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[C]rítica: «Hadrian», de Rufus Wainwright, en la Canadian Opera Company

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Autor: Giuliana Dal Piaz
26 de octubre de 2018

De fallo en fallo

   Por Giuliana Dal Piaz
Toronto. 19-X-2018. Four Seasons Centre for the Performing Arts. Canadian Opera Company. Hadrian, de Rufus Wainwright. Libreto: Daniel MacIvor. Dirección teatral: Peter Hinton. Escenografía: Michael Gianfrancesco. Vestuario: Gillian Gallow. Luces: Bonnie Beecher. Coreografía: Denise Clarke. Dirección de orquesta: Johannes Debus. Dirección del coro: Sandra Horst. Orquesta y Coro de la Canadian Opera Company. Adrián, Emperador – Thomas Hampson, barítono; Antínoo, su amante – Isaiah Bell, tenor; Trajano, ex Emperador – Roger Honeywell, tenor; Plotina, su esposa/una Sibila – Karita Mattila, soprano; Hermogenes, médico – Gregory Dahl, barítono; Sabina, esposa de AdriEan – Ambur Braid, soprano; Lavia, dama de compañía – Anna-Sophie Neher, soprano; Turbo, general de Adrián – David Leigh, bajo.

   La temporada 2018-19 de la Canadian Opera Company se acaba de abrir en Toronto con un Eugene Onegin de Pyotr Ilyich Tchaikovsky. Lo que más atrae la curiosidad del público, sin embargo, es la producción Hadrian, presentada en estreno mundial e inspirada en la vida de Adrián, Emperador romano que reinó del 117 al 138 d.C., después de Trajano. Es autor de la música el canado-estatounidense Rufus Wainwright, vocalista y autor de muchas canciones, quien ha colaborado con artistas como Elton John, David Byrne, Robbie Williams y Burt Bacharach. Wainwright había escrito hasta ahora sólo otra ópera, Prima donna, para el Festival Internacional de Manchester (2009). El libreto es obra del renombrado dramaturgo canadiense Daniel MacIvor.

   En conjunto, la ópera no me parece especialmente acertada: para tratarse de una ópera moderna, el libreto es demasiado largo y algo repetitivo (el espectáculo dura más de 2 horas y media), la partitura resulta bastante heterogénea alternando partes melódicas, con rasgos de blues y jazz, a momentos de música «moderna» dominados por cobres y percusiones, que nunca abandona el estilo tonal. La escenografía sugiere una atmósfera tétrica, un escenario rodeado de mármoles negros, con al fondo la gigantografía de una estatua de Antínoo, el joven griego amante del Emperador hasta cuando se ahogó misterioramente en el Nilo, durante su último viaje juntos. En el medio, campea una estructura medio altar y medio tumba monumental, que en el segundo tiempo es re-emplazada por una cama que hospeda –de manera muy discreta– los encuentros sexuales del Emperador con su amante.

   La dirección teatral de Peter Hinton corrobora al compositor en su objetivo de poner en escena un amor homosexual, presentándolo casi como un hecho novedoso en el Imperio romano: sabemos en cambio que, tanto en Grecia como en Roma, eran comunes los ejemplos de homo y bisexualidad, siendo el matrimonio la relación que fundamentaba la familia. Era frecuente el caso de parejas imperiales que no tenían descendencia y por ello era costumbre, de Julio Cesar en adelante, que un Emperador adoptara, y formara desde muy joven, al hombre que debía sucederle en el trono.

   Algo misántropo desde la juventud, para rehuir el medio agotador de Roma, Adrián se había mandado construir una Villa, casi una ciudad propiamente dicha, fuera de la capital; en ella había reservado para su propio uso exclusivo, con apenas una docena de íntimos admitidos a su interior, una especie de ciudadela rodeada de agua y con puentes levadizos que podían aislarla completamente. La parte «oficial» de la Villa, en cambio, comprendía recámaras para huéspedes, termas, jardines, un pabellón de fiestas, y una larguísima piscina en recuerdo del Nilo. Después de la muerte de Antínoo, Adrián había mandado ubicar en la Villa muchísimas estatuas que representaban al hermoso amante perdido. En el escenario de Hadrian, cinco efébicos bailarines, sólo cubiertos por un perizoma y casi siempre inmóbiles, quieren recordar esas estatuas.

   En el espectáculo hay, en mi opinión, fallos de contenido y de forma, aunque en último análisis todas se suman en una sola: representar a Adrián como a un viejo (entonces, a los 62 años un hombre era un anciano), devastado por la muerte de su favorito, quien ha prácticamente renunciado a gobernar pasando sus días y noches en el duelo. Un retrato que reduce a uno de los mayores emperadores romanos a un personaje débil y quejumbroso, llevado a la muerte por el dolor, en vez que por una embólia polmonar y la hidropesía que lo había atormentado por años.

   En sus notas introductivas, el compositor declara haber querido poner en música las Memorias de Adrián de Marguerite Yourcenar. Lástima que ni él ni el libretista hayan sabido transmitir los verdaderos contenidos de ese libro, del cual surge la compleja personalidad de un emperador no exento de errores políticos, pero por lo general sabio y visionario, culto y progresista, en cuya historia personal Antínoo y su amor sólo representan un episodio, importante mas no único o definitivo.

   Ambos, Wainwright y MacIvor, se han simplemente propuesto contar un amor homosexual de antaño a un público moderno, con las limitantes que incluso en Canada se requieren. Hasta la represión de la gran insurrección guiada por Bar Kekoba en la Judea, y la consecuente supresión de dicha provincia, renominada Syria Palaestina, es presentada como un acontecimiento debido al duelo por Antínoo y a la oposición del Senato al culto monoteista cristiano. El descontento de los senadores – causado en realidad, por un lado, por la gran reforma administrativa introducida por Adrián, que de hecho reducía los poderes del Senado, y por el otro por el abandono de la política imperial de conquista de ulteriores provincias – parece en cambio demandar aquí al Emperador, «enfermo de amor», mayor atención a los asuntos del Estado. Y podría seguir con más incongruencias históricas...

   En cuanto a los fallos formales, el libreto menciona por ejemplo repetidamente a los «nazarenos» como enemigos del Imperio, usando la palabra –originalmente sólo utilizada para Jesucristo– para indicar a los cristianos de Oriente Próximo. Otro detalle: el heterogéneo y fantástico vestuario de los personajes, sobre todo al final cuando los fantasmas de Adrián y Antínoo se suman a los de Trajano y su esposa Plotina –ambos son los deus ex machina en escena desde un principio– recuerda más bien un musical de Broadway que una ópera referida al II siglo d.C.

   Para no hablar de los ridículos boxers que lleva Antínoo (como el mismo Adrián, debajo de su bata damascada entreabierta) en la segunda parte del espectáculo.

   Los únicos momentos teatralmente logrados son la sutil lluvia de arena roja en el escenario y la escena de los bailarines que transportan un enorme brasero dorado, para el sacrificio de un borrego a cierto dios, inexistente en el panteón romano.  

   La orquesta de la Canadian Opera Company, conducida con la acostumbrada maestría por Johannes Debus, ha dado a la partitura toda la sonoridad posible, y lo propio ha hecho el coro dirigido por Sandra Horst. El cast es bueno, con algunos óptimos intérpretes, entre ellos la soprano Karita Mattila (Plotina, esposa de Trajano), Ambur Braid (Sabina, esposa de Adrián), el barítono Thomas Hampson (Adrián), el tenor Ben Heppner (senador Dinarco), el barítono Gregory Dahl (Hermogenes, médico). El joven tenor Isaiah Bell ha interpretado dignamente a Antínoo, a pesar de un par de errores vocales, pero su voz clara y de buen timbre es una promesa para el futuro.

Fotografía: Michael Cooper.

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