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CD: Sobre la obra pianística de Tomás Marco grabada por Mario Prisuelos

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
27 de mayo de 2018

Cambio de perspectiva

   Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Piano Works. Tomás Marco. Mario Prisuelos, piano. IBS Classical. 2017.

   La figura de Tomás Marco constituye uno de los referentes de la escena musical española de nuestro tiempo. A lo largo de su dilatada carrera ha recibido numerosos reconocimientos que le han situado como uno de los compositores más importantes de España y su música ha sonado en los principales auditorios del territorio nacional e internacional. Sin embargo, pese a haber escuchado alguna de sus obras orquestales nunca llegué a interesarme lo suficiente por su música como para ni tan siquiera plantearme seguir profundizando en ella. De hecho, la grabación realizada por el pianista madrileño Mario Prisuelos para el sello IBS Classical durante el verano de 2017, que contiene parte de la obra pianística de Marco y a la cual nos referiremos aquí, ha supuesto mi primer contacto reflexivo y analítico de la música de este compositor, cuya imagen ha cambiado significativamente para mí desde entonces. Tras varias escuchas, la música de Marco se abre a los oídos de quien la recibe y se revela como un interesante juego de cambiantes colores sonoros. Debo, antes de continuar, pedir disculpas al lector por el contenido descriptivo de corte analítico que sigue a continuación, pero la realidad es que no estoy tan interesado en este nuevo lanzamiento discográfico como en la obra del compositor, por lo que mis comentarios se articularán mayormente en torno a ésta. Antes de finalizar, no obstante, aportaré algunos apuntes sobre la grabación.

   El recorrido que nos presenta Prisuelos, y en el que le acompañamos durante los casi sesenta y cinco minutos que dura el disco, es una selección de piezas para piano que se reúnen como una antología de lo que Marco ha dicho hasta ahora a través de este instrumento. Se inicia el viaje con Soleá, de 1982. No es la más antigua de las que componen el fonograma, pero es un pórtico fantástico para el trayecto que nos aguarda. Soleá recurre a la asimilación de elementos folclóricos, a su integración en el lenguaje del compositor que, sin acudir a la cita directa, no rehúye los ecos de la tradición popular. “No hay ni voluntad de rememorar corrientes nacionalistas ni tampoco un rechazo de las mismas, sino una superación de ese problema que nos permite coexistir con naturalidad con él en las ocasiones, como ésta, en las que aparece”. Las palabras del propio Marco en las notas a su obra explican la pieza en su contexto, que no es otro que el del centenario del nacimiento de Joaquín Turina. En efecto, la obra nos lleva a un ambiente folclórico bien entretejido con el lenguaje del compositor, de tal modo que oímos el canto popular en el tema propio; el oyente escuchará a Marco, no a Turina. El desarrollo tampoco responde a una estructura tomada de esquemas previos de origen popular, sino que elabora una forma propia de proporciones bien distribuidas. La escritura de la pieza no se antoja retorcida ante la escucha, lo que nos lleva a pensar que nada hay innecesario en esta obra.

   El segundo corte del disco representa Fetiches, escrita en 1967. Abriéndose con delicadeza en el registro agudo del piano, el motivo generador de la obra gana poco a poco amplitud y extensión hasta que, aproximadamente a mitad de su vida, deriva en un juego de sonoridades caracterizado por los fuertes contrastes, los clusters y lo que en mi jerga personal denomino «espacios vacíos», es decir, momentos de silencio que interrumpen el discurso musical aportando más tensión que cualquier disonancia. El progreso hacia una mayor y más precipitada densidad que presenta la pieza parece evocar —y esto es sólo mi opinión, pues las palabras de Marco en el libreto del disco lo desmienten, o al menos no lo confirman— la fuerza con la que el fetiche se abre paso en la mente y la acción del fetichista hasta poseerlo por completo.

   La Sonata en forma de Cármenes (2012) que sigue a continuación está estructurada en tres movimientos, el primero de los cuales, Profundo Carmen, abre rítmicamente la obra aunque no tarda en interrumpirse el baile por una saeta desgranada en el registro medio del piano. Queda la acción suspendida de esta forma, hasta que el motivo rítmico vuelve a aparecer para ser de nuevo interrumpido. Esta constante sucesión de interrupciones, como deseo insatisfecho, no conducen en realidad a una resolución clara y dejan al oyente en estado de perpetua espera. Secreto Carmen es el segundo movimiento, de sonoridad evocadora y mística, que se caracteriza por la presencia de arpegios ascendentes constituyentes de la base de la pieza. A pesar de su escritura mayormente vertical, breves elementos horizontales aparecen casi de forma luminosa para terminar de nuevo en la sonoridad menguante y misteriosa de los arpegios, momento en el que este segundo movimiento alcanza su grado máximo de expresividad. El tercer movimiento, Ardiente Carmen, arranca enérgico y complejo. Es el más breve de los tres y, al igual que en el primero, un elemento de marcado carácter rítmico caracteriza el movimiento, si bien se interrumpe por elementos melódicos cuya endiablada métrica exige del pianista una independencia de manos más que notable. El movimiento, y por tanto la obra, finalizan con rítmicas secuencias de acordes que aparentan alejarse, cuando un último y contundente acorde cierra la sonata.

   La siguiente parada del viaje es la obra Giardini Scarlattiani, subtitulada Sonata de Madrid, que está formada por tres movimientos de duración inferior a los tres minutos. Aunque el título de cada movimiento alude a un parque madrileño, la obra no persigue una intención descriptiva, según anota el compositor. La partitura fue un encargo para la conmemoración del 250.º aniversario de la muerte de Scarlatti, efeméride que tuvo lugar en el año 2007. Se trata de una obra que, pese a su brevedad, ofrece la dimensión necesaria para desarrollar someramente un grupo de motivos característicos extraídos de la obra de Scarlatti reinterpretados desde el lenguaje musical de Marco. Así, el primero de los tres movimientos, el titulado Prado de San Isidro, se abre con un motivo ascendente que alterna diferentes tesituras y que posee cierto carácter obsesivo. No tarda en verse interrumpido por una línea melódica mucho más definida y con un carácter claramente diferenciado. Sigue un segundo movimiento, Prado viejo, de carácter algo más íntimo aunque igualmente cambiante. Los largos trinos constituyen un motivo recurrente sobre el que se elaboran líneas melódicas o efectos armónicos creados mediante rápidos e insistentes arpegios. Buen Retiro es el título del movimiento final, que se abre con una luminosa y contundente secuencia rítmica, vertical y muy definida que, de nuevo —empezamos a ver una de las características comunes a todas estas obras—, se interrumpe por motivos lineales. No obstante, el movimiento tiene un carácter claramente rítmico y las menciones a temas de Scarlatti son, al mismo tiempo, claras y fluidas en el discurso musical. Una reminiscencia de los trinos del segundo movimiento sirven como clausura de esta pieza breve pero con gran cantidad de material fantásticamente condensado y cuyo tratamiento convierte los temas de Scarlatti en parte integrante de las líneas. Podríamos hablar en este punto de un procedimiento más parecido a injertar, no tanto a insertar, pues el material preexistente arraiga en el discurso hasta hacerse parte indisociable de él.

   Las Tres piezas minuto que siguen a continuación son tres páginas escritas en momentos muy distintos y finalmente agrupadas como conjunto. El carácter miniaturesco no impide a Marco emplear muy diversas técnicas, como en Hai Ku (1995), la primera de las piezas, cuyo lenguaje es claramente dodecafónico aunque es posible escuchar las escalas pentatónica y de tonos enteros, ésta última en momentos próximos al final. Sigue la Nana para el soñar de Beatriz (1999), pieza hermosa y lenta que se deja ir de forma casi improvisada, como puede entreverse por su estructura, en un ambiente de calma delicada y dulce. Sin duda la más interesante de los tres títulos que comprenden este ciclo. Por último, la pieza final, Por el sendero que a algún lugar conduce (2000), actúa como perfecto colofón para la serie. Cincuenta segundos de música sencilla construida sobre un acorde ostinato, por encima —y por debajo— del cual se presentan motivos muy breves como pinceladas sonoras.

   Después de haber transitado por paisajes urbanos, parques, espacios arquitectónicos y mundos de sueño y poesía, llega el virtuosismo de la Toccata in moto perpetuo, pieza estrenada por Marisa Blanes en 2014. Se trata de una partitura de gran complejidad, en la que se demanda del pianista un elevado control de los valores rítmicos, y que de nuevo vuelve a presentar el ya mencionado recurso de interrupción. En este caso, el motu perpetuo no libera toda la tensión que se acumula a lo largo de los ocho minutos que dura la Toccata, debido a que tanto la martilleante célula en acordes que escuchamos durante toda la pieza como el incesante intervalo que constantemente interrumpe dicha célula, no evolucionan lo suficiente hacia un verdadero clímax.

   Movilidad de la escultura (2014) plantea un interesante enfoque acerca del contraste del movimiento congelado en la escultura frente al movimiento imprescindible en la música. Se trata de un conjunto de siete piezas dedicadas a Mario Prisuelos, de las cuales La Victoria de Samotracia sobrevuela la escalinata del Louvre es la encargada de abrir el ciclo. Esta curiosa y breve pieza, de intenciones claramente evocadoras —como toda la serie, por otra parte—, persigue crear en el oyente la imagen de la célebre Niké, la diosa de la victoria, intentando remontar el vuelo sin conseguirlo. La figuración, al principio veloz y ligera, se ralentiza progresivamente y avanza hacia una sonoridad pesante que presagia un aterrizaje exento de gracilidad. Marco introduce al término de la obra una breve cita de «La Marsellesa» e indica que se trata de la broma con la que la Niké restaura su dignidad tras su fallido vuelo. Es un gesto divertido aunque prescindible, puesto que no aporta a la obra nada que no hubiese quedado ya bien claro y, además, le resta dramatismo: la imagen de la Victoria hecha pedazos resulta mucho más impactante. Koré y Kuros junto a un Chac Mool pone en contraste las proporcionadas figuras griegas erguidas, femenina y masculina respectivamente, con la imagen pesada y yacente de la escultura precolombina. Este contraste de caracteres se pone de manifiesto en dos tipos de escritura diferentes: rítmicas y ligeras líneas, casi saltarinas, para Koré y Kuros; pesados y graves acordes para Chac Mool. El discurso de la pieza se hace lento hacia el final, como si la estática figura del Yucatán hubiera terminado por contagiar su inmovilidad a las esculturas arcaicas.

   Bernini coronado con el laurel de Daphne es la tercera de las piezas. Hay en ella un juego constante de registros. El pianista oscila entre el agudo y el grave pero nunca transita el centro del teclado. Sólo al final de la página ambos mundos confluyen y, mientras el trino en el agudo se mantiene unos momentos, la mano izquierda corona a Bernini con el laurel de su propia escultura, en una secuencia de quintas incisivas y solemnes. Viento de Chirino meciendo un Calder se desarrolla sobre una escala pentatónica que evoluciona hacia el aguado en motivos sinuosos. Bien podría ser esto una evocación del movimiento ondulante y lento de uno de los móviles de Alexander Calder. Súbitamente, cuando parece que la pieza toca su fin, aparecen unos trémolos que ascienden cromáticamente y nos transportan a las espirales frías y racheadas de los Vientos de Martín Chirino. La Pietá Rondanini, quinta pieza del ciclo, se inicia con una serie de acordes que parecen llevarnos a un mundo claramente tonal, si bien pronto empezamos a apreciar las disonancias. Tras la configuración marcadamente armónica —casi como un coral —Marco desarrolla unas melodías que se entretejen en un sencillo contrapunto. Desconozco la intención del compositor, pero no consigo apreciar en esta música la rugosidad de los rostros, ni tampoco el contraste con las zonas acabadas, pulidas y brillantes del mármol. La música no tiene por qué representar nada externo a sí misma, pero en una obra como esta, con un marcado carácter evocativo, lo esperable es que el autor demuestre una voluntad de representación del elemento mencionado expresamente en el título. Y, en este sentido, no encuentro en la Pietá Rondanini materiales musicales que se asocien con la escultura.

   En Pájaros de Brancusi atraviesan huecos de Moore, Marco representa los amplios espacios delimitados por las contundentes esculturas de Henry Moore mediante una serie de acordes que orbitan lo que llamaríamos un acorde núcleo —puesto que emplear la expresión «centro tonal» sería incorrecto— y, mediante rápidas figuraciones ascendentes y descendentes evoca un vuelo circular, ritual, de los estilizados pájaros de Constantin Brancusi. La pieza, de apenas minuto y medio, no tiene desarrollo más allá de la transposición a la octava de los materiales. La colección finaliza con Paolina Borghese abandona el diván, una construcción prácticamente tonal que se desarrolla sobre un ritmo sencillo y diáfano, casi danzante. Se diría que lo que aquí se mueve es, más que la propia estatua, su imaginaria voluntad de levantarse y caminar alrededor del diván. De nuevo Marco emplea una cita de «La Marsellesa», esta vez para cerrar la obra. Acaba así un viaje en el que hemos recorrido, de toda una vida de trabajo musical, la porción dedicada al piano. Si algo caracteriza la obra de Marco es la sobriedad: pocos elementos, desarrollados con mesura y sometidos a técnicas poco radicales que, sin embargo, resultan totalmente efectivas y constituyen un lenguaje totalmente personal.

   Antes de finalizar, debo referirme a dos aspectos de la grabación que no puedo dejar de mencionar. Por una parte, la fantástica toma de sonido de Paco Moya. La elección de la disposición microfónica ha sido un total acierto y ha logrado un resultado nítido, abierto y definido. Y por último, como era de esperar, el excelente trabajo de Mario Prisuelos, pianista hábil y solvente que ha llevado a cabo en esta empresa la admirable labor de grabar por primera vez cinco de las siete obras que se presentan en el fonograma. Tomás Marco debe estar agradecido al pianista madrileño por asumir el reto y salir exitosamente de él, y es deseable que Prisuelos continúe en la necesaria labor de grabar la música no sólo de Marco sino de cuantos compositores actuales pueda, como sabemos que ha venido haciendo en los últimos años. En este momento en que las instituciones no parecen interesadas en la idea de programar autores contemporáneos españoles serios —pese a que, contrariamente a lo que creen, hay un público cada vez más amplio que lo demanda—, debemos ser los intérpretes y los críticos quienes asumamos la tarea de estudiar su obra y dejar constancia de ella en grabaciones y escritos. Sólo de esta forma será posible que se produzca en los oyentes el deseable impulso de buscar más allá de sus hábitos de escucha, de interesarse por nuevas técnicas, procedimientos y lenguajes; que se produzca —como ha sido mi caso con la obra de Tomás Marco— un necesario cambio de perspectiva.

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