mismo concierto que La tierra con los dientes– va mucho más al grano, tiene aires de fandango, con mucho de Stravinsky y algún pasaje que nos puede recordar a las guitarras eléctricas de los rockeros en los que es experto el austriaco, pero ante todo es Stravinsky, eso sí, como si el genio ruso hubiera nacido en España y hubiera asimilado el flamenco en su producción musical.

   También sonó la famosa Canción de amor del maestro Paco de Lucía en versión de trío, reorquestada con elegancia y con un foco de atención que se movía entre los tres instrumentos con equilibrio, y un bellísimo appassionato final para el violín.

   De forma intermitente pudimos escuchar flamenco más «clásico» –y fíjense bien que lo pongo con comillas–, a parte de la mencionada soleá; malagueñas, rondeñas, fandangos, tararas y bulerías fueron interpretadas por Utrera con gran calidad y variedad de registros, mientras los miembros del Trío Arbós se valían de diversas técnicas para que el cantaor no echase en falta la guitarra. Algunas de las que más me llamaron la atención fueron el uso de dobles cuerdas, el caos de timbres como elemento de tensión que resolvía con esas cadencias andaluzas que provocan que irremediablemente se nos escape un «olé» o, directamente, agarrar el violín y tocarlo como una guitarra –como ya había hecho Boccherini en su Musica notturna delle strade di Madrid– que fue lo elegido para acompañar el fandango de Frasquito Hierbabuena que interpretó Utrera.

   Para finalizar no podía faltar Camarón con su Leyenda del tiempo sobre los versos de Lorca y una propina que fue la musicalización del poema del granadino Gacela del amor imprevisto.

   La bulería para trío también fue una auténtica delicia, interpretada con tanta naturalidad que parecía una improvisación, un grupo de amigos que se juntan para tocar y, de algún modo tal vez lo fueran, el escenario, la música, ese «algo» que en este Festival Internacional de Arte Sacro está haciendo que, irónicamente, la música, o al menos la contemporánea, se empiece a desacralizar. Porque podemos hacer una historia de la música de España hablando solo de fandangos, que al fin y al cabo es un palo del flamenco, y también un color.

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