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Crítica: Forma Antiqva, con Carlos Mena y María Espada, ofrecen un recorrido por el Barroco napolitano en la temporada de La Filarmónica

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Autor: Mario Guada

El conjunto español, que contó para la ocasión con dos de las grandes voces especializadas en el canto histórico del Barroco, ofreció una visión desmedida del célebre Stabat Mater, en un programa que se completó con buenas versiones de otros autores de la espléndida escuela napolitana.

Dos caras para Partenope

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 11-II-2020. Auditorio Nacional de Música. Temporada de La Filarmónica. Obras de Nicola Conforto, Charles Avison/Domenico Scarlatti, Nicola Porpora, Leonardo Vinci y Giovanni Battista Pergolesi. María Espada [soprano], Carlos Mena [contratenor] • Forma Antiqva | Aarón Zapico.

La Madre piadosa parada
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía.
Cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.

Jacopone da Todi: Stabat Mater [siglo XIII; trad. de Lope de Vega].

   Sucede. Cuando un intérprete se enfrenta a una obra tan célebre, tocada, grabada y escuchada en cientos de ocasiones como el Stabat Mater de Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736), puede que el vértigo a la comparación se haga muy presente. El afán por mostrar algo distinto a todo lo precedente puede conllevar una serie de decisiones que a veces funcionan, pero otras no. Lógicamente, el oyente –más o menos cualificado auditivamente y con un mayor o menor conocimiento de lo acontecido previamente– es quien debe juzgar lo sucedido sobre el escenario. El ansia por mostrar algo distinto, o sencillamente por plasmar la esencia de un intérprete que quiere mostrarse tal cual es sobre el escenario –si es que eso es posible– pueden ser actos muy de agradecer para quien escucha, pero no siempre. Por otro lado, cuando un intérprete toma decisiones arriesgadas que inciden de manera muy directa en el resultado final de una obra, debe estar dispuesto a asumir que puede acertar o equivocarse, al menos a oídos externos. En el presente concierto –el único que La Filarmónica ha dedicado al repertorio barroco en toda su octava temporada madrileña– se contó con la presencia del conjunto que es, en palabras de la propia institución, su «referencia en la interpretación con instrumentos originales», Forma Antiqva, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que esta institución pertenece a Grup Camera, conjunto de empresas de servicios musicales dentro del cual se encuentra la agencia de representación Agencia Camera, a la que este conjunto pertenece. Se trataba de un concierto especial, que rendía homenaje a Enrique Quintana y su equipo de restauradores del Museo del Prado –que asistieron al concierto–, quienes recientemente han sido galardonados con el Premio Nacional de Restauración.

   El programa concebido para la ocasión, que giraba en torno a la gran obra sacra de Pergolesi, presentó una inteligente e interesante propuesta de obras de autores napolitanos, ora de nacimiento ora de adopción, pero en cualquier caso palpables ejemplos de esa magnífica escuela de compositores que a lo largo de buena parte del siglo XVIII hicieron las delicias de gran parte de Europa con sus óperas, conciertos y obras sacras. Se huyó de lo más habitual en estos casos, envolver su obra con composiciones menores del propio Pergolesi que sitúen al espectador en contexto; y es que, si de algo se puede caracterizar a la cabeza visible de este conjunto, Aarón Zapico, es de tener un espíritu artístico que huye de lo convencional. Por tanto, la selección de obras que precedieron al magnífico Stabat Mater resultó de sumo interés, contando con una calidad musical muy evidente que fue interpretada con grandes dosis de musicalidad e imaginación, además de una solvencia técnica notable. Se inició la velada con la sinfonía introductoria de Siroe (1752), ópera firmada por el italiano afincado en España Nicola Conforto (1718-1793), autor que desarrolló una importante carrera en la corte española, muy ligado también al real sitio de Aranjuez. Se trata de una ópera muy poco conocida, que no ha sido grabada, y de la que no se referencias previas, sin embargo, no parece que se trate de un «estreno en tiempos modernos» –ninguna obra del concierto lo fue–. Según lo expuesta en las notas al programa, la instrumentación que presenta esta obra requiere de la sección de cuerda, más la presencia del traverso, dos oboes y dos trompas. No había escuchado anteriormente la obra, por tanto desconozco si la plantilla requerida para esta sinfonía es la indicada en el programa de manera completa o parcial, aunque teniendo como referencias otras de las sinfonías introductorias de Conforto para sus óperas, es posible que sí se hiciera uso de algunas de estas partes que aquí probablemente se omitieron. Se trata de una obra muy interesante, cuyo movimiento inicial [Con ira] sirvió para presentar a una sección de cuerda [3/3/2/2/1] de notables prestaciones: buena afinación, logrado equilibrio entre líneas, empaque sonoro, evidenciando ya buenas dosis de calidez y teatralidad. Para el Andante a la francesa –un movimiento de enorme refinamiento– se ofreció una versión con dos violines a solo, sin continuo, en un pulcro diálogo llevado a cabo por los dos líderes de los violines I y II [Jorge Jiménez y José Manuel Navarro]. El Allegro conclusivo evidenció un trabajo de dinámicas por planos bastante efectivo, con la cuerda desenvolviéndose bien en el registro agudo y un continuo muy brillante, marca de la casa en Forma Antiqva.

   Le siguió la interpretación de uno de los 12 Concertos in Seven Parts Done from 2 Books of Lessons for the Harpsichord Composed by Sig. Domenico Scarlatti [1744], en los que el compositor inglés Charles Avison (1709-1770) arregló para un conjunto de cámara a siete partes [4 violines, viola, violonchelo y clave] varias de las muy conocidas sonatas para clave de Domenico Scarlatti (1685-1757). El Concerto V, uno de los más interpretados, fue ofrecido aquí en una lectura que desarrolló de manera interesante el trabajo de concertación y el contraste entre concertino y ripieno. El movimiento inicial [Largo] fue especialmente elaborado sobre su marcada escritura rítmica, en una versión muy expresiva que dio especial énfasis a la tensión y distención en torno a los silencios. El Allegro subsiguiente presentó un buen trabajo del violín solista –que lideró con firmeza, además, la cuerda a lo largo de toda la noche–, con gran presencia aquí de la cuerda pulsada en el rasgueo –un punto excesivo–. Especialmente interesante la labor desarrollada sobre la fuga del Andante moderato, con un diálogo delicado e imitativamente bien plasmada en las diversas plasmaciones del sujeto, aunque los violines sufrieron algunas desafinaciones en el pasaje central del movimiento. El continuo ofreció aquí una profundidad sonora que aportó notable expresividad a la versión.

   Para finalizar la primera parte se ofreció uno de las múltiples musicalizaciones que el napolitano Nicola Porpora (1686-1768) realizó sobre el texto latino Salve Regina, esta esta ocasión en su versión para alto, cuerda y continuo en fa mayor [1730]. Construido sobre seis movimientos que ponen música a la totalidad de los versos del texto, Carlos Mena afrontó con su habitual solvencia y profesionalidad una partitura que presentó algunos pasajes en un registro quizá excesivamente agudo para su voz, lo que vio reflejada en cierta tensión en los pasajes más agudos, aunque el contratenor vitoriano supo superarlos con elegancia y gran aplomo. Presentó una línea vocal de gran proyección –incluso para la sala sinfónica del Auditorio Nacional, algo no muy habitual entre los falsetistas–, con un discurso muy fluido, que supo afrontar los pasajes rítmicamente más marcadas con naturalidad, y un registro medio-agudo muy sutil, por más que el registro grave resonó a veces un tanto obscuro [«Salve Regina»]; solventó con notable facilidad la coloratura [«Ad te clamamus»], mostrando en general un pulcro trabajo en la concertación con el conjunto instrumental, haciendo gala de ese timbre y línea de canto tan particulares que han hecho de él una de las voces más reconocibles del panorama internacional. Únicamente hay que lamentar esos pasajes con tensión en el agudo [«Eia ergo, advocata nostra»] y una cierta falta de homogeneidad entre su registro agudo y el grave. El acompañamiento instrumental se conformó sobre una concepción muy equilibrada entre las líneas –más presencia en las violas se hubiera agradecido, no obstante–, de contraste entre bloques [cuerda/continuo] y con un minucioso trabajo general, con una dirección por parte de Zapico bastante atenta a los detalles, con un gesto que ha mejorado notablemente de ocasiones previas y en general con unas ideas musicales que persiguen el contraste y el efectismo, lo que suele lograrse con cierto éxito en ocasiones como esta, o en las obras previas de Conforto y Avison/Scarlatti.

   Antes de acometer la interpretación de la obra principal del programa, se inició la segunda parte con otra sinfonía, firmada por quien es otro de los grandes exponentes de la escuela napolitana: Leonardo Vinci (1690-1730). Así, la introducción al oratorio Maria Dolorata [1723] –que de nuevo se indica en el programa de mano con plantilla para dos traversos, dos oboes, trompa, cuerda y continuo; por alguna grabación existente parece que los oboes tienen presencia doblando la línea de violines, por lo que la ausencia de estos aquí no supuso un agravio importante, salvo restar un timbre a la sonoridad general– se interpretó con vívida energía y un contraste muy marcado entre la vigorosidad del movimiento inicial y el Largo central, apenas un puente para unir los extremos. Especialmente interesante resultó ese primer movimiento, con los violines en un registro grave y de una escritura rítmica muy marcada –fantásticamente bien plasmado aquí–, que envuelven un solo de violín de enorme virtuosismo, en el que Jiménez tuvo no pocos problemas de afinación y control del sonido en su pasaje central. En el Minuet final el carácter delicado y sutil del movimiento se plasmó de forma convincente, delineando con gracilidad el bello diálogo de los violines con los chelos [Ruth Verona y Ester Domingo].

   El Stabat Mater per soprano, alto, archi e basso continuo de G.B. Pergolesi es de una calidad innegable, muestra de la evidente capacidad creadora de su autor que, a pesar de abandonar este mundo a una edad tan pronta, fue capaz de legar una cantidad de obras notables, con un estilo realmente particular y reconocible. Pergolesi es, sin duda, uno de los compositores con un lenguaje propio más característico. Que quizá utilizó una serie de patrones muy cerrados y recurrentes en muchas de sus obras, es posible; pero qué bien utilizados y qué magnífico talento compositivo el suyo. La obra fue compuesta en 1736 –aunque recientes estudios le atribuyen una fecha dos años anterior– como un encargo para reemplazar una composición anterior de Alessandro Scarlatti, que al parecer se había quedado ya algo anticuada para su en la Iglesia de San Luigi di Palazzo de Napoli. Comparando ambas, la predilección de Alessandro por las texturas extremadamente densas se aprecia con claridad, con una evidente renuncia por adscribirse al estilo melódico que empezaba a estar en boga por aquel entonces, y del que Pergolesi es, por otra parte, uno de sus máximos exponentes; la experimentación de Scarlatti se dirige por derroteros de tipo armónico, lo que no interesa tanto a Pergolesi; es evidente que la escritura «pergolesiana» resulta mucho más teatral que la de su colega, que se preocupa más por los términos puramente musicales, siendo quizá su principal obsesión que el flujo de la polifonía entre las tres líneas superiores se desarrolle con naturalidad, logrando complejos unísonos entre los dos violines entre sí o entre estos con la voz, mientras la viola niega su papel como dobladora del bajo, obteniendo una línea propia, lo que contrasta con el lenguaje de Pergolesi, que dobla instrumentos con asiduidad, reduciendo a veces la textura a dos o tres líneas. Ambos, eso sí, experimentan de manera profunda con la retórica y la imitación, pero utilizando cada uno recursos compositivos realmente distantes.

   Interpretativamente, fue aquí donde el aparente empeño de Zapico de situarse por encima de la propia música conllevo mayores problemas. Desarrolló una visión evidentemente teatral y muy dramática de la partitura, lo cual no sería aquí negativo de no ser porque tomó decisiones que afectaron de manera obvia al discurso, tanto musical como textual. Cuando uno intenta remarcar algunos aspectos expresivos de manera no del todo natural, debería tener como primera fuente el texto, y aquí no sucedió. Si se toman decisiones enfocadas a dramatizar ciertos aspectos expresivos –que la música puede evidenciar de cierta forma–, pero estos no se corresponden con la retórica del texto, surge un problema de enfoque que resulta problemático –en este caso para los conocedores de la obra, dado que La Filarmónica no ofreció traducción alguna del texto–. ¿Aportan algo los calderones de varios segundos entre cada pasaje del movimiento inicial? ¿Las articulaciones tan marcadas logran evidenciar el mensaje textual o simplemente van dirigidos hacia un efecto musical bastante primario? ¿La elección de tempi tan desmedidas favoreció un resultado positivo en las líneas vocales o en el diálogo entre las líneas instrumentales? ¿La inestabilidad rítmica provocada por esas y otras decisiones no alteró de manera notable la comprensión textual y el discurso musical? La respuesta a todas estas preguntas, y otras muchas que pudieron surgir a tenor de lo escuchado, ha de ser necesariamente negativa. No se trata de negarse a asumir que algo suene distinto a como uno lo reconoce, ni tan siquiera de una cuestión de fetichismo –cualquier persona razonable puede entender que una versión musical puede alejarse de los lugares comunes que tenía asumidos como lógicos–, sino simplemente de si algo tiene una base solvente que defienda los posicionamientos que uno defiende o no y, quizá más importante que todo ello, de si el resultado final es convincente.

   Ni Mena, ni la soprano española María Espada estuvieron cómodos sobre el escenario, hasta tal punto que en el primero de los dúos [I. «Stabat mater dolorosa»] ambos fueron notablemente por delante de la orquesta, produciendo desajustes muy evidentes varios compases. Él en la misma línea que en Porpora, con mucho oficio y una gran presencia vocal, pero sin brillar, mostrando cierta desconexión entre sus registros agudo y grave, haciendo uso de ornamentaciones un tanto artificiales [«Sancta mater istud agas»], con un registro grave salvado sin alardes y con una intención dramática convincente solo por momentos. Ella, haciendo gala de su argénteo timbre, con una emisión muy límpida, una línea de canto que corre bien en los espacios amplios, aunque mostrando una visión un tanto lírica de la obra en ciertos momentos [«Cuius animam gementem»] y con un punto de afectación un tanto excesivo [«Quis est homo»], sin convencer en lo expresivo por norma general [«O quam tristis et afflicta»]. Ambos mostraron una dicción muy pulcra, que en muchas ocasiones no logró manifestarse con total nitidez dado que los tempi excesivamente veloces no favorecieron ni el diálogo ni el paladeo del texto. La sensación general fue la de falta de delicadeza, de comodidad, de rigor, de inestabilidad. Un ejemplo palpable de cómo decisiones muy arriesgadas no tienen por qué favorecer el discurso musical, sino todo lo contrario... No hubo aquí, además, una dirección clara, firme y rigurosa, lo que acrecentó los desajustes y la sensación de incomodidad, llegando a transmitirse, incluso, al conjunto instrumental, que hasta entonces había firmado una actuación muy solvente. Únicamente ciertos momentos [«Fac, ut ardeat cor meum»] dieron la sensación de estar absolutamente bajo control. Incluso el movimiento conclusivo –con un muy imaginativo aunque bello pasaje final sostenido únicamente por la cuerda pulsada [Pablo Zapico al archilaúd y Daniel Zapico a la tiorba]–, por más que presentó un hermoso y logrado diálogo entre las voces solistas, no logró brillar como se espera de un pasaje final que lo tiene todo: el dramatismo más absoluto [«Quando corpus morietur»] y la calidez napolitana más brillante [«Amen»].

   Una gran oportunidad perdida de brindar a los presentes un retrato menos extremo de esta magnífica obra, lo que sin duda hubiera supuesto una rúbrica de importante nivel para una velada en la que la marcada dualidad entre Pergolesi y el resto de compositores hizo mucha mella en el resultado final. La música, al menos así lo entiendo, debe prevalecer por encima de quienes la interpretan. Si hoy día un intérprete no ve un problema en que se pierda la esencia de una obrapor decisiones interpretativas que no se justifican de forma alguna y cuya incidencia sobre la propia música es tan evidente, hasta el punto de causar una incomodidad manifiesta en parte del elenco, realmente la cosa va peor de lo que creíamos. Quizá para la próxima.

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