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Crítica: 'Die Frau ohne shatten', de Richard Strauss, en Bayerische Staatsoper

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Autor: Raúl Chamorro Mena
6 de julio de 2017

MEMORABLE

   Por Raúl Chamorro Mena
Munich, 2-VII-2017, Teatro Nacional (Bayerische Staatsoper). Die Frau ohne Shatten-La mujer sin sombra (Richard Strauss). Ricarda Merbeth (Die Kaiserin-La emperatriz), Bukhard Fritz (Der Kaiser-El emperador), Wolfgang Koch (Barak, der färber-el tintorero), Elena Pankratova (Die Färberin-La mujer del tintorero), Michaela Schuster (Die Amme), Sebastian Holecek (El mensajero de los espíritus). Orquesta y coro de la Opera estatal de Baviera. Dirección musical: Kirill Petrenko. Dirección de escena: Krzystof Warlikowski.

   Die Frau ohne shatten, la cuarta colaboración entre el compositor Richard Strauss y el libretista Hugo von Hofmannsthal –una de las más fructíferas de la historia de la ópera– supone dos vueltas de tuerca al mismo tiempo. Una al inagotable talento como orquestador del músico bávaro que alcanza en esta obra cotas deslumbrantes. Otra la encontramos en el libreto de Hoffmannsthal, en lo que respecta a complejidad, profundidad intelectual y filosófica, así como abigarrado simbolismo. De todos modos, esta ópera consagra, sobretodo, dos grandiosos caracteres femeninos, que experimentan durante la obra una apasionante evolución que será fundamental para su vida. En primer lugar, la emperatriz, que descubre su lado más humano mediante la compasión que siente ante el sufrimiento representado por la pareja que forman el tintorero y su esposa. En segundo lugar, esta última, la tintorera, que descubre lo hondamente que ama a su marido, que es, fundamentalmente, un hombre noble y bondadoso.

   Igual que el día anterior el montaje correspondía al polaco Krzystof Warlikowski, aunque esta vez ya contaba con 4 años de existencia. Brevemente –para poder centrarse en lo fundamental que fue el fabuloso nivel musical y canoro de la función– subrayar, que sus “ocurrencias en aluvión” funcionaron mejor, porque tuvieron más sentido (no todas), y relación con la obra, además de estar los personajes mejor diseñados y el movimiento escénico bien trabajado. También tuvimos figurantes con cabeza de animal. Lo que en la obra de Schreker eran ratas, aquí fueron halcones, pero resulta que en La mujer sin sombra sí hay, al menos, un halcón. ¡Bien! También hubo sus dosis de proyecciones cinematográficas (en definitiva, estos señores se repiten una y otra vez) situadas en una especie de prólogo previo a los primeros compases de la obra. A partir de ahí, un poquito de psicoanálisis por aquí, otro poco de problemas en las relaciones de pareja por allá, y atención a la traca final, todo un monumento a la búsqueda de epatar mediante una especie de delirio grotesco-intelectualoide de los que provocan más risa que otra cosa. Al final del sublime cuarteto final con el coro de los niños no natos aparecen las imágenes de Batman, Jesucristo, King Kong, Gandhi y Marilyn Monroe. Ahí todos juntitos. ¡Toma castaña!

   Como ya se ha subrayado, probablemente sea la de esta ópera la orquestación más fascinante de la historia del género y no pudo tener mejor defensor que el titular de la casa, el ruso Kirill Petrenko, que firmó una labor espléndida, prácticamente referencial. En sus manos, la orquesta gris y sin vida del día anterior se convirtió en una especie de caleidoscopio que brilló con mil fulgores, con inusitadas y subyugantes tímbricas y un vibrante sentido narrativo. Además de ofrecer la obra íntegra, fue realmente extraordinaria la capacidad del músico ruso para exponer un sonido transparente y refinado, en el que se resaltan esmeradamente los muchos pasajes camerísticos, la más primorosa filigrana orquestal y, al mismo tiempo, el vigor, el poderío, el músculo sonoro también generosamente presente en la partitura y por si fuera poco, con atención y estímulo a los cantantes, con sugerentes contrastes y una tensión teatral que nunca decae. Imposible exponer los inacabables detalles de una interpretación que puso de relieve aspectos y tímbricas nunca escuchados y que planteó clímax cautivadores. Ejemplos de ello fueron toda la primera escena  y la exposición con arrebatado lirismo del tema del amor conyugal del acto primero; el primoroso acompañamiento al aria del emperador del segundo acto y el flamígero final del mismo; la introducción orquestal al tercero y la espléndida concertación del cuarteto final con el coro de niños (magnífica su prestación)… en fin, memorable.

   A destacar también el soberbio elenco vocal en el que brillaron con luz propia las tres protagonistas femeninas. Elena Pankratova demostró ser una soprano dramática de libro. Volumen generoso, centro ancho y carnoso, grave sólido, sonidos robustos en la zona de paso y agudo pleno y percutiente. Le falta algo de temperamento, carisma y talento dramático, pero demostró tener bien trabajado el personaje en el ámbito de este montaje y supo transmitir esa fascinante evolución del mismo. En un principio, una mujer hastíada e insatisfecha con su vida y su matrimonio, que ha de soportar también a los tres hermanos de su marido, pero que, después de ser tentada y ofrecérsele una vida de placeres y riquezas a cambio de su sombra y llegar a negarle el lecho conyugal a su esposo, el tintorero, se da cuenta lo profundamente que le ama y que es un hombre esencialmente bueno y trabajador. Ese sufrimiento y abnegación de la pareja humana, en la que a pesar de todo, triunfa el amor de la tintorera por su esposo, la propia evolución y angustia de esta mujer, conmueve a la emperatriz, que rechaza la sombra y mediante la compasión, descubre su lado humano. Una Ricarda Merbeth, caudalosa, squillantissima, plena de garra e intensísima como intérprete encarnó estupendamente a la emperatriz. El timbre no es bello, ni el centro especialmente nutrido, pero la proyección es exultante y los sonidos en la zona alta fueron pletóricos de metal y expansión tímbrica, excepto el Do5 final de la escena de la habitación del segundo acto, que le quedó un tanto fijo y atrás. Entregada, intensísima y pletórica de sonoridad, Michaela Schuster, como el Ama, en una irresisitible encarnación de este diabólico personaje que odia al género humano.

   El inclemente papel del Emperador (Strauss fue siempre cruel con los tenores) supera a los medios de Bukhard Fritz, falto de robustez y corto arriba, pero el tenor alemán lo suplió con musicalidad y un canto legato, especialmente en el aria del acto segundo, que pocas veces se escuchan en este papel. Wolfgang Koch como el Tintorero, desplegó su recia voz, desigual de emisión y más bien opaca tímbricamente, pero caracterizó de forma impecable, poniendo de relieve toda su humanidad, nobleza y lealtad, el personaje. Destacable, asimismo, el nivel de los secundarios que sellan una representación inolvidable, en que todo está perfectamente cuidado y trabajado y que, después de la decepción del día anterior con la obra de Schreker, simboliza perfectamente la cota de excelencia actual de la Bayerische Staatsoper.

   Éxito clamoroso, con ovaciones interminables especialmente centradas en los protagonistas, la orquesta y Petrenko, que tuveron que salir innumerables veces a saludar las entusiastas aclamaciones del público. Aunque era una reposición de esta producción y quizás, aprovechando que estaba presente por el estreno de Los estigmatizados, también salió a saludar el director de escena Krzystof Warlikowski.

Fotografía: Bayerische Staatsoper.

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