El fantástico director Francesco Corti y la joven soprano Francesca Pia Vitale iluminan este drama del compositor catalán, junto a la agrupación historicista Akademie für Alte Musik Berlin y un elenco vocal con mimbres de diverso calibre, refrendando con su versión la muy notable calidad musical de su autor
El napolitano de moda
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 21-II-2025, Teatro Real. La Merope, de Domènec Terradellas. Emőke Baráth [soprano], Francesca Pia Vitale [soprano], Paul-Antoine Bénos-Djian [contratenor], Valerio Contaldo [tenor], Sunhae Im [soprano], Margherita Maria Sala [contralto], Thomas Hobbs [tenor] • Akademie für Alte Musik Berlin | Francesco Corti [clave y dirección].
La «música sin rodeos» de Merope, excéntrica, casi acrobática, pero también emotiva, puede inspirar, por lo que hay intriga a raudales, luto, llanto, odio y amor en el camino hacia el final feliz.
Felix Dieterle.
Las «cosas» de este panorama musical nuestro siempre logran sorprender… Lo mismo pasa la música del bueno de Domènec Terradellas (1711/13-1751) siglos sin interpretarse, que de repente coinciden en el espacio y en el tiempo dos de sus grandes obras con un mes de diferencia. Si hace unas semanas la agrupación catalana Vespres d’Arnadí recalaba en el Universo Barroco del CNDM con su oratorio Giuseppe riconosciuto, en esta ocasión ha sido una obra para la escena la protagonista, con una función única en versión concierto dentro de la programación del Teatro Real y a cargo de la agrupación historicista alemana –una de las estables y de más poderosa tradición de Europa– Akademie für Alte Musik Berlin [Akamus], dirigida para la ocasión por quien sin duda el director de moda en la escena barroca del momento, el italiano Francesco Corti, y contando con un elenco vocal notable, de nivel general alto, en el que hubo algunos desaciertos, pero también fantásticos triunfos. Por cierto, cualquier debate acerca de la catalanidad de Terradellas resulta poco menos que estéril –al igual que lo sería sobre su hispanidad–, dado que se trata, sin ningún género de dudas, de un compositor napolitano, tanto porque residió allí –y en otras ciudades de Italia– la mayor parte de su vida, como, sobre todo, porque su estilo compositivo lo deja bien claro.
Por aquello de no repetirme, en el enlace a la crítica del CNDM indicado más arriba pueden leer una introducción biográfica firmada por Michael F. Robinson que les emplazo a leer antes de continuar. El propio Robinson aclara lo siguiente, que sí cabe citar aquí: «Aunque Terradellas era español de nacimiento, su gusto y estilo musical eran completamente italianizantes. Su reputación se basa principalmente en su serie de óperas italianas. La estructura de estas óperas era la habitual de la época: recitativos alternados con elementos líricos, la mayoría de los cuales son arias da capo. Terradellas utilizó poco el recitativo acompañado, pero siempre con provecho en los momentos de mayor intensidad dramática, y a menudo aumentó su eficacia introduciendo instrumentos de viento; antes de la década de 1740, los compositores solían apoyar el recitativo acompañado sólo con cuerdas y continuo, y Terradellas fue uno de los primeros en popularizar el uso de instrumentos de viento en este contexto. La ferocidad de expresión, causada principalmente por el vigoroso acompañamiento orquestal, marca muchas de sus arias en tiempo rápido. Sus arias se distinguen generalmente por sus fuertes contrastes, creados mediante cambios de color y textura, de tonalidad (de mayor a menor y viceversa), de compás y de velocidad. Tales características se encuentran entre los elementos avanzados de la música de Terradellas. El aria italiana de su época se estaba convirtiendo gradualmente en una pieza abigarrada, caracterizada por la variedad más que por la uniformidad de textura y estilo, y Terradellas contribuyó al curso de este desarrollo».
Como es habitual en estos casos, cualquier información relevante acerca de la obra es absolutamente obviada por el Teatro Real, que debería hacerse mirar lo de sus programas de mano para estas ocasiones –un modelo similar a lo que hace el CNDM sería mucho más satisfactorio–, pero gracias a las notas al programa del concierto en la Staatsoper Unter den Linden de Berlín, el 25 de febrero, es posible anotar aquí algunos comentarios de interés sobre Terradellas y su ópera, en palabras de Felix Dieterle: «Una ópera del siglo XVIII puede imaginarse como un espléndido vestido rococó bordado en oro, con un corsé muy ceñido y una amplia falda de aro que deja muy poca libertad de movimiento. Merope, de Domènech Terradellas y Apostolo Zeno, es también una hija de su tiempo vestida con un atuendo así. Su complicada trama mitológica, con sus confusas intrigas, puede causar dolores de cabeza. Separadas de su función histórica de representación y demostración del poder político, convenciones operísticas como la estricta secuencia de recitativos y arias, el carácter a veces fuertemente retórico de la música, la naturaleza estereotipada de los personajes y la tendencia a formas alegóricas de expresión pueden parecernos hoy extrañas y artificiales. Al mismo tiempo, la ‘música sin rodeos’ de Merope, excéntrica, casi acrobática, pero también emotiva, puede inspirar, por lo que hay intriga a raudales, luto, llanto, odio y amor en el camino hacia el final feliz. Cuando Terradellas puso música al libreto de Merope de Apostolo Zeno (1668-1750) en 1742, la historia mitológica de Merope ya era uno de los temas más populares en la literatura, las artes plásticas y en el escenario del teatro y la ópera. El compositor pudo leer en el Argomento del libreto impreso que la historia de la reina Merope y de su hijo Epitide, al que se creía muerto, no era sólo una moda contemporánea (el libreto de Zeno fue musicalizado unas cincuenta veces en el siglo XVIII), sino que tenía una ‘vida pasada’ de siglos».
«Además del contenido y el carácter de la obra, Zeno también explica detalladamente qué fuentes textuales históricas de la antigüedad griega y romana (Eurípides, Hyginus, Aristóteles, Plutarco y Apolodoro) utilizó como modelo para su versión escénica. La influencia de Aristóteles es claramente perceptible: la trama se limita a un lugar (Mesenia), un hilo narrativo principal (el regreso de Epitides) y puede contarse en escena en un marco temporal relativamente realista. Sin duda, Terradellas no se familiarizó por primera vez con la historia de Merope leyendo el libreto. Aunque no está demostrado, tampoco es descabellado que presenciara en Venecia y Roma representaciones de obras anteriores de Geminiano Giacomelli, Antonio Vivaldi, Niccolò Jommelli o Giuseppe Scarlatti. Sin embargo, no todos sus colegas tuvieron que enfrentarse a la práctica especial de los castrati en los teatros romanos, donde el conjunto vocal sólo podía estar formado por hombres, castrati y tenores, hasta finales del siglo XVIII debido a ‘preocupaciones morales’ de la iglesia. Los castrati no sólo inspiraban al público por su androginia (voz aguda y cuerpo masculino) y el juego con los roles de género (cantantes en papeles femeninos), sino también por sus voluminosas voces, su sofisticada técnica de canto y su virtuosa ornamentación. […] El cruce de sexos en el escenario también ejerce una fascinación en la dirección opuesta (aunque sin intervenciones médicas éticamente cuestionables): en la representación actual, las cantantes femeninas se meten en papeles con pantalones como el príncipe Epitide y el embajador Licisco».
Retrato de Domingo Terradellas [1885], por Beniamino Parlagreco [Museo Storico Musicale del Conservatorio de San Pietro a Maiella, Napoli].
Así, aclara Michael F. Robinson, «la diferencia en sus capacidades se revela en el tratamiento que Terradellas dio a cada parte. Merope y Polifontes son los dos únicos personajes con recitativos acompañados. Merope y Epitide tienen las arias técnicamente más difíciles y con la música más turbulenta. Muchas de las arias en estilos más ligeros, normalmente para los otros personajes, tienen melodías cadenciosas del tipo que se encuentra en muchas óperas napolitanas de la época. Los acompañamientos de las arias suelen tener partes de cuerda superior y grave muy nutridas. En algunas arias y en los recitativos acompañados, el viento se utiliza con moderación, aunque de forma eficaz».
Continúa Dieterle: «Como es habitual en una ópera seria, Merope también se compone en gran parte de arias da capo. Las convenciones de este género operístico incluyen no sólo un número fijo de arias para la prima donna (Merope) y el primo uomo (Epitide), sino también la posición dramatúrgicamente elegida de las arias de entrada (primera aria de un personaje). Mientras que Epitide se presenta al principio de la ópera con una marcha triunfal dirigida por trompas y trompetas, seguida de un aria de bravura musicalmente (estereotipada) fiel al tipo de héroe radiante, la heroína del título, Merope, sólo aparece unas escenas más tarde con su aria ‘Dove si vide mai di me più sventurata’. Merope está desesperada y furiosa al mismo tiempo. Cree que su hijo Epitide ha muerto y teme tener que casarse con el usurpador Polifonte. Este caos emocional caracteriza también el diseño musical de esta aria cargada de emoción y energía: repeticiones de notas que avanzan hacia adelante combinadas con la figura retórica del lamento (secuencia cromáticamente descendente de notas que simbolizan el lamento y el dolor) en la base del bajo; interminables cadenas ondulantes de suspiros que representan la falta de aliento, atrevidas rupturas de acordes y saltos en la parte vocal. Como un ‘barco en apuros’ (los elementos musicales recuerdan mucho al ‘vocabulario’ de las arias de tormenta, que describen las emociones humanas como una fuerza de la naturaleza), Merope oscila entre el dolor y la cólera, la impotencia y la resistencia, el dejarse llevar y el impulso de vengarse. Terradellas y Zeno diseñan a Merope como una figura psicológicamente compleja que es consciente de sus propias identidades, como deja claro en el recitativo que precede al aria: ‘Soy madre, soy mujer y soy reina’. Como representante del llamado stile galante, Terradellas hace especial hincapié en la melodía y la calidad cantabile de su música, pero también sabe utilizar con gran efecto la coloratura vertiginosa. Además de las virtuosas arias de venganza, la imitación musical del canto de los pájaros es una de las especialidades del compositor».
Tampoco se aclara en el programa del Teatro Real quien se encarga de la edición utilizada, pero de nuevo Dieterle lo explica, pues, aunque se ha estudiado la primera edición publicada, allá por 1951, a cargo del compositor catalán Roberto Gerhard, para esta nueva versión Corti y Akamus han creado una nueva edición basada fundamentalmente en las fuentes conservadas de la ópera. Un trabajo sin duda necesario y realizado por especialistas que a buen seguro ha mostrado nuevas características de la música que no estaban tan presentes en aquella edición de mediados del siglo pasado. Corti sigue mostrando su enorme vuelo dramático y su capacidad para erigirse como un maestro al cembalo en plenitud, aunque no parece que haya resuelto infundir en una orquesta como la Akamus sus habituales planteamientos adquiridos ya como propios en otras agrupaciones, especialmente Il Pomo d’Oro. Akamus es una orquesta con una tradición muy marcada en su manera de tocar, y aunque se trata de un conjunto con un sonido exquisitamente esculpido a lo largo de décadas, no destaca quizá por su plena ductilidad y su adaptación al estilo italiano más galante no alcanza quizá las cotas de excelencia que sí alcanzan en otros repertorios. Aun así, ambos lograron firmar una versión de poderoso dramatismo, muy cuidada en detalles y que respetó de forma algo más fiel de lo que es habitual en estos casos la duración total del drama: prácticamente tres horas de música en las que, incluso así, se cercenaron varios recitativos y algunas arias, pero su mantuvieron en la mayoría de los casos indemnes los extraordinarios da capo.
Más allá de la muy notable desenvoltura de orquesta y de la excepcional dirección, como es habitual en estos casos, buena parte del éxito o no de la velada corresponde a una adecuada selección de las voces que la protagonizan, y esta se debe a diversos factores, como sabemos no únicamente fundamentados en aspectos artísticos. En general, puede decirse que la elección, aunque arriesgada en algunos puntos, resultó bastante exitosa, comenzando por la soprano italiana Francesca Pia Vitale, una de esas voces en absoluto especialistas en canto histórico –más bien todo lo contrario, pues su tiempo se reparte en el repertorio operístico más tradicional–, pero que saben adaptarse con inteligencia a las exigencias del repertorio, contando con un gran material de base para poder construir su rol. Fue, a todas las luces, la triunfadora de la velada y también la solista más comprometida con el drama, luciendo a niveles canoros excepcionales en muchos momentos y alcanzando una muy lograda presencia escénica, tomando la partitura como apoyo –se tenía bien aprendido su rol–, lo que le permitió explotar gestualidad y lucir mucho más segura y convincente que su partenaire en el otro rol protagonista, por ejemplo, a la que dio una buena lección de profesionalidad en ese sentido.
Me van a permitir –y lo lamento– que no pueda referirme de forma concreta a los títulos de las diferentes arias, pero al no existir indicación de las mismas en los diversos programas –ni Madrid, ni Barcelona, ni Viena, ni Berlín–, ni tampoco una grabación de la obra, no me ha sido posible acceder a ellos. Soprano de ligera, pero nítida y corpórea –no tanto redonda– emisión en el agudo, sólida en una zona central que en algunos momentos llegó más hueca, con poca presencia sobre el acompañamiento orquestal, poderosa en proyección y sugerente en timbre, plasmó toda su capacidad en la coloratura de las diversas arias de bravura que exige su papel, con un trabajo de dicción bien trabado, una natural pronunciación de su italiano natal y un cuidado trabajo prosódico también en los recitativos. Estuvo, por lo demás, siempre muy atinada en la afinación. En la segunda de sus arias –de una imaginativa y muy destacada escritura orquestal, con trompetas y trompas, además de violas solistas en el inicio, que no acabaron de encajar a la perfección y que incluso llegaron bastante desajustadas en la entrada del da capo–, hizo valer su recorrido en la coloratura, con articulaciones muy bien definida, aunque faltas de cierto enfoque rítmico, y una gestión del fiato excelente, con un agudo de mayor redondez aquí. Destacada aria por su contraste en una sección central mucho más lírica y expresiva, acompañada de los excelentes traversos barrocos de Laure Mourot y Emiko Matsuda, Vitale mostró su amplitud de registro, por más que en la zona grave no logró excesiva presencia ni brillo, lo que compensó con un agudo de imponente presencia y bellas coloraciones. Su tercera aria le sirvió para mostrar otro carácter, más grácil y menos evidente en su virtuosismo, con un agudo marmóreo y refulgente, muy implicada a nivel expresivo y ejecutando los trinos –junto al dúo de traversos– con impoluta factura. Estuvo acompañada de una orquesta que mostró aquí su flexibilidad de sonido. Su última aria, todavía más expresiva, es un lamento poderoso y subyugante muy bien implementado en voz y carácter dramático, con grandes dosis de belleza y musicalidad en la voz solista, destacando especialmente en la elaboración de un prominente da capo.
El rol protagonista recayó en la voz de la experimentada soprano húngara Emőke Baráth. Aunque no sólo, dedica mucho más tiempo y esfuerzo al repertorio barroco –el que la dio a conocer, por otro lado–, y se encuentra cómoda en él, pero quizá no lució como en otras ocasiones, en buena medida por su escasamente adaptativo concurso dramático. Posee muchas cualidades canoras, no cabe duda, pues la voz fluyó con poderío en la zona media y en un agudo redondo, con peso y brillo, con amplio recorrido y un adecuado control de la respiración, defendiendo las ornamentaciones de los da capo con vehemencia y solvencia técnica, aunque ni la dicción ni su compromiso expresivo destacaron en esta ocasión. Firmó una correcta actuación, muy cumplidora –extraordinaria por momentos– musicalmente, pero sin apenas visos dramáticos. Destacó sobremanera en los monumentales recitativos accompagnati compuestos por Terradellas para su rol, momentos álgidos de la velada, defendidos con fina mano por una sección de cuerda que, junto al bajo continuo, fue el pilar fundamental sobre el que se sustentó el acompañamiento orquestal. Más comprometida aquí en expresividad, manejó el texto con intención, y en su tercera aria se mostró el adecuado entendimiento entre solista y orquesta, con una concertación bien ajustada, haciendo gala de una emisión vocal con poderosa presencia y fuste, elaborando el discurso notablemente contrastante del aria con inteligencia. Tuvo oportunidad de ofrecer otros matices en su cuarta aria, más pausada y dulce, adaptándose con naturalidad al fraseo legato, mostrándose sutil arriba y cálida en una muy bien focalizada emisión. Sólo en los momentos más álgidos de la línea, el agudo llegó levemente abierto y con menor brillo. Si se evidenció aquí cierta falta de concordancia entre el poderoso vigor proporcionado por la orquesta y el no tan marcado en la voz de la soprano húngara. Que le faltó liberarse del atril quedó muy claro en la quinta de sus arias, cantada con solvencia técnica, pero muy falta de vuelo dramático. La sexta y última de las arias –precedida de otro recitativo accompagnato absolutamente vibrante–, con impoluta presencia en traversos y trompas, careció de dicha implicación expresiva, con un agudo algo más tenso y falto de una mayor sutileza, en una despedida de su rol quizá no todo lo lúcida que cabría esperar.
La tercera de las sopranos en liza fue la surcoreana Sunhae Im, bien conocida por los más avezados seguidores del canto histórico, pues lleva muchos años protagonizando óperas, oratorios y recitales, tanto en el escenario como en numerosas grabaciones. Es una soprano de exuberante ligereza, tanto es así que por momentos el agudo se vuelve, si bien no estridente, sí un tanto punzante y no especialmente refinado, aunque de emisión firme y límpida. Protagonizó un total de tres arias en su defensa del rol de Argia, enamorada de Epitide. Elaboró un interesante trabajo textual, tanto en dicción como en su pronunciación del italiano, aunque tendió a cierta de falta de sutileza en la ejecución de los intervalos de marcada amplitud hacia el agudo, abusando además del recurso del portamento. La ligereza ha de conllevar, especialmente en algunos papeles, una amabilidad que no se plasmó aquí en plenitud. En la segunda de sus arias exhibió unas agilidades bien colocadas y articuladas, un aria que destacó por un acompañamiento extraordinariamente compacto con oboes y trompas liderando la orquesta. El aria se cerró con un da capo bastante libre y profuso en ornamentaciones. Su última aparición –un aria que recordó poderosamente a uno de los movimientos del Stabat Mater de Giovanni Battista Pergolesi– llegó más relajada en registro, y por ende con un timbre algo más amable, mostrando otro carácter a nivel dramático, de considerable interés, resultando verosímil sin tener que forzar. No obstante, el da capo llegó un tanto más exuberante, recordando a la Im de arias precedentes.
La última voz femenina del elenco fue la contralto italiana Margherita Maria Sala, violinista y directora coral de formación, que ha desarrollado una intensa labora solista desde que se alzara en 2020 con el primer premio en la prestigiosa International Singing Competiton for Baroque Opera «Pietro Antonio Cesti» –premio que en 2011 ganara la propia Emőke Baráth–. Encarnó a Licisco, personaje secundario que apenas cantó un par de arias. Destacó la primera de ellas por el discurso melódico tan marcadamente particular de la cuerda, con poderosos cromatismos, mostrando ella una poderosa presencia en la zona media, con un registro medio-grave substancioso en flujo, de firme expresión, además de unas incursiones al agudo de precioso color, mostrando mucha homogeneidad tímbrica en sus diversas zonas. Cuidada pronunciación y límpida dicción, aunque no siempre la voz tuvo el recorrido suficiente para alzarse sobre el acompañamiento orquestal, en un problema de balance notorio. El agudo no fluyó excesivamente en la segunda de las arias, acompañada aquí por una pareja de oboes barrocos, como son Xenia Löffler y Michael Bosch, que marcan mucho la diferencia frente a otros de sus colegas en agrupaciones similares. Grave con peso en la voz, de atrayente presencia y bonito color, únicamente faltó un poco de proyección y algo más de limpieza en la emisión para firmar un rotundo papel.
De entre los tres cantantes masculinos, destacó de forma especial el contratenor francés Paul-Antoine Bénos-Djian, cuyo personaje [Trasimede], aun secundario, plantea más enjundia de lo que puede parecer en un inicio. Suyos fueron algunos de los mejores momentos de verosimilitud dramática, y sin duda realizó el mejor trabajo en los recitativos de todos los solistas, con un exquisito trato de la prosodia y un inteligente manejo de la voz para aportar la expresividad y el color adecuados. Que nadie espere en él la típica e ilusoria voz de los contratenores de años ha, prístinas, angelicales y totalmente femeninas; no, este es un contratenor de otra escuela, más carnoso, con un agudo cálido, aunque pierde en él algo de presencia, zona central sólida y redonda, emisión bastante «testosterónica» y un grave de cierto recorrido, no especialmente corpóreo, pero suficientemente timbrado para mantener la tensión. De poderosa proyección –otra característica poco habitual en muchos de los colegas de su cuerda–, su grave en la zona de pecho resulta natural, pero pierde algo de homogeneidad en el pasaje al registro de cabeza. Se mostró muy dúctil en los diversos caracteres de sus tres arias, moviéndose con comodidad en arias más calmadas y de escritura más delicada, pero implementa con naturalidad los pasajes y arias más virtuosas, en las que maneja unas agilidades vigorosas y bien articuladas. Si bien obscureció en exceso en algunos pasajes, con su excelente dicción, fluida pronunciación del italiano y un gran control del tempo y las agilidades en los da capo, firmó un papel de poderosa determinación, sin duda entre lo más destacado de la velada, digno de un cantante muy trabajador, sin excesivo interés de protagonismo, de los que ayuda a construir un buen elenco en producciones de esta índole.
No puede decirse lo mismo de las dos voces masculinas restantes, lo menos interesante del elenco, aunque no en la misma medida. Más relevante sin duda el tenor italiano Valerio Contaldo que su comprimario Thomas Hobbs. El primero, un tenor lírico bregado al abrigo de algunas destacadas agrupaciones historicistas del panorama, es un excelente cantante del primer Seicento e incluso de un Barroco tardío más estandarizado, sin duda un convincente operista, al que sin embargo esta escritura le pilló quizá demasiado tardía en estilo. Encarnó a Polifonte, el malo del drama, y esa fue sin duda la faceta más destacada de su intervención, pues articuló un rol dramáticamente convincente, preciso y con momentos muy poderosos, más en su elaboración de unos excelentes recitativos que en unas arias quizá demasiado galantes para lo que le va bien a su voz. Muy implicado en el rol, aunque algo falto de sutileza, la voz llegó con recorrido en un agudo de bastante fulgor –a veces en demasía–, con excesiva carga en la zona media-grave, en un excelente trabajo de dicción, elaborando un da capo sin excesos en la primera de sus cuatro arias. No se contagió de la especial finura de la orquesta en la segunda de las arias –qué labor impecable a la tiorba de Michael Freimuth, como a lo largo de toda la velada, tanto en recitativos como en arias, acompañado de un clave laboriosamente desarrollado–, mientras que en las dos últimas brilló con algo más de solvencia, especialmente en la penúltima de las arias, de escritura marcial y en la que se desenvolvió con soltura en las agilidades. Muy adaptativo en carácter y sonido en su última intervención, destacó especialmente el trabajo de concertación en los pasajes homofónicos tan pulcramente sincronizados junto a la orquesta.
Poco cabe destacar del tenor británico Thomas Hobbs, un buen cantante, pero en absoluto un operista, sino un solista más acorde en otro tipo de géneros, como oratorio y cantata. Estuvo incómodo y fuera de estilo en todo momento, con un registro bastante grave, además, que le impidió lucir algunas de sus características más destacadas en la única aria que protagonizó. Su Anassandro pecó de falta de empaque y presencia vocal, con un agudo más sólido que apenas pudo exhibir en momentos puntuales, además de una muy mejorable pronunciación del italiano, y sin duda estuvo endeble a nivel expresivo. El carácter más refinado en la sección B de su aria le ayudó para poder mostrar levemente algunas de sus cualidades –timbre agradable y una musicalidad notable–, acompañado de nuevo por unos exquisitos traversos barrocos. Estuvo solvente en el da capo, pero sin alardes, firmando una muy discreta actuación.
Sin duda, la vigorosa, ampliamente dramática, contrastante e inteligente visión del italiano Francesco Corti logró extraer muchas de las esencias de una música ya de por sí bastante imaginativa y con una paleta orquestal realmente sorprendente. Sigue creciendo a pasos agigantados como director, moviéndose muy cómodo en terreno operístico y al frente ya de muy diversas agrupaciones. Su gesto se va perfeccionando y a la vez su catálogo se amplía, es más certero y atiende a los detalles con mayor efectividad; todo ello mientras su excepcional y poco común sentido dramático se mantiene intacto. No es sólo que quepa augurarle un futuro prometedor, es que su presente ya lo es, y como ya dije en alguna ocasión hace tiempo, es a buen seguro una de las figuras que liderarán el panorama mundial del historicismo en las próximas décadas. Comandó desde el clave a una Akamus impecable en muchos momentos, con una cuerda [4/4/2/2/2] exquisitamente capitaneada por la mano de Georg Kallweit, que ayudó en muchos momentos al coliderazgo de la orquesta junto a Corti. Correctos en las violas barrocas –con más presencia de lo habitual– Clemens-Maria Nuszbaumer y Monika Grimm, de terso y cuidado sonido, aunque tuvieron algunos problemas en su aria solista. Impecable labor de los vientos, especialmente de los ya mencionados oboes y traversos barrocos, pero también de unos metales en general certeros y de prestancia: trompas barrocas a cargo de Jana Švadlenková y Miroslav Rovenský, exquisitamente integradas en el balance y sonido orquestal, y trompetas de Ute Hartwich y Sebastian Kuhn, de una presencia más exuberante. El trabajo de años con una plantilla estable se hace notar, y mucho, en el sonido de Akamus, muy compacto, ágil y adaptable a las diferentes circunstancias planteadas en la partitura. Como dije, si bien no especialmente habituados a este lenguaje galante, firmaron una muy sólida y cuidada versión orquestal en la que destacó ampliamente una sección de continuo perpspicazmente gestionada en presencia y diversidad tímbrica. Destacó la labor de Luise Buchberger en el violonchelo barroco –acompañada en el tutti por Antje Geusen–, así como la ya citada tiorba. Correcto, pero sin una marcada presencia, el fagot barroco de Claudius Kamp. No es posible obviar aquí la descomunal labor desarrollada por el veterano Raphael Alpermann junto a Corti en los claves, tan densamente elaborados, flexibles, imaginativos, pero sobrios cuando convenía, y omnipresentes a lo largo del drama. Una labor tan profusa, exigente y fundamental que a veces se nos escapa, por obvia, la cual obligatoriamente hay que alabar aquí.
Lamentablemente, y como suelen ser estas «cosas», el [breve] furor por la música de Terradellas pasará, y vayan ustedes a saber hasta cuando no volveremos a escuchar su música, bien sea en directo o bien grabada. Lo que sí ha quedado claro con esta velada es que se trata de un compositor de altos vuelos en muchos sentidos –su impresionante sucesión de recitativos de una monumental intensidad narrativa y dramática en el segundo acto es un claro ejemplo de ello–, que sin duda merece mucha atención de la que ha tenido. Ojalá no pase de moda…
Fotografías: Javier del Real/Teatro Real.
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