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Crítica: 'A Quiet Place', de Leonard Bernstein, en una nueva versión del Curtis Opera Theater

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Autor: David Yllanes Mosquera
19 de marzo de 2018

Meritoria adaptación de una ópera que aún busca su sitio

   Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
Filadelfia. 11-III-2018. Kimmel Center – Perelman Theater. A Quiet Place (Leonard Bernstein, con libreto de Stephen Wadsworth, en reorquestación de Garth Edwin Sunderland). Aaron Crouch (Director de la funeraria); Anastasiia Sidorova (Sra. Doc); Sophia Fiuza Hunt (Susie); Vartan Gabrielian (Doc); Seongwo Woo (Psicoanalista); Ashley Milanese (Dede); Jean-Michel Richer (François); Patrick Wilhelm (Bill); Dennis Chmelensky (Junior); Tyler Zimmerman (Sam); Siena Lich Miller (Dinah); Tiffany Townsend, Hannah Klein, Daniel Taylor, Adam Kiss (asistentes al funeral). Curtis Symphony Orchestra. Dirección escénica: Daniel Fish. Dirección musical: Corrado Rovaris.

   Filadelfia no es quizás de las primeras ciudades que suenan como destino operístico dentro de los EE.UU. Además de, por supuesto, el MET, metrópolis como Chicago, Houston, Los Ángeles o San Francisco cuentan con compañías de mayor trayectoria o presupuesto. La Opera Philadelphia, mientras tanto, se ve eclipsada por la proximidad de Nueva York y, en su propia ciudad, por la Philadelphia Orchestra, una de las clásicas Big Five. Sin embargo, esta ciudad cuenta con cada vez más atractivos para los amantes de la lírica. En efecto, además de lanzar un nuevo festival anual y de ser una gran impulsora de la música contemporánea –ha acogido tres estrenos mundiales solo esta temporada– Opera Philadelphia se está ganando una reputación a base de programar con imaginación y equilibrio. Ejemplo de ello es la muy meritoria nueva producción de Written on Skin que puso en escena el pasado mes.  

   Además de este creciente reclamo de la Opera Philadelphia, la ciudad tiene un importante papel como cantera operística. A la hoy en día dominante Academy of Vocal Arts, escuela de muchos de los cantantes que pueblan los principales escenarios del país, se une el Curtis Institute of Music. Este prestigioso conservatorio, además, entrena a sus alumnos a base de programar una amplia oferta de conciertos durante el año. Entre ellos se encuentra la temporada del Curtis Opera Theatre, que presenta varias óperas al año.

   En esta ocasión, en colaboración con la Opera Philadelphia, se atreven con una pieza difícil y de muy irregular fortuna: A Quiet Place, la única ópera seria de Leonard Bernstein (quien, por cierto, también pasó por el Curtis en su día). Esta obra, secuela de la más popular pero totalmente diferente Trouble in Tahiti, fue un fracaso de crítica y público cuando se estrenó en 1983. Fue tildada en general de pretenciosa, su estilo frecuentemente atonal no cayó bien y su temática –un drama familiar que incluía un personaje homosexual y lenguaje explícito– era todavía polémica en su época. Bernstein y su libretista Stephen Wadsworth pronto la retocaron a fondo y la versión de Viena de 1986, en tres actos e incluyendo Tahiti a base de flashbacks, tuvo mejor acogida. Aún así, la ópera dista mucho de haber encontrado su sitio en el repertorio, quizás con razón. A pesar de que su partitura contiene (como todo Bernstein) momentos de gran ingenio y pegada, es difícil escapar a la sensación de una obra desequilibrada, con una orquestación grandilocuente en contraste con una temática íntima y al mismo tiempo diluida con la inclusión de la más ligera Tahiti y la eliminación de varias arias. El propio Bernstein no quedó nunca satisfecho y murió sin haber dejado una versión que considerase definitiva.

   La ópera nos presenta a una familia en apuros. La madre, Dinah, ha muerto en un accidente de coche. Los dos hijos, Dede y Junior, llegan a la ciudad para el funeral, después de llevar años sin ver a su padre, Sam. Los cotilleos de amigos y vecinos en el tanatorio rápidamente nos ponen en antecedentes: Dinah seguramente se ha suicidado, conduciendo borracha, Junior es homosexual y vive con su amante canadiense François, quien está casado con su hermana Dede (la dinámica sexual de este menage à trois se insinúa pero no se aclara a lo largo del libreto). Sam no quiere saber nada de Junior, está a la vez dolido y furioso. Padre e hijos son además un catálogo de neurosis. En resumen, dicen a coro, «what a fucked up family». Pasado el velatorio y un primer enfrentamiento violento entre Sam y Junior, la familia, junto con François, se fuerza a dialogar y llega al final con una frágil esperanza de una nueva convivencia.

   Un nuevo intento de revitalizar A Quiet Place vio la luz en Berlín en 2013, en una función de concierto bajo la batuta de Kent Nagano. Se trata de una reestructuración y reorquestación encargada por los herederos de Bernstein a Garth Edwin Sunderland. La orquesta pasa de tener 72 músicos, guitarra eléctrica incluida, a solamente 12 (no solo por razones artísticas, sino también para facilitar su representación por compañías modestas o alternativas, dado de que las grandes estadounidenses difícilmente se atreven con este tipo de obras). Por otra parte, se eliminan los flashbacks a Trouble in Tahiti y se restauran varios números musicales (el gran beneficiado es seguramente el personaje de François). Es esta versión la que ahora ha recibido su estreno escenificado en el escenario del Perelman Theater.

   El resultado es, en mi opinión, muy positivo. La orquesta camerística resulta más transparente, pero no pierde ni el ambiente opresivo y angustioso ni la fuerza de los momentos más dramáticos, incluso violentos. Cabe destacar aquí el buen pulso del maestro Corrado Rovaris al frente de la estudiantil Curtis Symphony Orchestra, que respondió con agilidad y precisión a los retos que le presentaba la temperamental partitura bernsteiniana. Igualmente afortunada es la mayor concisión dramática conseguida con la omisión de Tahiti. No todo es perfecto, sin embargo, y en particular el tercer acto resulta algo deslavazado (es también el mayor punto flaco del libreto original). Asimismo, la eliminación de ciertos momentos corales es una pérdida y la inclusión de algunos números musicales omitidos de la versión de 1986 parece a veces una digresión innecesaria. En resumen, una versión a tener en cuenta pero que no llega a sustituir a la «larga».

   Si la dirección musical funcionó a muy buen nivel, lo mismo no puede decirse de la escénica. Daniel Fish nos presenta una producción sumamente abstracta. Durante todo el primer acto, por ejemplo, los personajes están sentados en sillas y mirando al infinito. El segundo acto, en la casa familiar, está dominado por una enorme fotografía de fondo que muestra la explosión del Hindenburg. Nada de esto ayuda a una obra que lleva 35 años cargando el sambenito de pretenciosa y en la que los neuróticos personajes son ya de por sí difíciles de descifrar. Mejor habría sido tomarse el drama en serio e intentar iluminar sus relaciones y personalidades Hay, sin embargo, una buena idea en la constante presencia muda de la fallecida Dinah (Siena Licht Miller) como una aparición, vestida con un abrigo de piel, que refuerza su influencia en su familia y comunidad.

   Al igual que la orquesta, el reparto estaba formado casi íntegramente por estudiantes del Curtis. La principal excepción es el tenor francocanadiense Jean-Michel Richer, reciente graduado de la institución. Richer aporta un adecuado idiomatismo a François quien, como buen québécois, frecuentemente intercala frases francesas. En esta versión tiene un especial relieve, con varios momentos solistas y como punto de inflexión dramático (parece el único personaje más o menos sano o equilibrado y contribuye a unir a la familia), además de leer la propia nota de suicidio de Dinah en el clímax.

   En contraste, Junior es el más dañado e infeliz. Rechazado por su padre («You dirty us all!») y por su comunidad, por su sexualidad y por considerar que huyó a Canadá para evitar el reclutamiento, se refugia en François y en una relación quizás incestuosa con su hermana. Su papel de marginado se ve reforzado en esta producción, que lo muestra como lo que hoy llamaríamos de género ambiguo o fluido (su entrada simplemente como homosexual no tiene el mismo impacto en 2018). El barítono Dennis Chemelensky hace una interpretación personal, muy meritoria escénicamente, si bien con algunos problemas de dicción y una técnica todavía por depurar.

   Ashley Milanese resulta la estrella del reparto como Dede, carismática y capaz de lidiar con la traicionera escritura vocal de Bernstein, con profusión de saltos al agudo, y de ofrecer atractivas regulaciones dinámicas. Tyler Zimmerman posee un atractivo timbre baritonal y una buena técnica, pero no es del todo convincente dramáticamente. Su Sam es un personaje que alterna entre una angustia interior y sus arrebatos de furia, pero a veces sería difícil distinguir entre ambos si no fuera por los paréntesis en los sobretítulos. Naturalmente, aquí no ayuda la abstracta producción de Fish, con nula dirección de actores.

   El resto del elenco tiene un importante y difícil papel en el primer acto, alternando cotilleos y chistes con enfrentamientos y condolencias. Los alumnos del Curtis cumplen con creces, particularmente el barítono Patrick Wilhelm.

   Una muy buena labor global del Curtis Opera Theater y de Corrado Rovaris, recompensada por el público, que supone un convincente alegato por una ópera aún difícil.

Fotografía: Andrew Bogard.

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