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Crítica: Thomas Dunford en el III Festival de Música Antigua de Torrelodones [FEMAT]

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Autor: Mario Guada
2 de abril de 2019

El intérprete francés, una de las rutilantes estrellas en el firmamento de la llamada música antigua, ofrece un repertorio de extraordinario nivel, aunque sustentado por un concepto del repertorio que los más puristas tildarían de poco riguroso.

Ha nacido una estrella  [pero no del rock]

Por Mario Guada | @elcriticorn
Torrelodones. 29-III-2019. Teatro Bulevar. III Festival de Música Antigua de Torrelodones [FEMAT]. A Dream: Dowland, Kapsberger & Bach. Obras de John Dowland, Johannes Hieronymus Kapsperger y Johann Sebastian Bach. Thomas Dunford [archilaúd].

Oh Dowland, de improviso robas mi pobre mente,
las cuerdas que tañen abruman mi pecho.
El dios con su poder divino dirige tus dedos temblorosos,
entre todos los grandes dioses debería ser el primero…
Pero tú, bendito, detén tus divinas manos;
ahora, por un momento detén tus divinas manos.
Mi alma se diluye, no me la arrebates.

Thomas Campion: Poemata [1595].

   De entre todos los instrumentos que encontraron desarrollo en la Europa del Renacimiento y el Barroco, sin duda alguna el laúd es uno de los más destacados. Utilizado por muchos de los grandes compositores del momento, el laúd, primero, y todas sus distintas variantes, después –me permito aquí enlazar un artículo firmado por el que escribe estas líneas, que versa sobre La tiorba y otras tipologías similares de la familia de laúd, que quizá pueda ser de interés–, encontraron gran acomodo en la literatura musical de estos períodos, creando incluso un apartado exclusivamente dedicado a este instrumento y sus variantes.

   El presente recital, segundo de este III Festival de Música Antigua de Torrelodones [FEMAT] –auspiciado por el partido que actualmente ostenta el consistorio de la localidad, Vecinos por Torrelodones, y bajo la dirección artística del clavecinista Ignacio Prego–, estuvo dedicado a tres de las grandes figuras para este instrumento y alguna de sus tipologías, bajo el elocuente título A Dream: Dowland, Kaspberger & Bach. Sin duda, Thomas Dunford ha titulado correctamente –tomando para ello el título de una de las piezas compuestas por Dowland–, pues este recital no puede verse como otra cosa que no sea un sueño, un paisaje onírico que transita desde finales desde el siglo XVI hasta bien entrada la primera mitad del XVIII, para ofrecer un panorama general de lo que la literatura para laúd supuso en la Europa a caballo entre los estertores del Renacimiento y la decadencia del Barroco.

   El gran protagonista del recital fue John Dowland (1563-1626), que hoy día es reconocido como el compositor inglés más capaz y refinado en cuanto a las canciones con laúd y la música para el instrumento a solo se refiere. De él se han conservado varias decenas de obras para laúd solo, así como una serie de tres colecciones editadas y dedicadas a canciones para voz y acompañamiento de laúd. Precisamente, en el prefacio de la primera de ellas, The Firste Booke of Songes or Ayres of Fowre Partes [London, 1597], decía el autor lo siguiente: «El tiempo y la diligencia que he otorgado a la búsqueda de la música, los muchos viajes por países extraños, el éxito y la estimación que he encontrado aun entre los extranjeros, todo lo dejo para que sean otros quienes lo narren». Este breve texto resulta tremendamente elocuente y sinóptico, pues describe de manera muy vehemente la azarosa vida de este autor, quien sufrió el exilio y tuvo que viajar por diversos países, llegando a servir en la corte de Christian IV de Dinamarca. Esta soledad y lejanía del hogar le hicieron atesorar cada vez más un carácter muy introspectivo y tremendamente melancólico, lo que sin duda se deja notar de forma evidente en sus composiciones, hasta tal punto que llegó a titular a una de ellas –de entre las más célebres– como Semper Dowland, semper dolens [Siempre Dowland, siempre triste]. Peter Holman y Paul O’Dette explican al respecto de su música para laúd solo que, dado que Dowland nunca cumplió la promesa aparecida en el prefacio de The First Booke de «exponer la elección de todas mis lecciones en imprenta», la complejidad de evaluar sus más de 100 piezas a solo es elevada, pues, salvo algunas excepciones, estas solo han sobrevivido en ediciones impresas y manuscritos de procedencia y precisión más o menos inciertas. La situación se complica, además, por el número de variantes que existen de sus piezas más populares. Dowland, sin duda habría interpretado su propia música de manera semiimprovisada a partir de una «clave» memorizada, que le habría permitido sentirse libre de alterar ciertos detalles cada vez que escribía una nueva pieza. Por lo tanto, rara vez es posible establecer un único texto acreditado de una de sus piezas, particularmente porque a menudo no hay manera de distinguir entre los ajustes que se derivan del propio compositor y los que fueron realizados por sus colegas y contemporáneos más hábiles. Al respecto de los instrumentos de los que muy probablemente hizo uso a lo largo de su vida, Holman y O’Dette comentan que en sus primeros años de juventud sería un laúd de seis órdenes –cuerdas dobles–, aunque la mayor parte de su música para laúd solo, así como las canciones acompañadas, requerirían de un instrumento de siete órdenes, llegando incluso a tocar un laúd de nueve órdenes hacia el final de su vida.

   De él se escogieron para interpretarse en este recital un total de ocho piezas, la mayor parte de ellas englobadas dentro de dos las danzas renacentistas más habituales: la pavana y la gallarda, las cuales –salvo en los casos de las gallardas, que suelen acompañar al título– no son indicadas por los autores de los manuscritos y ediciones. Así, Semper Dowland, semper dolens, A Dream y Lachrimæ –probablemente su pieza más célebre, que después sería la base para la canción «Flow my tears»– son ejemplos magníficos de pavanas; mientras, King of Denmark’s Galliard, Round Battle Galliard y Frog Galliard lo son de gallardas, quizá su danza predilecta, de la que se han conservado más de treinta ejemplos. Por su parte Miss’s Winter’s Jump es una almain [Allemande] y Fortune [my foe] un arreglo de una canción popular preexistente. En estas obras se puede apreciar el gusto de Dowland por la escritura contrapuntística, su querencia hacia temas precedentes –Lachrimæ está posiblemente inspirada en un motete de Orlande de Lassus o un madrigal de Luca Marenzio, mientras que varias de sus gallardas toman motivos de la célebre chanson de Lassus «Susanne un jour», por poner solo algunos ejemplos–. Su refinado uso del cromatismo, su escritura virtuosística e idiomática para el instrumento, pero, especialmente, ese color tan melancólico y dolente embriagan su obra y la hacen única.

   Por su parte, Johann Hieronymus Kasperger (c. 1580-1651), conocido en su tiempo como Il Tedesco della tiorba [el alemán de la tiorba], sirvió de nexo de unión entre la tradición laudística tardorencentista inglesa –una de las más importante en el desarrollo de la historia del instrumento– y la escuela de laudistas alemanes, que tiene su punto culminante –y casi final– en la figura de Bach. Compositor tremendamente prolífico, llegó a editar varias colecciones, tanto de música para instrumentos a solo, especialmente el chitarrone, pero también el laúd, como de música vocal –sacra y profana, destacando especialmente esta última, con sus libros de madrigales y villanelle y arias–. Su universo instrumental es realmente evocador y extremadamente original, sin el cual el desarrollo de la tiorba como instrumento solista no podría concebirse tal cual se desarrolló en el siglo XVII. Su Libro I d'intavolatura di lauto [Venezia, 1611] encierra ocho ejemplos de toccata que han sido descritas por Kenneth Gilbert como «posiblemente el mejor conjunto de su tipo en el repertorio italiano», en las que hace uso de texturas extremadamente fluídas, que proceden casi espontáneamente de armonías suspendidas sobre pedales largos, hermosos pasajes en estilo recitativo, refinadas secuencias motivicas, breves secciones en estilo ricercare, además de cuidadas y dramáticas secciones de escalas. Un ejemplo de ello es la maravillosa Toccata VI interpretada aquí, a la que siguió –sin solución de continuidad, unida con una elaboración sobre el ostinato– la Calata spagnola, una pieza muy conocida previamente por haber sido elaborada previamente por el laudista italiano Joan Ambrosio Dalza.

   El ultimo compositor fue Johann Sebastian Bach (16851750), que como en otras muchas ocasiones logra elevar las exigencias del instrumento casi a sus últimas consecuencias. De él no se interpretó ninguna de las obras que compuso ex profeso para el instrumento, sino que, siguiendo la práctica que el propio Bach realizaba de transcribir algunas de sus obras para el instrumento –como se aprecia en su suite en Sol menor, BWV 995, transcripción de su Suite para violonchelo solo n.º 5, BWV 1011–, Dunford planteó su propia transcripción –que ha grabado recientemente para Alpha en un monográfico bachiano– de la Suite para violonchelo solo n.º 1, BWV 1007, en la que muestra todsa su capacidad creadora, realmente libre y que es uno de sus puntos más destacados.

   Los días previos a este concierto, recibí en mi bandeja de entrada una nota de prensa que se hacia eco de algunos de los calificativos que se le han ido poniendo a este intérprete en los últimos tiempos: «el Eric Clapton de laúd» [BBC Magazine] o «el Rock Star de la música Antigua» [The Spectator]. Uno no puede que arquear un tanto la ceja y removerse en la silla cuando lee este tipo de apreciaciones tan ridículas. ¿Acaso Dunford no tiene entidad suficiente que debe ser comparado con un guitarrista como «mano lenta», al que no le une apenas ningún tipo de característica, ni por supuesto el repertorio, ni tan siquiera el instrumento; ¿acaso necesita Dunford ser considerado como una estrella rock? ¿Es que la cuerda pulasada del Renacimiento y Barroco no merecen per se considerarse como un ámbito suficientemente importante, cuando a nivel cualitativo supera con creces la capacidad creadora de sus autores en relación con los que crean canciones en el pop y el rock? Dejémonos ya de estas memeces, por favor, y menos aún continuemos en España por esta línea absurda que están tomando en otros países.

   Volviendo al caso que nos ocupa, Thomas Dunford, que es otro de esos magníficos ejemplos de la tremebunda calidad que atesoran los intérpretes jóvenes que están copando, cada vez más fuerza, el «mercado de la antigua» –y que ha sido uno de los grandes protagonistas de la reciente Johannes-Passion bachiana que Les Arts Florissants han ofrecido en Madrid en los últimos días–; músicos que rondan la treintena, formados en los mejores centros del mundo, con los grandes especialistas que llevan a sus espaldas muchos años de experiencia. Buen amigo del clavecinista Jean Rondeau –con el que colabora asiduamente en su propio conjunto, Nevermind–, son ejemplos de estos jóvenes despreocupados por el encorsetamiento del historicismo, movimiento del que forman parte y que respetan, pero del que prefieren transgredir algunos aspectos. Es por ello que Dunford acudió a este recital con un único instrumento, un archilaúd basado en un instrumento italiano, con cuerdas simples y los bordones entorchados. Esta solución, que es evidentemente más cómoda para él –especialmente cuando hay que viajar–, garantiza también unas versiones aptas para el oído, aunque los más puristas y conocedores del repertorio echarán de menos que Dunford no hiciese uso de los tres diferentes instrumentos que en realidad se requerirían para ser lo más exigente posible con el orgánico necesario en este programa: laúd renacentista, tiorba –en este caso un laúd barroco– y laúd barroco –distinto del usado por Kapsperger, con más órdenes–. Quizá una solución más lógica sería hacer un monográfico de cualquiera de los protagonistas, lo que no en absoluto hubiese enturbiado el resultado final del concierto.

   Por lo demás, Dunford es un intérprete realmente dotado, extremadamente solvente en lo técnico –de los más limpios y fluidos que he escuchado en directo en los últimos años–, con una gran capacidad creadora, lo que le hace inclinarse –porque su apego a lo establecido no parece importarle demasiado– hacia la ornamentación en un grado bastante desarrollado –fue muy evidente en obras como la Frog Galliard de Dowland o la Calata de Kapsperger–. Este espíritu creador es el que le incita, asímismo, a realizar el arreglo sobre la suite para chelo BWV 1007, con momentos verdaderamente inspirados y que funcionan realmente muy bien –especialmente en las danzas más rápidas [Menuet I & II y Gigue, incluyendo el Prelude], aunque en ocasiones se pierde un poco el contrapunto bachiano de las voces intermedias al que uno está acostumbrado en la version original para violonchelo solo–, con otros menos solventes –las maravillosas Allemande y Sarabande pierden cierto impacto emocional en estas transcricpiones–.

   Dejando a un lado la pureza histórica, así como la ausencia de instrumentos más adecuados estilísticamente a cada uno de los autores, y especialmente una leve pero totalmente innecesaria amplificación del sonido por parte de la organización –con el beneplático de Dunford, pero que le restó la gracia que tiene un recital en directo–, los allí presentes pudimos asistir a un recital de importancia, pues estamos ante uno de los grandes solistas en este tipo de instrumentos del momento, indudablemente, cuya capacidad expresiva e inspiradora logra por momentos que uno se olvide de las exigencies estilísticas, lo cual es un auténtico logro que sí hay que admitirle a Dunford. El público, poco pero entusiasta, recibió dos regalos como recompensa a sus nutridos aplausos: la célebre canción «Come again», de Dowland, con el propio Dunford acompañándose mientras cantaba la melodía –con una aceptable voz de tenor y una magnífica dicción–, además de una canción compuesta a medias con un amigo, en un estilo que precisamente mezcla la literatura laudística del XVI con un estilo a medio camino entre el britpop y soft rock. Un recital muy ímtimo, casi a oscuras, con la única iluminación de velas que rodeaban a Dunford y una leve iluminación en tonos azulados al fondo del escenario, que convirtió a Torrelodones en ese momento en uno de los centros de la música antigua mundiales, porque tener a un intérprete de esa talla supone todo un hito para un festival como este FEMAT, que poco a poco va dando pasos en una extraordinaria dirección. Esperamos que cuenten con la confianza suficiente para continuar muchos años más.

Fotografía: FEMAT.

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