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Crítica: «L'Orfeo» de Monteverdi, en la versión de Sasha Waltz y Leonardo García Alarcón, recala en el Teatro Real

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Autor: Mario Guada
29 de noviembre de 2022

El coliseo madrileño regresa a Claudio Monteverdi, con su primera gran obra dramática, en una producción con muchas sombras en lo vocal y cuya visión escénica y coreográfica, de corte minimalista, triunfó sobre el resto de apartados artísticos

Monteverdi, el imposible

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 21-XI-2022, Teatro Real. L’Orfeo, de Claudio Monteverdi. Julie Roset [La Música/Eurídice], Georg Nigl [Orfeo], Charlotte Hellekant [La Mensajera/La Esperanza], Alex Rosen [Caronte], Luciana Mancini [Proserpina], Konstantin Wolff [Plutón], Julián Millán [Apolo/Eco/Pastor 4], Cécile Kempenaers [Ninfa/Pastor 1], Leandro Marziotte [Pastor 2/Espíritu], Hans Wijers Pastor 5/Espíritu], Florien Feth [Pastor 3/Espíritu] • Vocalconsort Berlin • Freiburger Barockorchester. Dirección de escena y coreografía: Sasha Waltz. Dirección musical: Leonardo García Alarcón.

Gracias a L’Orfeo, Monteverdi pudo experimentar por primera vez, en el ámbito monódico y con mayor comodidad y radicalismo, esa tendencia hacia una escritura persuasivamente elocuente que ya había dado como resultado los madrigales del Quarto y Quinto libros. De ellos tomaba, adaptándolos al género de canto a voz sola, los rasgos más característicos del estilo patético y la tendencia a estructurar la composición según unas líneas de desarrollo no recalcadas de forma extrema y mecánica en el aspecto más externo de la forma poética. La razón última tanto de este como de cualquier otro elemento puesto en juego es su eficacia dramática en ese punto de la historia: del vocalismo a la instrumentación, de la articulación escénica a los diferentes estilos adoptados, todo deja entrever una extensión expresiva muy sensible y muy notable por haber sido realizada en un género de música teatral al que Monteverdi no se había enfrentado antes.

Paolo Fabri: Monteverdi [1985].

   El 24 de febrero de 1607, en las dependencias del Palacio Ducal de Mantova, se estrenaba L’Orfeo, favola in musica [Venezia, Ricciardo Amandino, 1609] de Claudio Monteverdi (1567-1643), considerada de manera bastante unánime como la primera ópera plenamente desarrollada de la historia. La aseveración de que es la primera ópera es, a estas alturas, un error de bulto, aunque admitido, pues, como es sabido, no es estrictamente la primera composición del recién nacido género operístico, pero sí es bien cierto que L’Orfeo consigue por vez primera una unión entre drama y música tan plenamente elaborada, imbricádolos de manera tan estrecha, que para muchos no ha sido superada incluso superados los cuatrocientos años de su creación. El texto, basado en el célebre mito de Orfeo, fue escrito por Alessandro Striggio [hijo], y es de una belleza, vigencia y calidad realmente apabullantes. Monteverdi parece enarbolar la bandera de la Camerata Fiorentina y del Grupo de Corsi en el establecimiento de un drama musical completo que reviva el supuesto drama griego –con todo lo falso de aquello, a su vez–. Y desde luego, la elección de Orfeo como protagonista no es baladí, especialmente si tenemos en cuenta que ya en 1600 se pone en pie L’Euridice de Jacopo Peri y Giulio Caccini, sobre textos de Rinuccini –que a pesar de estar ya completamente cantada, no logra el desarrollo dramático ni expresivo de la unión Strigio/Monteverdi, ni por su puesto la genialidad de la creación musical «monteverdiana»–.

   Il divino Claudio, o en realidad la Accademia degli Invaghiti –Monteverdi es solo el vehículo para que circule el genio, como suele decirse– parece querer elevar los intentos previos de drama a su máximo apogeo, y a fe que lo consigue. A pesar de que hoy, pasados más de cuatro siglos de su estreno, la obra es vista con veneración, en aquel momento nació como un objeto de consumo efímero –como destaca el musicólogo y clavecinista Stefano Aresi–, que, aunque por su éxito fue retomada en diversas veladas, no pasó de ser un evento musical abocado a desparecer y en realidad con menor importancia en su momento de la que tiene a los ojos del devenir musical actual. El giro fundamental en relación al intermedi –el género escénico más en boga en aquel momento– viene precisamente de la importancia suprema de la música y su unión con el texto –que será siempre quien domine, por otro lado–, dado que en los intermedios la música era simplemente un elemento más. Así, como de nuevo señala Aresi, lo que probablemente impactó sobremanera a los espectadores aquel 24 de febrero de 1607 fue la posibilidad de presenciar una acción dramática puesta en música de forma completa, pues esto rompía con los moldes de la tradición teatral anterior. La utilización de la alegoría de la música justo en el prólogo, como primer personaje en escena, que dicta además la senda estética a la que el espectador debe atenerse a partir de ese momento, es sin duda un gesto de genialidad. Defiende Aresi la interesante idea de que L’Orfeo no es en realidad un acto de tentativa por resucitar el drama griego, ni siquiera un evento de suma importancia en lo relativo al uso de la monodia acompañada –la cual, dice, era en la época de Monteverdi mucho más conocida de lo que se tiende a creer, pues servía de importante fuente acerca de principios y criterios de prácticas musicales que se remontaban hasta el siglo XIV–, sino «sencillamente» una muestra realmente innovadora de una representación autónoma con música del inicio al fin.

   Stefano Russomanno –otro buen conocedor de la obra de Monteverdi– destaca en la obra la versatilidad del recitativo –que en el Barroco tardío se simplificó en exceso, siendo en el Barroco temprano mucho más complejo–, que es capaz de adaptarse cual guante a las necesidades expresivas que en cada momento requieren el texto y el drama. Los pasajes puramente instrumentales, bien sean fanfarrias o esos maravillosos ritornelli, son un dechado de agilidad escénica y de representación musical, que por lo demás, despliega en la ópera un catálogo instrumental absolutamente memorable. Junto a la tavola de personajes que protagonizan la ópera, Monteverdi y su impresor despliegan la lista de instrumentos que deben participar en ella, con un detalle que realmente supone un caso excepcional hasta este momento: duoi gravicembani, duoio contrabassi de viola, dieci viole de brazzo, un arpa doppia, duoi violini piccoli alla francese, duoi chitarroni, doui organi di legno, tre bassi da gamba, quattro tromboni, un regale, duoi cornetti, un flautino alla vigesimaseconda, un clarino con tre trombe sordine, a los que añade «dos violines normales de brazo» y «ceteroni». Y no solo eso, sino que en esa edición de 1609 se dan ya apuntes minuciosos de qué instrumentos deben interpretar según qué pasajes. Sea como fuere, la genialidad de Monteverdi para poner la música al servicio del texto sigue maravillando a propios y extraños en pleno 2017, al igual que lo hizo en 1607, cuando Cherubino Ferrari escribe lo siguiente en una misiva a Vinceno Gonzaga: «[…] La música, del mismo modo, estando en su decoro, sirve tan bien a la poesía, que no se puede juzgar mejor».

   Regresaban Sasha Waltz y su compañía a las tablas del Teatro Real tras ofrecer, en 2019, un Dido & Æneas de Purcell con escaso impacto para el que firma, y lo hacían con el que está considerado como el primer gran drama escénico de la historia, firmado por Il divino Claudio. Qué bien lo hizo el cremonés, pues pasados generosamente los cuatro siglos de existencia, su presencia e interés en intérpretes y público sigue tan absolutamente vigente. Y qué difícil senda la que planteó, que apenas uno logra encontrar una o dos versiones plenamente satisfactorias de entre las cientos que han existen –cabe acordarse de la maravillosa propuesta en directo llevada a cabo por Les Arts Florisants en los Teatros del Canal, allá por 2017–. Lo que Waltz propone no está exento de cierto hipnotismo, un planteamiento de ópera coreográfica que le hace sentirse a uno incapaz de poder abordar una crítica global, dado que contiene una parte de danza muy sustanciosa que no puedo valorar con conocimiento. Sea como fuere, el minimalismo planteado para la escena, con una escenografía a cargo de Alexander Schwarz muy útil y normalmente efectiva, al menos con una concordancia con la historia suficientemente razonable como para no resultar ajena, no enturbió el planteamiento musical, quizá no tanto como si pudo hacerlo el corográfico en varios momentos. En ópera, como en cualquier otra propuesta escénica, el tener demasiados focos de atención consigue precisamente el efecto contrario, de tal forma que en varios momentos no se logra centrar la atención en lo que importa, sencillamente porque es difícil gestionar los niveles de relevancia de lo que se propone. Los dos mundos protagonistas del drama –el de los vivos y el inframundo– son definidos por detalles muy efectivos, destacando el diseño de vídeo de Tapio Snellman, que con escenas casi estáticas y en tonalidades plúmbeas logra un impacto visual poderoso, que juega de forma muy inteligente con la realidad de los personajes, que se internan muy bien en la imagen, a veces casi hasta difuminar qué es y no real –el aprovechamiento del espacio, tomando buena parte del escenario muchos metros hacia bastidores, logró aportar una enorme profundidad escénica–. A esto ayudó en buena medida una bastante sutil, pero muy lograda iluminación a cargo de Martin Hauk, especialmente impactante en los actos III y IV. Por su parte, el diseño de vestuario de Bernd Skodzig, de notable simplicidad, aunque no por ello falto de elegancia, tiene un gran poder de concreción, tanto en sendos mundos como en la definición de los personajes. Especialmente envolvente en lo visual resulta el acto I del drama, con aparentes referencias al universo de los prerrafaelitas. Por último, los elementos de atrezzo se limitan a unas pocas referencias a la naturaleza y fertilidad [flores], elementos conocidos de antiguas danzas festivas griegas [pañuelos] y algunos elementos básicos para personajes concretos [una vara como remo para Caronte].

   El problema de la ópera barroca en el coliseo madrileño sigue siendo, me temo, el concurso de las voces. Al hacer habitual de los teatros de ópera actuales –el mundo de las agencias sigue «manejando el cotarro», si se me permite la expresión, con total libertad–, hay que sumarle que el Real es, como quien dice, bastante inexperto aún en estas lides del panorama historicista. Sigo defendiendo que el rol de Orfeo es uno de los más complejos y delicados a nivel de registro y vocalidad en la historia de la ópera, lo que hace que encontrar un cantante ideal para el mismo sea poco menos que una tera imposible. No fue, a todas luces, el austríaco Georg Nigl una elección brillante, y eso que este espectáculo tiene su origen básicamente en él, como comenta la propia Waltz en una entrevista de Ilka Seifert reproducida en el programa de mano: «Me encanta la música de Claudio Monteverdi. Hacía mucho tiempo que quería trabajar con ella. Además, buscaba una pieza con la que pudiera seguir trabajando con Georg Nigl. […] Es por Georg. Si no, posiblemente habría elegido otra obra de Monteverdi». Aunque se ha tenido la inteligencia de escoger un barítono, con cierta agilidad y redondez para el agudo –los intentos con tenores con un registro grave sólido no acaban de convencer–, lo cierto es que Nigl no planteó un Orfeo ni sugerente tímbricamente, ni convincente desde el aspecto canoro ni tampoco actoral, con una presencia muy poco creíble y bastante plana expresivamente. No fueron pocos los momentos en los que tendió a un cierto engolamiento y tensión, un fraseo poco natural, incluso planteando pasajes de una rudeza impropia de una línea de canto repleta de sutilezas. No brilló ni en «Vi ricorda, o boschi ombrosi», con unas articulaciones bastante desconcertantes y un agudo tan toscó como innecesariamente acentuado, ni especialmente en el gran momento de todo su papel, el monólogo «Possente spirto» del acto III; un dechado de dramatismo y de necesario dominio tanto del arte del recitar cantando como de la sprezzatura, los cuales Nigl no mostró en ningún momento. Eso sí, es de justicia recalcar su delicado uso del registro de cabeza en los refinados pasos al complicado registro agudo. Tampoco fluyó con la organicidad deseada en sus apariciones finales en el acto V, aunque algo mejor el dúo con Apolo [«Perch’a lo sdegno» y «Saliam cantando al cielo»], representada aquí por un muy digno representante español, el barítono Julián Millán, de bello timbre, poderosa presencia, canto calmado de proyección generosa y sonoridad cobriza, una de las pocas sorpresas positivas de la noche. Incluso como eco de Orfeo en el acto V resultó más afinado, solvente y refinado que el protagonista.

   Continuando con lo más notable, la participación tanto de la joven soprano francesa Julie Roset como de la mezzosoprano sueco-chilena Luciana Mancini. La primera, única cantante que aparece en la reciente versión discográfica llevada a cabo por el director musical de esta producción –lo cual resulta muy significativo–, acometió el doble rol de La Musica –papel que abre la ópera en el prólogo– y Euridice, haciendo gala de una vocalidad algo limitada en proyección, con tintes blancuzcos, aunque no exentos de calidez, que se asienta muy bien en la monodía «monteverdiana». Si bien su timbre resulta algo anónimo, presentó un vibrato seleccionado con inteligencia y una dicción muy correcta, resultando loable su labor como Euricide [«Ahi, vista troppo dolce e troppo amara»], a pesar de ser obligada a cantar en posturas incómodas para la emisión, así como en el célebre «Dal mio permesso amato» con que se inaugura el drama tras la Toccata inicial. La segunda, probablemente la más acostumbrada de todas las voces solistas a este repertorio temprano, lució notablemente en una Proserpina casi corpórea, convincente, sin excesos, con un timbre que tiende a obscurecerse en ciertos momentos, pero que no pierde entidad.

   No se puede decir lo mismo de su compañero de acto, el bajo-barítono alemán Konstantin Wolff, que no tuvo su mejor noche, de voz forzada, excesivamente rudo, muy desconectado del rol, obligado también a cantar en posiciones muy poco naturales, incluso a aguantar el peso físico de su compañera. La otra voz grave de la noche, el bajo estadounidense Alex Rosen, dio vida a un Caronte más notable en lo vocal y verosímil en lo escénico, con un registro grave bastante consistente, aunque algo falto de naturalidad –la falta de un regal auténtico, indicado por Monteverdi para acompañar a este personaje, tampoco ayudó (se utilizó un órgano positivo con ese registro, pero insuficiente)–. Muy engolado el tenor alemán Florian Feth, que encarnó papeles de gran presencia en el drama [Pastor 3 y Espíritu], aunque con un agudo brillante y de cierta presencia en escena. Si bien los números de conjunto no lucieron de forma general, sus dúos y tríos junto al contratenor uruguayo Leandro Marziotte y el barítono holandés Hans Wijers, ambos tan discretos vocalmente como lo son sus roles. Absolutamente lamentable resultó el concurso de la soprano sueca Charlotte Hellekant, incómoda, sobreactuada, descontrolada en el uso del vibrato, tensa en el agudo y con un timbre poco agradable. Tanto La Messaggiera, especialmente, como La Speranza que encarnó fueron momentos de desconcierto y mucha inestabilidad.

   Otra de las fuerzas generadoras de esta versión a cargo de Waltz fue el Vocalconsort Berlin, una de las agrupaciones vocales más destacadas de Alemania, habitual en las representaciones de la coreógrafa germana, que la concibió como una parte de la escena y no únicamente como un elemento resonante más. Conformado por doce voces –incluyendo a quienes se encargaron de los roles solistas secundarios–, cumplió con suficiencia en el papel de gran relevancia que Monteverdi plantea para el coro, aunque quizá por la colocación en escena y la acústica de la sala, su sonido no resultó de tanto empaque ni tan embriagador como en otras actuaciones al uso, sin escena. La dirección tampoco resultó especialmente atenta a su participación, al menos no tanto como merece por relevancia, y quizá fiando en exceso el resultado a la probada solvencia del conjunto. Bien equilibrado en sus líneas, los cantores se desenvolvieron notablemente en escena, deteniéndose con especial cuidado en las tan expresivas disonancias que jalonan la escritura para el coro.

   Por su parte, la Freiburger Barockorchester, sin duda una de las grandes orquestas historicistas del panorama mundial, aunque muy cumplidora, quizá no llegó a la excelencia a la que nos tiene acostumbrados. La colocación sobre la escena, divida en dos secciones, cada una de las cuales se situó en uno de los extremos del escenario, enmarcando la puesta en escena. Dicha estereofonía resultó un tanto molesta en ocasiones, aunque Leonardo García Alarcón procuró segmentar mucho la participación de cada una de las secciones –la izquierda (desde la perspectiva del espectador) con los instrumentos melódicos altos y una parte pequeña del continuo; la derecha con el grueso del poderoso y variopinto continuo, como exige el propio Monteverdi–, no siempre el sonido llegó en bloque, porque a veces dicha distancia favoreció que la orquesta no fuera tan junta como sería deseable. Tanto fue así, que él mismo dirigió –desde el clave los actos I y II, y en el órgano positivo los actos III a V– cada una de las partes de la velada situado en una de los dos extremos, convenientemente según el papel que desempeña cada sección orquestal en el drama –el continuo es casi total protagonista en el inframundo, mientras que los instrumentos melódicos lo son en el mundo terrenal–. Tampoco las intervenciones más solísticas, a cargo de violines barrocos [Petra Müllejans (concertino) y Rebecca Raimond] o flauta de pico fascinaron, ni lo hicieron de manera espectacular, aunque suficiente para cumplir su cometido los cornetti de Rodrigo Calveyra y Matthijs Lunenburg, como en el pasaje de ecos [«Possente spirto»]. Entre lo más destacado, los metales, comandados por los trombones de Miguel Tantos Sevillano, Keal Couper, Kathryn Rockett, Fabio de Cataldo y David Yacus, a los que acompañaron las trompetas de Hannes Rux-Brachtendorf y Karel Mnuk, con el añadido percusivo de Peter Kuhnsch. Todos tuvieron algunos momentos muy destacados, comenzando por la Toccata inicial, entonada en el pasillo central, con un tempo algo inestable y sin lograr un balance y afinación con la orquesta impecable, o uno de los grandes momentos instrumentales de la noche, en el acto III. Los ritornelli y las sinfonie, que siempre tienen un impacto inmenso en este drama, pasaron en esta versión algo más desapercibidos, un problema importante que cabría subsanar para posibles reposiciones de esta producción en otros teatros.

   Si resultó más efectivo, a la par que efectista, el nutrido y colorista continuo encarnado nada menos que por dos claves [Torsten Johann, Sebastian Wienand y el propio Alarcón], dos órganos [Sebastian Wienand y Alarcón], un violonchelo [Stefan Mühleisen], violone [James Munro], dos violas da gamba [Frauke Hess y Matthias Müller], un arpa italiana [Sara Águeda] y dos instrumentistas de cuerda pulsada [Edwin Santana y Johannes Gontarski]. Se tomaron algunas licencias en las disonancias e introduciendo ciertos adornos en aras de un impacto expresivo mayor –cabría preguntarse si realmente necesarios–, pero presentaron un continuo de gran solidez, imaginativo por momentos, pero bastante contenido en líneas generales, con su enorme riqueza tímbrica como gran recurso, haciendo gala de una inmediatez expresiva que para si hubieran querido los instrumentos melódicos. Al final del drama, muchos de los instrumentistas lograron mezclarse con cierto desparpajo en la escena, concluyendo con La Moresca, en la que todos –al menos los que podían tocar sus instrumentos de pie– se unieron en el centro del escenario, junto a cantores y bailarines.

   La dirección de García Alarcón –alguien muy bregado en el mundo operístico, y en buena medida en la ópera italiana de principios y mediados del Seicento– resultó atenta a cada mínimo detalle –a veces, incluso de forma innecesaria–, marcando con mucha claridad y cierta proactividad en muchos momentos en la orquesta, defendiéndose muy notablemente como maestro al cembalo. Probablemente no estuvo muy conforme con la elección de ciertas voces, pues apenas ninguno de sus colaboradores habituales estuvo implicado, y aunque es capaz de trabajar bien con otras agrupaciones, el hecho de haber contado con su Cappella Mediterranea hubiera alterado de manera sustanciosa el resultado final. Lástima, porque quedó la sensación de que la deuda pendiente en el Real con el Barroco sigue muy vigente. Y, aun tratándose de una «ópera cereográfica», si consigue convencer más la propuesta escénica que la musical es que algo no esta funcionando al nivel que debería.

Fotografías: Javier del Real/Teatro Real.

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