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Crítica: 'Mozart y Salieri', de Nikolay Rimsky-Korsakov, en la Fundación Juan March

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Autor: Mario Guada
24 de abril de 2017

La Fundación Juan March y el Teatro de la Zarzuela ponen en escena el drama ruso, que en el texto de Pushkin inició la leyenda negra de la truculenta relación entre ambos compositores.

EL INICIO DEL MITO

   Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 22-IV-2017 | 12:00. Fundación Juan March. Mozart y Salieri [Teatro Musical de Cámara]. Entrada gratuita. Música de Nikolay Rimsky-Korsakov. Ivo Stanchev, Pablo García-López • Rita Cosentino • Borja Mariño.

   Cuando en 1984 apareció, en las pantallas de cine de buena parte del planeta, Amadeus, una película que catapultó como autor de culto a un tal Miloš Forman, esta cambió, como muy pocas, la manera de comprender a una figura artística, quedando para siempre en el imaginario de varias generaciones. Puede decirse que Amadeus asentó el mito de la relación amor/odio entre Wolfgang Amadeus Mozart y Antonio Salieri, llegando a sugerir que este último se encontraba tras la muerte del primero, la que llevó a cabo con aquella truculenta historia relacionada con su célebre Requiem. Dicha leyenda ha sido, sobrada y recurrentemente, refutada por la musicología e historiografía modernas –culminando con el reciente descubrimiento de una obra compuesta en colaboración por ambos autores–, pero a pesar de ello todavía está muy latente la creencia –entre el público general– de esa historia contada por Forman. Pocos saben, quizá, que Forman no fue el verdadero creador del mito, lo que nos traslada directamente al espectáculo que aquí se comenta, sino que fue el literato y dramaturgo ruso Aleksandr Pushkin quien realmente la inauguró, allá por 1830, en un texto –a la postre titulado como Mozart y Salieri– perteneciente a sus Pequeñas tragedias. Años después el compositor Nikolay Rimsky-Korsakov (1844-1908) toma el libreto y lo lleva a la escena en esta obra homónima, estrenada en privado –en su versión con piano, la aquí interpretada, que en el día de su alumbramiento tuvo en la voz única de Fiodor Chaliapin y en el piano de Sergei Rachmaninov a sus únicos valedores– en agosto de 1897, y posteriormente de manera pública –en versión orquestal– en el Teatro Solodovnikov de la capital rusa, el 7 de diciembre de 1898.

   Se trata de una breve ópera lírica en un acto, en la que únicamente se presenta las voces de los dos personajes protagonistas. Hay en la creación de Mozart y Salieri todo un trasfondo de sumo interés en lo que se refiere al tratamiento musical de Rimsky-Korsakov, como explora fantásticamente Marina Frolova-Wagner en uno de los artículos de los habituales y exquisitos programas de mano preparados para la ocasión. Es curioso comprobar el giro estilístico producido en esta pieza escénica por el autor ruso, que se acerca más a una especie de neoclasicismo –más bien un neomozartianismo– que él mismo no llegó a compartir en su totalidad, pero que a efectos de la obra consigue un gran impacto sonoro y expresivo. Se escoge una suerte de continuum declamatorio sustentado sobre un recitativo y arioso permanentes, en los que la línea trazada entre ambas es, la más de las veces, realmente fina. Sea como fuere, Rimsky-Korsakov logra inteligentemente trazar así un espacio dramático en el que los insertos de algunos pasajes originales de Mozart sorprenden a la par que convencen: el pasaje del violinista ciego, un pasticcio del autor ruso sobre pasajes de Don Giovanni y La nozze di Figaro, así como un extracto real del célebre Requiem. Este estilo dieciochesco se combina magistralmente con una de las bases de la música rusa que el autor, como miembro del Grupo de los cinco, defendía como genuinamente patria y que aquí se justifica en el tratamiento textual muy definido del recitativo, en base al texto declamado en ruso. Por lo demás, un estilo sutilmente diferenciado entre el Mozart absolutamente genial y el Salieri talentoso, pero más arcaizante, justifican la adopción estilística parcial del autor ruso para este drama.

   La Fundación Juan March, llega ya –casi sin darnos cuenta– al séptimo episodio de su Teatro musical de cámara, el cual lleva poniendo en marcha desde hace ya tres años contando, a excepción del primero de los títulos, con la coproducción del Teatro de la Zarzuela, en la que es sin duda una simbiosis realmente notable y que está haciendo llegar al público títulos de gran interés, por lo desconocidos y poco transitados en los escenarios españoles habituales. Para la presente producción se ha contado con la presencia de Rita Cosentino en la dirección de escena. La argentina, bregada ya en numerosas batallas escénicas, presenta aquí a la envidia como el verdadero motor de la historia, siendo este pecado capital la verdadera esencia del drama, pero no únicamente como ese sentimiento que hace enloquecer a Salieri, sino reflexionando sobre que a su vez este mismo puede convertirse en un elemento positivo que instiga a quien lo siente a ser mejor para superarse a sí mismo a la vez que a aquel al que se envidia. En ocasiones el planteamiento original del drama y la visión de Cosentino no diré que son incompatibles, pero sí que generan ciertos problemas de cohesión y comprensión de la escena. La historia original no es per se una genialidad, ni un drama de primer nivel, aunque sí es efectivo y sobre todo muy cercano al público de hoy, pero la escena, si bien es muy atractiva a nivel visual y expresivo, complejiza en exceso la trama, cuando en realidad es mucho más sencilla.

   El apartado musical recae únicamente en las dos voces protagonistas. Ivo Stánchev construye a un Salieri muy expresivo: sopesado, reflexivo, vehemente y atormentado de forma muy verosímil. Vocalmente exhibe una línea de gran refinamiento, con un registro amplio y bien aposentado sobre un grave sutil y bien pulimentado, que proyecta con potencia muy controlada y un timbre carnoso y envolvente. Sin duda  construyó al personaje más creíble y musicalmente más interesante. Por su parte, Pablo García-López dio vida a un Mozart menos histriónico de lo habitual, aunque con un punto irónico, gamberro y hasta infantil, pero de manera muy sutil. Su línea de canto es solvente, con buena dicción en el agudo y un registro medio-agudo bien sustentado sobre el aire. Quizá expresiva y escénicamente resultó menos creíble que su homólogo sobre el escenario, pero mantuvo en general el alto nivel de la producción. La dirección, así como la interpretación pianística, corrió a cargo de Borja Mariño, que soportó magníficamente el drama desde el piano, instalado en el escenario casi como un personaje más –incluso ataviado con traje de época–. Su dirección parece transitar por la vía de la fluidez y la naturalidad, sin forzar el dramatismo ni la escritura del discurso, dejando libertad a los cantantes para expresarse, y aportando un color y carácter muy contrastantes, siempre acertado en los requerimientos escénicos de cada momento. Sin duda un trabajo de altura para redondear un trabajo de gran nivel.

   Es necesario mencionar el trabajo de algunos de los encargados de otras de las facetas artísticas –de una lista por otro lado inmensa, en la que hay que felicitar a todos y cada uno de los encargados de llevar a cabo esta producción–. Cabe alabar, pues, el trabajo de Antonio Bartolo, que diseñó una escenografía simple pero efectiva, jugando únicamente con un mismo espacio que es variado entre ambas escenas con un mero cambio de atrezzo. El espacio, diáfano y blanquecino, consigue desplegar todo su universo gracias a al trabajo de Fer Lázaro en la iluminación, muy delicada y sumamente elegante, en la que el juego de sombras es casi un personaje más; y al de Celeste Carrasco, la realizadora de vídeo que con sus imágenes –proyectadas sobre el fondo blanco de la pared situada justo en frente de los espectadores– consigue trasladar al espectador a una especie de dimensión paralela que en ocasiones clarifica –otras no tanto–, pero que aporta una belleza visual realmente magnífica. Por último, el trabajo en el diseño de vestuario de Gabriela Salaverri, sutil y realmente acertado –algunos dirían que previsible y poco imaginativo–, que consigue transportar de manera directa a ese imaginario colectivo que todos tenemos asumido a esta historia.

   En definitivas cuentas: un trabajo al nivel habitual al que la Fundación Juan March y el Teatro de la Zarzuela nos tienen acostumbrados en los últimos años. Un equipo de trabajo muy solvente y talentoso, que logra poner en escena, de una forma por lo general convincente, el drama que inició el mito, un mito que, por lo inherente al ser humano en ese sentimiento de la envidia, nos queda siempre a todos tan cercano, y quizá por eso sea tan exitoso. Sea como fuere, una labor que cabe disfrutarse en algunas de las funciones que todavía quedan por representar.

Fotografía: Fundación Juan March.

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