CODALARIO, la Revista de Música Clásica
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Libro: 'La música invisible' (Fórcola)

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Autor: José A. Gil
29 de junio de 2017

QUAERENDO INVENIETIS

   Por José A. Gil
La música invisible. En busca de la armonía de las esferas. Stefano Russomanno. Fórcola. Madrid, 2017, 200 pp. ISBN: 978-84-16247-93-6.

   Siempre he creído que las más ilustres malinterpretaciones de los significados de la música son una herencia envenenada del Romanticismo. Wagner, por citar algún ejemplo de peso, se preguntaba en su ensayo sobre Beethoven (Fórcola, 2016) que ¿quién no era capaz de oír las palabras del Redentor al escuchar su Sinfonía Pastoral? Pues puede que mucha gente, pero ¿quién se atrevería a deslegitimar su tan hermosa pregunta retórica? Si cien años más tarde le hubiésemos planteado a Aaron Copland esa misma cuestión es probable que no se hubiese mostrado demasiado condescendiente, porque para el compositor neoyorquino (como recoge Philip Ball en su libro El instinto musical) "la grandeza de una composición es inversamente proporcional a nuestra capacidad de decir de qué se trata". Entonces, ¿cuál es el camino a seguir por quien aspire a conocer el verdadero significado de ésta o aquella composición? Theodor Adorno en 1968 en Los tipos de comportamiento musical afirmaba que "desde que se conocen las declaraciones de los músicos, éstos suelen conceder exclusivamente a sus iguales el pleno entendimiento de sus trabajos”. Resulta a priori muy descorazonador, y más aún si echamos un poco la vista atrás y nos damos cuenta de que incluso en ese contexto de ‘diálogo entre iguales’ las descripciones arrebatadas que recogen cuadernos, ensayos y diarios de los compositores no siempre han ofrecido demasiadas garantías técnicas para quienes aspiran a alcanzar ese anhelado pleno entendimiento. Quizás lo mejor sea resignarse estoicamente a que todos y ninguno tienen razón, sin perder la esperanza de que algún paladín rompa el círculo vicioso de vez en cuando y aporte sangre nueva a esta linajuda tiranía de significaciones encontradas a la que estamos condenados los aficionados a la clásica.

   La musicología con los siglos ha desarrollado una depuradísima técnica de análisis sin la que hoy día difícilmente podría abordarse el significado implícito o explícito de las composiciones. El veterano programa Música y significado presentado por Luis Ángel de Benito es un ejemplo extraordinario, al alcance de cualquier aficionado, de cómo se ejerce esta difícil disciplina. No obstante, y lo digo sin acritud, muchas veces se echa de menos algún teórico que acometa esta misma tarea sin perder el norte pero con una mayor y más valiente amplitud de miras. A quienes han consagrado sus carreras al estudio ‘paradigmático’ de la música occidental, conceptos como interpretación semántica o emocional, exégesis, gematría, cosmología, numerología, cosmogonía o metafísica les provocan estupor; incluso habrá quien piense que no encajan bien en este campo, actitud que desafía la interdisciplinariedad en el estudio de las bellas artes —hoy comúnmente aceptada, aunque practicada con reservas— que ya promulgaban los primeros historiadores del arte como Heinrich Wölffling. El rechazo a las visiones poco ortodoxas es y seguirá siendo un mal endémico de la música clásica siempre que los términos a los que antes hacíamos referencia sigan brillando por su ausencia en los programas docentes de las Facultades y Conservatorios. Aunque nunca faltarán en el mercado excepciones intrépidas al inmovilismo en las aulas como el brillante ensayo de Stefano Russomanno al que está dedicado este artículo: La música invisible, recién editado por Fórcola.

   Stefano Russomanno —actual responsable de Música de ABC Cultural— acudió a España después de haber escrito una carta al compositor Francisco Guerrero (1951-1997) interesándose por su obra. El feliz encuentro entre ambos se produjo en 1996. Sólo un año más tarde el musicólogo italiano se afincaba definitivamente en nuestro país. El autor de La música invisible aún se conmueve al recordar cómo algo fortuito: toparse en la biblioteca del Conservatorio de Milán con la partitura de un músico español que no conocía y que despertó enormemente su interés, llegó a cambiar su vida para siempre. Russomanno es, como demuestra esta anécdota extraída de las páginas centrales del libro, un escritor sensible a lo aparentemente intrascendente. Su amor por los animales, su respeto por la filosofía oriental, su permanente contacto con la naturaleza,... se traducen en una ‘espiritualidad’ subyacente en el ensayo poco afín al escepticismo generalizado de nuestra era hacia lo no cuantificable. Pocos son los musicólogos que se atreven en sus ensayos a rebasar los límites de la historiografía de manual, el tedioso análisis schenkeriano, los anacrónicos axiomas de la sociología post-estructuralista, las afrentas estéticas, las autocomplacientes biografías o a los tan de moda testimonios de los directores. Russomanno ejerce la ciencia musicológica desligada de la petulancia axiomática que aspira a hacer de sus supuestos teóricos un arma arrojadiza. El registro de La música invisible es distendido, sereno, sin pretensiones aparentes y evoca, con un bellísimo estilo poético, los ‘ancestrales’ significados velados de la música. Algo en lo que, dada la urgencia de nuestro mundo globalizado —y programático— los teóricos no pierden el tiempo deteniéndose. No quisiera desnaturalizar la imagen de este investigador italiano ubicándole en una realidad paralela a la nuestra y en posesión de verdades absolutas. Nada de eso. Russomanno es un musicólogo al uso y ejerce su profesión escrupulosamente, aunque es probable que los puristas más recalcitrantes tiendan a desligarse del peculiar halo de “misticismo” que envuelve a este multidisciplinar ensayo.

   “El presente libro es en buena medida el relato de las escuchas, las lecturas y las experiencias que me han puesto sobre la pista de la música invisible”. Con esta elocuente frase concluye Russomanno el preludio a La música invisible. Intentemos darle sentido a la frase. Las referencias bibliográficas son una constante, qué otra cosa cabría esperar de un investigador con una tan larga e impecable carrera gracias a su perseverancia y a su tenacidad. Respecto a sus experiencias vitales (más presentes e intensas en los capítulos finales) me atrevería a decir que ejercen un poderoso ‘efecto llamada’ en el lector. En mi caso, la expectación ha sido enorme, sobre todo en algunos capítulos como el que se titula Cantan las piedras. Allí Russomanno nos narra la experiencia sobrecogedora llevada a cabo en 1946 por el etnomusicólogo Marius Schneider que mediante un complejo sistema de asociaciones fue capaz de reconocer tras las ponzoñas de las figuras esculpidas en las 72 columnas del claustro de San Cugat el himno a San Cucufate. ¿Puede quedar alguien que no deje pendiente visitar ese claustro en cuanto tenga oportunidad?. Con el capítulo Músicas para la eternidad ocurre otro tanto. ¿Puede haber experiencia más enriquecedora para un aficionado a la música que rozar un estado de trance (similar al que te eleva un mantra) al que se puede llegar incluso antes de terminar el ciclo de escucha de las 840 veces —Russomanno casi lo consigue— que Satie indicaba al intérprete repetir la melodía de sus Vexations?

   Pero aún queda pendiente otra cuestión peliaguda ¿a qué tipo de escucha se refiere Russomanno? Theodor Adorno (Ibíd.) abordó precisamente esta cuestión en la década de los años sesenta del siglo pasado. Si bien es cierto que muchas de las teorías de corte marxista de este miembro de La escuela de Fráncfort están obsoletas, la clasificación de los tipos de escucha de Adorno mantienen aún toda su frescura. Después de haber leído con detenimiento La música invisible he observado que el Señor Estefano comparte más de un rasgo con varios de los arquetipos descritos por el musicólogo alemán. Por defecto, el rasgo matriz de Russomanno se corresponde con el de oyente experto, es decir, aquel “al que por lo general nada se le escapa y el cual rinde cuentas al mismo tiempo de lo escuchado en cada instante”. Así es, su ensayo rezuma sapiencia por los cuatro costados, las partituras a colación son analizadas con precisión quirúrgica, los compositores reseñados en el libro —incontables y de todas las épocas— son rescatados del averno de los genios donde se han forjado piezas arcanas cuyo significado Russomanno “interpreta” sin perder un ápice de cientificismo. Por otro lado, en algunos capítulos Russomanno también ejerce el papel de oyente con formación o consumidor cultural. Para Adorno, “este tipo dispone de amplios conocimientos del repertorio. Su estructura de la escucha es atomista: el individuo aguarda determinados momentos, melodías presuntamente hermosas e instantes grandiosos. Su comportamiento con respecto a la música tienen en conjunto algo de fetichismo”. Para justificar estos otros rasgos complementarios al primero bastaría con remitirnos al inquietante capítulo El décimo tercer invitado. Sólo les contaré que el avezado oído de Russomanno fue capaz de detectar durante la escucha de una grabación en vivo de La Novena de Mahler con Bernstein al frente de La Filarmónica de Berlín que los trombones no entraron en un momento determinado de la obra. El estratosférico grado de atención que solo puede alcanzar nuestro musicólogo le llevó a percibir incluso cómo alguien gritaba después de que un cuerpo hubiese caído al suelo. La obstinación por saber qué ocurrió de verdad durante ese concierto obtuvo sus frutos. Pero permítanme que les inste a descubrirlo por ustedes mismos porque flaco favor haría a uno de los muchos platos fuertes del ensayo.

   Desde mi personal punto de vista el tipo que mejor se adapta al escuchante Russomanno es el que Adorno definía como oyente emocional. Un tipo “indispensable para el accionamiento de emociones instintivas usualmente reprimidas o dominadas mediante normas civilizadoras (...)”. ¡No podría haber encontrado mejor definición para que el lector se familiarice con el modus operandi de este musicólogo! Russomanno demuestra ser una persona hipersensible, alguien impelido de forma natural a dejar constancia de lo que muy pocos serían capaces de percibir: la música invisible, aquella que no deja de sonar a nuestro alrededor y que difícilmente descubriríamos sin blandir el lema Bachiano quaerendo invenietis (buscad y encontraréis de la Musikalisches Opfer BWV 1079. No es casualidad, pues, que el verdadero leitmotiv del ensayo de Russomanno gire en torno a esta partitura cuyo origen nos remite a una de las anécdotas más famosas de la historia de la música: el encuentro que se produjo en Potsdam entre Federico II de Prusia y Johann Sebastian Bach que tuvo como resultado la composición de La Ofrenda Musical después de que el compositor aceptase el cruel reto del monarca de componer un canon a seis voces inspirado en una presunta melodía compuesta por él; y digo presunta porque la incompetencia del rey era tal que me inclino a creer, como sugiere la excelente película alemana Mein Name ist Bach (2003), que su autoría podría atribuirse a Johann Joaquim Quantz, su insigne profesor de flauta. Pero esa es otra cuestión.

   No cabe duda de que La Ofrenda musical es una de las obras más enigmáticas de la historia de la música, para Russomanno “un laberinto que no para de devolver a su visitante al punto de partida”. Las diferentes piezas que la componen no se someten a un rígido orden preestablecido como otras grandes obras de Bach. A la hora de ser interpretada los músicos están obligados a enfrentarse al reto de concederle cierto orden “lógico” cada vez. La dificultad es tal que no ha faltado quien opte por desviarse “del camino recto”. Russomanno incide en dos versiones inquietantes, la de 1980 propuesta por Úrsula Kirkendale (para quien La Ofrenda refleja la organización del discurso que recoge De Institutione Oratoria de Quintiliano) y la de Hans- Eberhard Dentler de 2008 (que se sustenta en el orden tripartito entre música humana, mundana e instrumental establecido por Boecio en su De Institutione música). “Ninguna obra presenta en su discografía un panorama de soluciones tan dispares y variadas”. “Cada versión de La Ofrenda es una ventana abierta sobre una verdad inconmensurable”, concluye Russomanno.

   La música invisible está escrita en bucle. Aunque sean tantas y tan distintas las enriquecedoras historias que se recopilan, todo parte y llega al mismo lugar: La Ofrenda Musical. El viaje iniciático por la historia de la música que nos propone Russomano tiene como único fin mostrar al lector algo bellísimo y que solo provocaba —hasta ahora—extrañamiento, la música invisible. Aquella que suena dentro de un espacio inaccesible, la que es posible imaginar en una pieza inacabada, la que pasa de puntillas bajo otra melodía, la que se manifiesta en los silencios gráficos, la de Athanasius Kircher, la de Johannes Kepler, la pitagórica, la que —literalmente— sus notas son el plano arquitectónico de la catedral florentina, la del sonido de la naturaleza (el canto de las ballenas, el ruido de un riachuelo, el croar de las ranas, el trino de los pájararos...), la sutil música de los recitativos de Monteverdi, la que adopta las formas improvisadas de los rāgas hindúes, la que es producto de vincular las notas musicales con las iniciales de dos amantes, la resonancia orbital de los planetas en el cosmos... la música de las esferas. Decía Philip Ball (Ibíd.) que “la buena crítica artística no es la que nos dicta lo que deberíamos pensar, sino la que nos incita a imaginar posibles formas de experiencia”.

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